Cavando por la victoria / Iain Sinclair

Ellos cavan y la tierra es buena. El Hoyo Hackney mide ocho metros cuadrados y corta el césped de una casa parroquial abandonada. Este jardín secreto está separado de la Torre de San Agustín por un muro de oscuro ladrillo erosionado. La orgullosa punta de la cuadrada torre es todo lo que queda del más viejo edificio eclesiástico del barrio, una versión del siglo xvi del templo del siglo xiii fundado por los Caballeros de San Juan. Los Trabajadores, un autodenominado colectivo artístico, hizo el Hoyo a mano, pico y pala, vuelta tras vuelta: cuatro días para terminar la tumba, sin los agobiantes chirridos de las excavadoras mecánicas que utilizan los irrespetuosos proyectos de ingeniería que hacen trizas el asfalto y el pavimento y el barro de este ruidosamente regenerado feudo. Y también hacia abajo, a través de las tuberías y los cables, se encuentran los agujeros que abren las compañías de servicio que los protegen con conos naranja y los tratan como si fueran instalaciones de arte privilegiadas que les dan el derecho de impedir el tráfico. En contraste, los quita-césped iniciaron su modesto proyecto en el solsticio de verano, para luego regresar cada grano de tierra a la tierra, con voluntarios, en octubre.

     Una persona de las que estuvieron en el Hoyo dijo que solía dormir noche tras noche con el estrépito de los helicópteros «que rondan por el cielo blanquecino de Hackney». Por el contrario, ella disfrutó del silencio de la nueva madriguera y «del olor húmedo y perfumado» de la tierra viva. «Me sentí arrullada por el suelo», me dijo la cineasta Chiara Ambrosio, «contenida y absorbida por este lugar de origen y convergencia».
     La tendencia a meterse bajo los terraplenes construidos sobre los restos de ríos —rellenos de pizarra y lutita— a través de procedimientos rudimentarios, llenos de desechos y de ladrillos rotos de terrazas demolidas y teatros perdidos, se manifiesta en cada estrato de la sociedad, desde el ayuntamiento y los grandes desarrolladores (especuladores extranjeros ocultos tras la fachada de compañías representantes) hasta colectivos artísticos sin patrocinios y grupos de «place-hacking» que posan para tomarse selfies de alta resolución en secretos búnkeres del Estado y cascadas de aguas negras.
     El mundo subterráneo es el nuevo campo de batalla. La epidermis de la ciudad está tan fuertemente controlada, tan inquieta con el parloteo trivial, tan evidentemente corrompida por el asalto político a la localidad, que los humanos que no desean o no quieren involucrarse en una guerra que no pueden ganar responden aventurándose en prohibidas profundidades.

     Pero así como los agentes del Estado tratan a los artistas de vanguardia y a los comunalistas de bodegas de depósito como exploradores localizadores de nuevos territorios que explotar, así también las entidades corporativas planean realizar grandes cambios de régimen para la tierra que está debajo de Londres. Las vallas protectoras alrededor de las obras olímpicas, los gigantescos proyectos de construcción en Shoreditch y London Bridge y otros numerosos recintos privados fueron disfrazados de casuchas dañadas para ocultar la construcción de mejores y más grandes sótanos. ¿Qué tan abajo se puede ir sin permiso? Nadie parece saberlo. Los viejos y rancios reglamentos ahora son más flexibles. La molesta central de construcción del Crossrail es tan cara y tan extensamente celebrada en documentales promocionales que no puede ser retirada a algún hangar o a algún museo del transporte: el lugar está destinado a convertirse en un rasgo característico de la vida de Londres. La Blitzkrieg del Crossrail, de oeste a este, seguida de cerca por los especuladores de la propiedad que van por delante en este juego, se convierte en un laberinto de excavaciones invasoras en una y otra dirección. Enormes monstruos excavadores de túneles evocan al megalosaurio prehistórico que refiere Dickens, al alba de la primera era del tren, en el inicio de su novela Casa desolada: un megalosaurio «que chapalea como un lagarto gigantesco Holborn Hill arriba». Las bestias son insaciables. Tienen hambre de tierra.

*

En una húmeda noche de noviembre de 2014, más o menos un mes después de que el Hoyo había sido rellenado,2 y antes de que la gente que aún se alojaba en la vieja rectoría fuera desalojada, visité el lugar por invitación de William Bock, quien fungió como vocero del colectivo. Will, como podía esperarse bajo las circunstancias, lucía pálido, convaleciente, helado. Se abrazaba a sí mismo bajo un poncho, con las piernas recogidas encima del sillón, antes de comenzar a contar su historia. La atmósfera de la habitación: la suave luz de las velas, el fuego, las pesadas cortinas que nos envolvían y contenían los sonidos del exterior, me resultaba familiar, pero no la había experimentado, cerca de aquí, en tres décadas o más.
     Uno por uno, el resto de los miembros del colectivo fueron llegando, sacudiendo abrigos mojados, calentando sus manos con las tazas de té. Will, con su gorro Lincoln verde bien puesto y su barba de monje hipster, cuenta que su compañero Andrew era el guardián oficial del edificio. Había vivido ahí por un año ocho meses. La remoción de la tierra de Hackney por cuatro días llevó al colectivo a investigar acerca del lugar en el que se encontraban. Alberto Duman, el más involucrado políticamente, contó lo que se hizo para que un terreno localizado un poco más lejos de las antiguas plantaciones de berros ahora esté cubierto por un supermercado Tesco de 24 horas. Cuando los oficiales del ayuntamiento escoltaron a los representantes de la Manhattan Loft Corporation —un día antes de que iniciara la «planificada» conversión de Chatham Place en un monolito de ambición, con un outlet de fábrica de Burberry—, Alberto y un empleado flashmob comenzaron a barrer el lugar con escobas. Escalaron los postes de la luz, limpiando y puliendo. Los gorilas de seguridad difícilmente podían botarlos por su altruismo cívico. Los trajeados de la corporación se quedaron perplejos, preguntándose qué polvo y qué manchas tenían que ser removidos. Alberto se regocijó al notar que los constructores de un Holiday Inn, metido más bien a fuerzas en Hackney Central (con rumores de que habría una estación más grande para el próximo Crossrail 2), habían sido menos diligentes en sus inspecciones. Los cimientos del nuevo edificio, dijo en esa lluviosa noche en que nos encontramos, estaban en realidad sobre un lago subterráneo.
     Bock convirtió el Hoyo en una camera obscura con su cubierta y una lente. El colectivo pintó las paredes de blanco, con yeso y sellador. Quienes descendieron por la escalera a esa celda bajo la tierra, luego de ajustar sus ojos a la ausencia de luz, hallaron una experiencia cautivadora. El mundo de arriba aparecía en formas fantasmales, invertido, como un listón de sombras articuladas, con los árboles como nubes, el edificio de la parroquia cubierto de hiedra y gente inclinada sobre la cubierta de la tumba. Era un cinematógrafo primitivo de dibujos rupestres que se desprendían desde el cielo. Cada miembro del colectivo estaba leyendo los dictados del Hoyo a partir de un guión diferente. Will privilegió el aspecto del performance, un pretexto para los rituales y para la fabricación de imágenes, incluyendo una impresión tipo alfombra colocada en el piso del agujero, cuando el espacio excavado se convirtió en una cámara estenopeica. Alberto Duman, con un ojo inteligente, precavido, y conociendo las acciones realizadas en otras ciudades, las abstrajo y las planeó; él interpretó las etapas de la vida activa del Hoyo como un futuro manifiesto. Mark Morgan, un teórico de las excavaciones, esperando su turno al filo de la reunión en la sala iluminada por velas, reveló que había hecho un cálculo: según los precios por metro cuadrado de las torres que se levantaban en Hackney y de los sótanos que estaban siendo ilegalmente arrebatados, cada pinta de tierra rescatada del pasto valía 2.50 libras esterlinas.
     Una voluntaria prisionera del horno de paredes blancas tuvo dificultades en su presentación. Karen Russo, una joven artista israelí, se había fascinado con William Lyttle, el llamado «Hombre Topo» de Hackney. Lyttle —según los funcionarios que promovían la subasta del derruido cascarón de la propiedad gótica que parecía un barco fantasma en la manzana que se halla entre Mortimer Road y Stamford Road— era «un ingeniero civil». El proyecto de ingeniería que le dio notoriedad local implicaba un laberinto de túneles debajo del cual todos los otros ocupantes (familia, huéspedes, estudiantes) habían sido expulsados. Él había llenado las vacías habitaciones de escombros y cubierto las paredes con amarillentos periódicos. Y las catacumbas, escarbadas por el solitario excavador, corrían entre sótanos y bodegas, cortaban cables utilitarios y causaban fracturas en el pavimento que hacían que los camiones de dos pisos tropezaran.
     Conocí a Russo en uno de los sobrevivientes aunque remodelados pubs de Broadway Market. Ella partiría pronto a Walthamstow, pues el aumento de las rentas le hacía imposible quedarse en Hackney con su joven familia. Descendió al Hoyo, me dijo, para dar cuenta —con el apoyo de fotografías evocadoras— de sus expediciones con el señor Lyttle en lo que quedaba de sus túneles. El Hombre Topo había sido expulsado por el ayuntamiento de Hackney. Rellenaron las cuevas con gruesos troncos de concreto. El sitio fue asegurado detrás de una cerca de hierro corrugado, pero William conocía una manera de entrar.
     Nuestra mesa en el pub pronto se llenó de libros y papeles, y la laptop se abrió con la presentación del Hombre Topo. Los escalones de piedra no llevaban a ninguna parte. Los sofás se hundían bajo el peso de estructuras extrañamente acopladas. Los túneles estaban llenos de partes de automóviles y estaban apuntalados con congeladores aplastados. En alguna pared en la que se esperaría encontrar una fotografía, Lyttle colgaba un teclado gigante o una chimenea eléctrica. Russo me contó que luego de que descubrió que el Hombre Topo se había escapado de las instalaciones aseguradas en las que había sido recluido, y luego de que los canales oficiales aceptaran haber perdido todo rastro del excavador sin permiso, ella lo escondió bajo el piso del Crisis Skylight Café en Commercial Street. Él tomaba clases de actuación. Se decía que tenía un papel en una obra de teatro en la radio, pero nadie supo cuándo ocurrió la transmisión. El señor Lyttle estaba feliz de relacionarse con Karen Russo. Él accedió a hacer grabaciones y a ser filmado en las plataformas de las estaciones del metro en Holborn y Aldwych.
     Cuando empezaron a filmar, el Hombre Topo vomitó una venenosa diatriba de provocación sexual con tintes racistas. Russo, quien llegó a esta confrontación protegida por el romanticismo alemán, consideró que las interacciones con William Lyttle resultaban desafiantes. «¿Por qué tienes nariz pequeña?», «Los judíos no tienen ojos azules», insistía, tratando también de averiguar sus preferencias sexuales. Russo estaba involucrada con un minotauro celta cuya esposa se había mudado y había desaparecido, dejándolo con sus taladros y sus palas. El señor Lyttle se posó sobre los escombros, con el pelo plateado peinado, limpio, con una camisa con el cuello abierto y una gabardina descolorida. «Los artistas no necesitan una postura moral», dijo Russo. «Me agrada la idea del artista como abogado del diablo». Las vociferaciones psicóticas se hacían eco a través de los túneles que corrían en todas direcciones desde el sótano de la casa de Mortimer Road. En el nuevo Hackney, una propiedad de este tamaño, en esta ubicación, bien valdría más de un millón de libras. El ayuntamiento demandó por cientos de miles al propietario por el daño ocasionado en la elaboración de su propio inframundo. El señor Lyttle dijo que había una fortuna enterrada en sus cuevas, en latas de galletas con cincuenta mil libras en fajos de billetes. Eso mantuvo interesados a los equipos de restauración. Entonces vino la crisis. Lyttle cometió un asalto, se apoderó de las cintas y las mantuvo como fichas de cambio. Sus pertenencias, cuando fue detenido por la justicia, fueron incautadas. Las cintas estaban entre libros, zapatos y camisas. Él le pidió a Karen que fingiera ser su abogada. El engaño no debía ser problema, después de todo era judía. Si ella accedía a pelear en su caso contra los oficiales él podría devolverle las entrevistas incautadas. Pero ya era demasiado tarde. Cuando el señor Lyttle se presentó a las oficinas de vivienda le dijeron que sus pertenencias habían sido destruidas. Él murió poco tiempo después.

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Cuando se dio a conocer la noticia, dos años más tarde, de que la casa del Hombre Topo había sido comprada en una subasta por una pareja de reconocidos artistas post-yba de Shoreditch, por cerca de un millón de libras, la ecuación entre valor de la tierra, intervención artística y excavación psicótica se alteró críticamente. Tim Noble y Sue Webster se habían apoderado de los cubos de basura, hurgando compulsivamente, arrastrando, barriendo: transformando, gracias a una inteligente curaduría, lo innecesario en lo esencial. Eran adictos a la entropía. Ya habían modelado con montones de chatarra y habían proyectado siluetas en los muros de las galerías. Las sombras, milagrosamente, evolucionaban hasta convertirse en autorretratos. Todos los rasgos grunge de la ciudad sitiada esperaban convertirse en avatares fantasmales de los artistas. Entre la innovación y el artificio, los artistas de Shoreditch, bajo la influencia del lugar, se sintieron obligados a involucrarse con los susurros del pasado.
     Sue Noble pasó en su bicicleta por las ruinas que había dejado el Hombre Topo en Hackney y se dio cuenta de sus posibilidades. Una nueva obsesión había nacido. Ella tuvo la visión. El techo de la casa ya se había desplomado, arrastrando consigo todos los pisos. Ella construiría un hogar de tres pisos con el infame sótano como estudio. Lo que pudiera preservarse de los túneles permanecería como una referencia evocadora, túneles como cancerosos molares de concreto que muerden el espeluznante pasado de Londres que se conecta gracias a ellos con la brillante luz del ahora.

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Webster accedió a darme un tour por su propiedad. Llegó puntual. Una mujer esbelta, activa, en una bicicleta de llantas delgadas. Vestía su fama ligeramente, con un aura post-punk, con su realismo «piénsalo/hazlo». Nos metimos por una puerta mágica, y pronto estuvimos agachándonos por los andamios y saltando de plataforma en plataforma sobre el agujero en el que un equipo de constructores trabajaba, despejando túneles, asegurando cimientos. Un sólido bloque de concreto había sido colocado sobre el lecho acuático. William Lyttle no pudo descender más debido a este último, así que se ramificó en toda dirección posible. Le gustaban los accesorios en suite, baños escondidos en alacenas, agujeros de ratas equipados con lavamanos rotos e interruptores de luz partidos a la mitad. Él imaginó su reino escondido como una subterránea prisión de Piranesi.
     Intercambié información con Webster; ambos éramos coleccionistas de anécdotas del Hombre Topo. Mencioné las experiencias de Karen Russo y los ácidos monólogos sexuales que fluían a borbotones, de manera incontinente, desde las profundidades mefíticas. Webster me dijo que sus constructores no habían encontrado ninguna lata llena de billetes, pero habían descubierto pornografía, revistas especializadas en mujeres de talla muy, muy grande. El señor Lyttle enterró sus propias estatuas de fertilidad, tubérculos envueltos en tejido adiposo, venus de Willendorf en colores chillones en un depósito dañado por el agua. Le dije que había oído que el Hombre Topo heredó la propiedad de sus padres y que había vivido ahí con su esposa y su hija, hasta que se marcharon. Después aceptó inquilinos, pero no soportaron mucho luego de que empezó a cavar. Webster mostró señales todavía visibles —como la de una impresión espectral de la escultura House de Rachel Whiteread hecha en Bow en 1993— de los periódicos en tabloide con los que Lyttle «mejoró» los muros de los inquilinos que querían una renovación. Se pensaba que el reacio dueño alguna vez trabajó como ingeniero eléctrico. Él hizo su propio cableado y colocó la tubería. Las cavernas abandonadas, las entradas de los túneles, los soportes de las columnas tenían un encanto fungoso que Webster asoció con Antonio Gaudí y su inacabada Sagrada Familia en Barcelona. El trabajo del Hombre Topo, como un relato de Kafka, no podría ser terminado. Pero Tim Noble y Sue Webster, como sus herederos por elección, honrarían el legado. El asalto al subsuelo de Mortimer Road fue una lucha neurótica, de golpes y rasguños a la tierra que recordaban la prosa poseída de «La madriguera» de Kafka. El topo de Kafka escucha ruidos terribles. Hay algo más en sus túneles. Se acercan nuevos ocupantes. «Pero a estas creaturas extrañas, ¿por qué nunca las he visto? Ya he cavado multitud de trincheras, esperando atrapar alguna, pero no puedo encontrar una sola». Las excavaciones del señor Lyttle son un mapa de la paranoia hecho para mantener alejados a los futuros dueños y a los artistas que percibe en el horizonte, esos que invertirán en los residuos de su locura.
     Tim Noble se nos unió, con otra bicicleta de llantas delgadas que encadenar. Su pelo, alguna vez de color negro tinta como el de su colaboradora y ex esposa (fueron casados por Tracey Emin en un bote en el Támesis), es ahora rubio, decolorado, como el de un asesino a sueldo de una road movie basada en un relato de Barry Gifford. La pareja empezó en el este de Londres como asistentes en la fábrica de los artistas Gilbert y George en la calle Fournier. Trabajaban en la planta baja, mientras las celebridades conceptuales descansaban arriba, leyendo el Telegraph. «Pero ellos siempre fueron muy puntuales al pagar sus facturas». Se puede ver lo bien que les fue a Tim y a Sue. Son de esas parejas trabajadoras, holgazanes falsos, fingidamente peligrosos haciendo lo mejor que pueden para lucir como una foto policiaca de True Crime. Claramente, ellos aman el modo en que fue fabricada la propiedad que han adquirido. Admiran la experiencia diy del señor Lyttle y la manera en que hizo que las columnas moldeadas soportaran una enorme carga. El persistente hedor a polvo de ladrillo y hongos albinos, drenaje y cuero mojado genera un efecto afrodisiaco que retrotrae a los artistas a su primera cita: una visita a la casa de Fred West, el asesino en serie de Gloucester. West era otro constructor. Tim Noble recordó la manera en que había techado un ala de su casa, usando un árbol como columna de soporte. La casa del horror de la calle Cromwell fue demolida, reducida a polvo, hecha un andén peatonal. Noble explicó que, una vez que la jaula de andamios fuera removida, conservarían la histórica fachada del Hombre Topo, para que la casa parezca a los visitantes una ruina perdida en el tiempo, mientras que detrás de la pintura intacta y descascarada color crema, de los marcos de las ventanas manchados por el horrible humo de carbón de Londres, crearían un limpio hogar contemporáneo. «Me encanta cómo cae la luz aquí», dice Noble.

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Llegué a casa para encontrarme con un pedazo de papel en el tapete. «Estimado Señor/Señora: Ha recibido esta carta porque su propiedad o negocio está en un radio de 200 metros de terreno que podría necesitarse en el futuro para construir la línea 2 del Crossrail subterráneo». Vivíamos, al parecer, en un «área superficial de interés». Y si el agujero del Crossrail arruinaba alguna potencial venta de la propiedad, estábamos en nuestro derecho de interponer una queja por «deterioro estatutario». Pensé en el daño real al recinto de Finsbury Circus, un oasis entre las torres de la ciudad, sacrificado por el ideal imposible de un tránsito más fluido y amable para los trabajadores del centro financiero. Habíamos dado la vuelta entera. Cuarenta y cinco años atrás, nos mudamos a una casa victoriana adosada, con baño afuera y bañera de estaño, bajo amenaza de demolición, con las torres de la hacienda de la calle Holly que daban al sur. Los antiguos dueños se mudaban a Essex. La hilera de casas sobrevivió y se convirtió, con el paso del tiempo, en parte de un área protegida. Dadas las luchas de los artistas actuales, que se inspiran para cavar hoyos en jardines amenazados o excavar búnkeres de tiempos de guerra, fuimos afortunados. Londres se mueve.

Traducción del inglés de Luis Alberto Pérez Amezcua

*   Este título alude a la campaña The Dig for Victory, mediante la cual el gobierno británico alentó a la población para que transformara los jardines privados, los parques y los campos de juegos en parcelas para el cultivo de vegetales y para la cría de animales de granja, a fin de compensar así las medidas de racionamiento que era necesario observar durante la Segunda Guerra Mundial y para conjurar el peligro de hambruna que entrañaba, por una parte, el posible bloqueo enemigo de las importaciones provenientes de América del Norte, y por otra el hecho de que buena parte de la marina mercante británica estaba enfrascada en el transporte de tropas (N. del E.).

1   Práctica de inspiración etnográfica que consiste, en palabras de Bradley Garret, autor del libro Explore Everything: Place-Hacking the City (Verso Books, 2013), en «ver la ciudad como si fuera un rompecabezas cuyas piezas, al unirse, conecten cosas». (N. del E.).

2   https://vimeo.com/108255147

3   http://williambock.com/2015/05/27/inside-the-earth-camera/

4   Cada pinta equivale, en el Reino Unido, a 568 ml (N. del T.).

5   Bow es un barrio de Londres remodelado debido a los Juegos Olímpicos del 2012 (N. del T.).

6   Do It Yourself: Hágalo usted mismo (N. del T.).

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