A la memoria de Ernesto Gómez Limón
Tizapán el Alto, Jalisco, 1957. Su libro más reciente es Donde hay música no puede haber cosa mala (Rayuela, 2021).
Poco antes de las 11:30 de la mañana del lunes 12 de junio de 2023, sobre el escenario de un Teatro Degollado bastante fresco, José Luis Castillo interrumpe el ensayo de la Orquesta Filarmónica de Jalisco (OFJ) para hacer una nueva corrección en un pasaje del primer movimiento («Andante commodo») de la Novena sinfonía de Gustav Mahler. Dos horas antes el director de la OFJ y casi un centenar de músicos habían comenzado a darle alineación y balanceo a la pièce de résistance del concierto que van presentar en unos días más: el jueves 15 de junio en el teatro tapatío por antonomasia (el Degollado, por supuesto) y el sábado 17 del mismo mes en el Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México.
Se respira un buen ambiente. Todo mundo parece estar de buenas. Tal vez sea porque la semana es joven (lunes, que no San Lunes, y todavía antes meridiano), o quizá por los gratos y estimulantes 20 grados centígrados que predominan en el bien iluminado escenario (más fresca aún está la sala vacía que se halla en la semipenumbra), o tal vez por la emoción de haber comenzado a escalar uno de los Himalayas del sinfonismo de todos los tiempos, o por la idea, muy poco común, por cierto, de estar preparando un concierto que en esta ocasión no sólo se presentará en Guadalajara, sino que también va a ser llevado a la capital del país y en consecuencia sus intérpretes serán sometidos al dictamen de un público distinto y de seguro más exigente que el de casa, donde orquesta y director tienen ya no pocos fans. O quizá sea por todo ello junto, sin descartar alguna otra causa.
Lo cierto, sin embargo, es que se percibe una algarabía casi contagiosa, mezclada con autoexigencia y concentración, entre todo el nutrido pelotón de hombres y mujeres, predominantemente jóvenes, que ocupan la totalidad del escenario, sentados en parejas frente a un cañaveral de atriles, con la excepción a medias de los cinco percusionistas, que se incorporan cada vez que deben intervenir, así como de los siete contrabajistas, quienes durante la mayor parte del tiempo permanecen de pie, abrazando por detrás la voluminosa caja y el alto mástil de su instrumento. Todos están atentos no sólo a los movimientos de manos y brazos de José Luis Castillo, encaramado en un pódium de buena alzada, sino también a los gestos del rostro de un director de orquesta que, a diferencia de la inmensa mayoría de sus colegas en todos los rincones de la Vía Láctea, no utiliza batuta.
Es evidente que nadie, ni los músicos ni su guía, ha llegado en blanco a esta primera sesión de ensayos, pues desde los compases iniciales quedó de manifiesto que todos hicieron la tarea previa de traer estudiadas sus partes, a fin de ir viendo y resolviendo las dificultades técnicas que presenta tamaña sinfonía y también de comenzar a familiarizarse con ella.
Los movimientos de Castillo son parsimoniosos, pero en ningún momento histriónicos o gratuitos, sino más bien austeros; movimientos que interrumpe de cuando en cuando para, luego de que la orquesta se detiene, pedir a las distintas secciones la repetición de determinado pasaje. Cada vez que bajan los decibelios o de plano cesa el sonido, el director aprovecha para dar alguna indicación en un tono entre profesoral y amistoso, sin alzar demasiado la voz aun cuando se dirija a los músicos de alguna de las secciones más alejadas, como la de metales que se encuentra hasta el fondo del escenario, acotado por los paneles color madera de la concha acústica.
De rostro afilado y con una catadura intelectual, remarcada por los anteojos que porta, el director tiene un aspecto juvenil, a pesar del cabello entrecano y de la barba apenas insinuada e igualmente entrecana. De complexión delgada y bastante esbelto, aun cuando su estatura sea más bien mediana tirando a baja, en este primer ensayo la persona que funge como director de la OFJ desde finales de 2021 viste ropa holgada: pantalón y jersey en color verde musgo.
Muy pendientes de cada uno de los señalamientos de su guía, los músicos de las distintas secciones, todos también con ropa informal, reanudan la lectura luego de hacer algunas anotaciones en sus partichelas.
Al filo de las 12:30 del día se da por concluida la lectura inicial del primero de los cuatro movimientos de la Novena sinfonía mahleriana: el referido «Andante commodo», pieza de una misteriosa belleza crepuscular y cuya interpretación requiere cerca de media hora, es decir, que por su extensión es equiparable, siendo apenas la cuarta parte de la obra, a una sinfonía completa de Haydn o de Mozart y aun a algunas de Beethoven y Schubert.
Luego de un breve respiro, director y orquesta aprovechan la media hora restante para una primera lectura de Tres danzas indígenas jaliscienses, de José Rolón, que se anuncia como la primera obra del sobrecargado programa de esta semana. Las breves piezas del compositor guzmanense, paisano y contemporanísimo de José Clemente Orozco, son de una naturaleza muy distinta a la sinfonía de Mahler, y aun cuando fueron concebidas originalmente para piano, años después de la muerte del autor se encargó su orquestación al violista y también compositor tapatío Higinio Velázquez. Suenan bien, con un tono festivo y un lejano aire popular, lo cual se explica porque Rolón, lo mismo que Manuel M. Ponce, fue uno de los precursores del llamado Nacionalismo musical mexicano. En este primer ensayo resulta evidente que varios pasajes y la articulación general de la obra requieren ser más trabajados y pulidos.
Cuando el reloj marca la una de la tarde y tres minutos, Castillo da por concluido el primer ensayo de la semana. Los músicos, luego de guardar sus instrumentos en los respectivos estuches, rompen filas y comienzan a salir, casi en fila india, por una de las puertas laterales de la parte trasera del teatro, por la que da a la calle de Hidalgo, donde los espera un calor abrasador (¡37 grados centígrados a la sombra!), el cual se resiente aún más luego de haber estado envueltos durante casi toda la mañana y parte del mediodía en la gratificante temperatura que sigue prevaleciendo aún en el interior del teatro. Por su parte, el director permanece todavía otro rato en el escenario; conversa con algunos músicos rezagados y da instrucciones a integrantes del personal administrativo de la orquesta y del teatro.
Segundo día de ensayo
Pocos instantes después de las 9:30 de la mañana del martes 13 (combinación calendárica propicia para toda clase de supersticiosos) la joven que ocupa la primera silla en la sección de violines primeros, repite varias veces un la natural desde el teclado del piano Steinway gran concierto (de cola, pues) que está colocado en primer plano, en la parte frontal del escenario. Es Angélica Olivo, una de los dos concertinos de la OFJ, de complexión menuda pero esbelta, diligente y más bien seria. Luego de que los músicos de todas las familias de instrumentos han terminado de afinar, repitiendo y sosteniendo esa misma nota que la atrilista principal de la orquesta repite desde el piano y también desde su ya bien afinado violín, toma asiento al lado de su compañero de atril, un varón espigado e igualmente joven. Instantes después, José Luis Castillo entra, llevando bajo el brazo las partituras de las obras que van a ensayarse en esta segunda jornada.
Luego de dar los buenos días a los integrantes de la orquesta y saludar de mano a la co-concertino, comienza la sesión con el segundo movimiento de la sinfonía mahleriana: «Im Tempo eines gemäclichen Ländlers» («En el modo de un apacible landler»), un movimiento rápido, concebido a partir de un tipo de danza campesina austriaca, anterior y sólo parcialmente parecida al vals, cuya naturaleza siempre ha sido decididamente urbana. El contraste con el lírico movimiento inicial es más que evidente, como lo son también las intencionadas distorsiones que el compositor introduce en algunos pasajes, distorsiones que son llevadas al extremo en el tercer movimiento: «Rondo-Burleske: Allegro assai. Sehr trotzig» («Rondó burlesco: muy alegre y muy obstinado»). Castillo, que en esta ocasión viste jeans en azul marino y camisa blanca con vivos en azul, les hace ver lo anterior a los músicos de la OFJ, remarcando esa singularidad de los movimientos intermedios de la sinfonía, una obra contemporánea de la estética expresionista que comenzaba a predominar en las artes del orbe germano-austriaco de la época. Luego de la corrección de varios pasajes, la primera lectura de ambos movimientos termina al filo de las once de la mañana, con el aviso de que luego del receso repetirán ambos movimientos.
La mayoría de los músicos sale del teatro y algunos se alejan hasta recalar en la tienda 7 Eleven que se localiza por la calle de Morelos, a media cuadra del pórtico del teatro, en busca de un café o de una bebida refrescante. Los menos permanecen en el escenario, repitiendo algunos pasajes ante sus partichelas.
Durante el receso, quien atestigua el ensayo descubre que no está solo en la inmensa sala vacía del Degollado, pues escucha detrás de él a alguien que pronuncia su nombre desde la penumbra del anfiteatro. Es Gabriel Pareyón, profesional de la música tanto en la vertiente de investigador y estudioso del arte de las corcheas como en la de compositor, quien ha asistido igualmente al ensayo y una de cuyas obras (Concierto para trombón y orquesta) se anuncia como parte del quinto programa de la temporada.
Muy sonriente, Pareyón no oculta su satisfacción y su agradecimiento con José Luis Castillo (en mi opinión, el mejor director de orquesta que trabaja en México) por el hecho de que una obra suya haya sido programada en la Segunda Temporada 2023 de la OFJ, temporada que está coincidiendo con los festejos por el bicentenario del nacimiento de Jalisco como estado pionero de la república federal mexicana. Con ese motivo han sido incluidas diez obras de nueve compositores jaliscienses, además de otra de un duranguense (Silvestre Revueltas), distribuidas entre los siete programas que integran la temporada. Pareyón, un tapatío, o más bien zapopano y que ronda el medio siglo, aun cuando parece mucho más joven, no obstante el radical déficit capilar que ha impuesto sobre su testa, la cual se rapa, comenta que la remarcada programación de compositores jaliscienses —y mexicanos en general— no debería ser cosa de una temporada conmemorativa o de alguna otra ocasión celebratoria, sino «una política establecida» de la OFJ.
Ya para entonces el escenario se ha vuelto a poblar de músicos, quienes van ocupando sus lugares y revisan brevemente la afinación de sus instrumentos. Casi enseguida, cerca de las 11:20 am, el director se encarama otra vez en el podio y la orquesta comienza a repasar nuevamente el segundo y el tercer movimientos de la última sinfonía que Gustav Mahler pudo ver terminada, aun cuando nunca la haya podido escuchar, pues un discípulo suyo (Bruno Walter) la estrenó con la Orquesta Filarmónica de Viena el 26 de junio de 1912, es decir, un año y dos semanas después de la muerte del compositor.
Musicalmente la segunda lectura de los movimientos intermedios es más limpia y, por lo mismo, transcurre con menos interrupciones y correcciones por parte de Castillo. A las 12:18 el director baja del podio y enseguida una persona del foro se acerca al piano para abrir la caja del Steinway negro azabache. Pocos instantes después una sonriente jovencita que viste pantalón y playera en negro se acerca al piano, saluda al director y a la concertino, para posteriormente sentarse en el banco del piano y comenzar con el primer repaso al Concierto para piano y orquesta núm. 22 de Wolfgang Amadeus Mozart. Es Daniela Liebman, otrora niña prodigio tapatía y quien ahora ya es una señorita de dieciocho años que, por su talento y por ser jalisciense, ha sido invitada para actuar como solista en el concierto conmemorativo de la OFJ que será tocado tanto en Guadalajara como en la Ciudad de México.
Los tres movimientos del concierto mozartiano son tocados de corrido por los músicos de la orquesta y por la pianista becada en Julliard School de Nueva York, quien desde los primeros compases demuestra que tiene memorizada de cabo a rabo la obra, incluidas las muy lucidoras cadenzas de los movimientos primero y tercero. Se advierte, sin embargo, que en ciertos pasajes la orquesta y la pianista no sólo tocan a velocidades distintas, sino que el volumen del ensamble es mucho mayor al del sonido del piano, algo en lo que director y solista tendrán que trabajar.
Cuatro minutos después de que el reloj ha marcado la una de la tarde se da por concluido el segundo ensayo.
En la víspera del concierto
Apenas pasadas las 9:30 de la mañana del miércoles 14 de junio, comienzan a sonar las primeras notas del portentoso cuarto movimiento de la Novena sinfonía de Mahler: «Adagio. Sehr langsam und noch zurückhaltend», que podría traducirse como «Adagio. Muy lento y muy contenido o discreto». Para ser la primera lectura de tan espléndido y singular movimiento con el que culmina la sinfonía, aquello no parece en realidad una primera lectura. Desde los primeros compases toda la sección de cuerdas, incluidas las dos arpas que exige la dotación orquestal de la obra, suena bastante persuasiva, lo mismo que los cornos. Todos acatan esa «intensidad reservada» que el compositor especifica y pide para su obra.
El director, que ahora viste camisa blanca y pantalón oscuro, se esmera en pulir ciertos pasajes, cuidando su articulación y manteniendo siempre con pulso firme un tempo remarcadamente ralentizado, pero sin perder intensidad en ningún momento, ni siquiera en aquellos pasajes que deben ser tocados piano o pianissimo. Sorprende gratamente que ya desde este primer repaso aparezca el diseño completo del conjunto de todo el movimiento o «la arquitectura», como dirían algunos.
Antes del receso, orquesta y director todavía se dan tiempo para hacer un segundo repaso a Tres danzas indígenas jaliscienses de José Rolón, advirtiendo de pronto que en las partichelas de la sección de metales hay discrepancia en la tonalidad de algún pasaje respecto a la partitura del director. Advertido el error, se hace la enmienda correspondiente y el ensayo se reanuda. Viene el descanso apenas pasadas las once de la mañana para, luego de 15 minutos, reanudar el ensayo. Nuevamente el «Adagio» final de la Novena sinfonía de Mahler, que salvo en dos o tres pasajes (entre ellos la articulación del solo de la viola y luego la transición al solo de violín) se toca casi de corrido y con una mayor limpieza y con un concepto musical cada vez más claro.
Ya sobre las 12:15 del día se abre la caja del Steinway y Daniela Liebman entra, repartiendo saludos y sonrisas entre músicos, director e incluso a una persona que se acerca a ella desde la parte frontal de la sala. Tanto la solista como la orquesta tocan sus partes, pero el ensamble entre una y otra sigue con algunos problemas, particularmente en los tempi y también de desequilibrio en el nivel del sonido: mucho mayor el de la orquesta y más empequeñecido el de la solista. Viendo los toros desde la barrera, se antoja que tal vez disminuyendo el tamaño de la orquesta las cosas podrían resultar mejor, e incluso ayudaría a obtener un sonido más transparente y un estilo más clásico.
Se da una nueva repetición de los tres movimientos del concierto de Mozart y, aun cuando la solista se luce en las cadenzas, continúa habiendo problemas de ensamble. Pero el director y la pianista parecen confiar en que todavía tienen por delante otro ensayo más, aun cuando lo vayan a realizar pocas horas antes de la primera presentación. Por lo pronto, la sesión del miércoles termina ya pasada la una de la tarde. El cansancio se advierte, aunque también el buen ánimo, en no pocos de los músicos que comienzan a guardar sus instrumentos.
Siete horas más tarde, en el Santuario de Guadalupe una de las atrilistas con mayor recorrido en la OFJ comenta el agobiante tren de trabajo al que, según ella, han estado sometidos los músicos de la orquesta, con conciertos sobrecargados o extenuantes como el de esta semana y también el de la anterior (cuando, entre otras cosas, se tocó el Concierto para viola y orquesta de Bela Bartók y el monumental poema sinfónico Una vida de héroe de Richard Strauss), diciendo algo así como que Castillo le carga la mano a los músicos, pero pasando por alto que en todo caso el director también se carga la mano a sí mismo. Uno de los presentes en el templo del Santuario, quien no oculta su agrado por el buen momento por el que pasa la OFJ, interviene manifestando su satisfacción porque la sinfónica de la comarca ya no esté programando caballos de batalla a destajo y se atreva con obras de gran calado y alta exigencia como la Quinta sinfonía de Bruckner o la Novena de Mahler.
Molida doble
A las 9:25 de la mañana del jueves 15 de junio, una fila de personas entra por la puerta principal del Degollado. Van al último ensayo (el ensayo general) del concierto que esa misma noche presentará la OFJ, cuyos integrantes, así como su director y la solista, este día tienen molida doble, tal y como se acostumbra decir en las tortillerías los sábados a mediodía. Toda la parte posterior de la fresca luneta ya está ocupada por varias decenas de colegiales con uniforme en azul turquesa y quienes, guiados por algunos de sus mentores, sobre todo mentoras, no ocultan su emoción al contemplar el atractivo arquitectónico y pictórico del interior del teatro; para muchos de ellos, así como semanas atrás acaba de ocurrir con el confeso pugilista jalisciense Saúl el Canelo Álvarez, se trata de su primera incursión en el Degollado. Y desde luego que para aquella explosión demográfica de adolescentes tampoco pasa inadvertido el casi centenar de músicos que, a la distancia, afinan sus instrumentos frente a ellos.
Pocos minutos después, desde la orilla del escenario la concertino revisa la afinación de todas las secciones de la orquesta. Cuando apenas se ha hecho silencio entra el director y, luego de saludar de mano a la primera violinista de la orquesta y hacer lo propio con el resto de los músicos, alzando para ello amistosamente la diestra, ocupa su lugar en el podio y hace un movimiento con ambos brazos para para comenzar el último repaso de la Novena sinfonía de Mahler, la cual, a diferencia de los días previos, ahora se repasa casi de corrido. En términos generales José Luis Castillo parece conforme con la interpretación, pues son pocas las interrupciones que hace para pulir determinado pasaje. Los adolescentes que colman la mitad del teatro y que habían permanecido arrobados y en un sorprendente silencio durante la sobrada hora y media que duró la primera parte del ensayo, aplauden espontáneamente tan pronto como el director baja los brazos luego de haberlos mantenido suspendidos todavía durante varios segundos después del pianissimo con el que termina la obra. Castillo agradece el aplauso haciendo una inclinación, dirigiéndose hacia la parte posterior de la sala, al tiempo que los músicos de la orquesta sonríen antes de incorporarse e ir a tomar su descanso reglamentario.
El cronista aprovecha el receso para retirarse del teatro e ir a atender algunos pendientes impostergables, de modo que en esta ocasión no se puede quedar a la segunda parte del ensayo, el ensayo postrero.
Pero horas más tarde, cuando todavía no dan las ocho de la noche, treinta y tantos minutos antes de la hora señalada para el concierto, quien esto escribe ya se encuentra de nuevo en el pórtico del Degollado, tomándose una cerveza a las afueras de la repleta fuente de sodas anexa al teatro, en compañía de una amiga melómana y, como él, igualmente atosigada por el calor. Luego de ver muchas caras conocidas y de saludar a varios amigos mientras avanza la fila para entrar al teatro, ya se siente el frescor que viene del interior del resplandeciente inmueble. La mayoría de la concurrencia viste de manera formal, aun cuando no falta quienes parecen haberse equivocado de lugar, entre ellos un fulano que, muy campante porta una camiseta de las Chivas.
Una vez instalado en el asiento 8 de la fila P, entre la amiga acalorada y una sonriente chica veinteañera de nombre Cecilia, que viste blusa blanca y shorts en color beige y quien, de manera curiosa y sorpresiva, confunde con un «chamán de Chapala» al cronista, este atestigua cómo el escenario se va poblando de músicos y la sala, de una copiosa asistencia. Luego de aceptar su confusión chamánica con más gracia que culpa, la simpática Cecilia, quien se presenta como «chilanga y regiomontana», dice haber venido a Guadalajara con una agrupación teatral que para la siguiente semana tendrá varias presentaciones en el Auditorio Pedro Arrupe del ITESO.
Antes de que se dé la tercera llamada y de que las luces de la sala se apaguen, el lleno ya es completo, con rostros sonrientes a destajo, de seguro por la gratísima temperatura que envuelve a la nutrida asistencia, y también por las expectativas de un concierto muy promisorio, aunque ciertamente sobrecargado.
Orquesta y director —todos vestidos para la ocasión, de negro riguroso— abren la velada interpretando con solvencia las alegres Tres danzas indígenas jaliscienses, de José Rolón, y son recompensados con un aplauso que pronto se disuelve. Más nutrido es el que recibe a su llegada la pianista Daniela Liebman, quien viste un entallado traje de noche también en negro. La versión del Concierto para piano y orquesta no. 22 de Mozart que logran la jovencísima solista, José Luis Castillo y la OFJ es buena o por lo menos algo más que aceptable, aun cuando, según el dictamen posterior de algunos de los asistentes, a ratos el volumen de la orquesta casi aplastaba al del piano y el estilo clásico de la obra casi se diluyó con un abordaje que más bien parecía de corte romántico. De cualquier forma, la solista fue premiada con abundantes aplausos y bravos que, aun cuando la hicieron regresar en tres ocasiones al escenario, ella no correspondió con ningún encore, bis o propina musical. Y ello tal vez porque a la velada todavía le queda mucha cuerda, pues cuando ya son las 9:41 pm, aún falta, para después del intermedio, el plato fuerte de la noche: una sinfonía colosal de alrededor de hora y media de duración.
Lo demás es silencio
Por principio de cuentas, la versión que José Luis Castillo y la OFJ ofrecieron de la Novena sinfonía de Gustav Mahler superó las expectativas hasta de los asistentes más escépticos, quienes dudaban que el director y sobre todo la orquesta pudieran salir indemnes de tamaña empresa. Pero aun para sorpresa de los más pesimistas, lo trabajado en las cuatro sesiones de ensayos rindió buenos frutos, pues durante ochenta y ocho minutos orquesta y director le hicieron justicia al compositor, dado que el suyo no fue un Mahler de brocha gorda, en la medida en que no sólo consiguieron interpretar más que correctamente los cuatro extensos movimientos de la obra, sino que cada uno de esos movimientos tuvo sentido de manera individual y como parte de un conjunto mayor, logrando expresar lo que está oculto más allá de las notas. Y lo que está contenido en esa masterpiece es nada menos que una cosmovisión, una visión estética del mundo. Ahora bien, ¿se trata, como pareciera, de una visión triste, pesimista, sombría de la existencia? Sí y no.
A lo largo de la obra, particularmente en los movimientos ralentizados de los extremos (el primero y el cuarto) el compositor alude persuasivamente a lo efímero de la existencia, a la naturaleza transitoria de las cosas, sobre todo de las cosas más queridas, e igualmente a la certeza de que en algún momento, más temprano que tarde, habrá que decir adiós a todo, es decir, no sólo habrá que despedirse, sino tal vez también llorar «la hermosa vida», como dice el verso postrero de un célebre poema de Jaime Sabines. Mahler escribió en una de las páginas finales de la partitura la interjección por excelencia para las despedidas, «Auf Wierdersehen» («Adiós») y con ello, a comienzos de 1910, vino a reiterar, o a decir de otra manera lo mismo, aquello que el compositor ya había hecho un año antes en «Der Abschied» («Despedida»), la sexta y última de las canciones de Das Lied von der Erde (La canción de la tierra), obra para gran orquesta y dos cantantes solistas, concebida cuando Mahler ya se sabía tocado de muerte, a causa de un grave e incurable padecimiento cardiaco.
En el otoño de 1979, durante un ensayo de la Novena sinfonía mahleriana con la Filarmónica de Berlín, Leonard Bernstein les dijo a los músicos de la famosa orquesta de su antípoda Herbert von Karajan que la obra que estaban preparando era «una descripción del final de la vida, la más enfática que conozco». Posteriormente, el compositor y director de orquesta estadounidense no sólo ampliaría esta misma idea (insistiendo en que Mahler había plasmado en ella «una visión de la inminencia de su propia muerte»), sino que fue aún más allá al decir que era también una suerte de adiós a la era de la música tonal, lo que, según el mismo Bernstein, para Mahler equivalía casi, casi a un ocaso civilizatorio, en la medida en que «la muerte de la tonalidad significaba para él la muerte misma de la música, o al menos de la música que había conocido y amado».
Todo ello pasa por la mente de quien esto escribe mientras escucha a los músicos de la OFJ que tocan, como si fueran un solo individuo, siguiendo la pauta que José Luis Castillo marca con manos, brazos, movimientos de cabeza y cintura, gestos faciales y la humanidad toda del director nacido en Valencia hace poco más de medio siglo, formado en varios de los principales centros musicales de Europa y quien trabaja en nuestro país desde hace veintitantos años.
Y mientras la sinfonía transcurre, como la vida, el afortunado cronista tiene un sentimiento de gratitud al poder escuchar por primera vez en una sala de conciertos una obra que adora desde hace décadas y en la que cada vez sigue encontrando algo indescifrable («un no sé qué», diría el lugar común) y la cual hasta entonces sólo había oído, aunque infinidad de veces, en decenas y decenas de grabaciones, algunas de ellas definitivamente magistrales (dirigidas por maestros de distintas generaciones como Klemperer, Walter, Rosbaud, Scherchen, Horenstein, Mitrópoulos, Anerl, Barbirolli, Kubelik, Kondrashin, Giulini, Karajan, Szell, Solti, Tennstedt, Bernstein, Neumann, Svetlánov, Haitink, Sanderling, Maazel, Boulez, Abbado, Ozawa, Sinopoli, Barenboim, Inbal, Chailly, Eschenbach, Waart, Zinman, Rattle, Järvi, Chung, Guérguiyer, Saraste, Jordan, Harding, Chin, Mäkelä…) y también en DVD con varios de los mencionados.
También pasa por la mente del cronista, justo en los primeros compases del hermosísimo «Adagio» final e instantes después de que cesaran los aplausos de una parte del público que no pudo contenerse al concluir el agitado penúltimo movimiento («Rondo-Burleske»), que tanto él como la persona que lo acompaña esa noche ocupan los lugares del recién fallecido doctor Ernesto Gómez Limón y de Carmina Toledo, esposa que fuera del médico tan querido. Recuerda asimismo cómo en el velatorio del amigo recibió en obsequio ese par de boletos de manos de quien apenas tenía unas horas de viuda y cómo la persona que esto escribe, a su vez, regaló a una pareja de amigos los boletos que ya había comprado desde dos semanas atrás.
La belleza crepuscular del movimiento y de toda la sinfonía parece conducir, de una forma tan hermosa como persuasiva, hacia la aceptación resignada de que en esta vida nada es para siempre. Y, cual si fuese una vela que va consumiendo su pabilo restante, para irse apagando poco a poco, el sonido de la orquesta se va desvaneciendo lentamente como buscando el silencio absoluto (¿el silencio de la muerte?, de ser así, estaríamos ante lo que Petrarca llamó un bel morir, un bello morir), silencio que llega después del doble pianissimo del último compás. Y mientras Castillo mantiene aún suspendidos los abrazos, durante ocho o diez segundos, antes de bajarlos y recibir una prolongada lluvia de aplausos y de bravos desde distintos puntos de la sala, a la mente del cronista vienen las últimas cuatro palabras pronunciadas por el moribundo príncipe Hamlet: The rest is silence.
Luego de más de cuatro minutos de aplausos, cuando el reloj marca casi las once y media de la noche (las 11:26 pm para ser precisos), se encienden las luces de la sala, parte del público todavía sigue aplaudiendo, varios músicos de la OFJ se abrazan y se felicitan entre sí, poniendo fin a uno de los conciertos más extensos y también más conmovedores a los que el cronista haya asistido en el Teatro Degollado, ocasión en la que por momentos se pudo expresar lo que habitualmente es inexpresable. Y lo demás, en efecto, como diría el gran William, es silencio.
