Alan Mathison Turing, elocuente tartamudo, esquivo, engreído y ensimismado, sensible y frágil, tibio rebelde que nunca quiebra las normas del sistema, visionario matemático que suele ajustarse los pantalones con una corbata raída en lugar de cinturón. Turing, una de las mentes más brillantes en la historia del Reino Unido, muerde en este instante una manzana envenenada, ¿por él mismo?, con cianuro de potasio.
A partir de sus propias vivencias, Turing se ha convencido de la extraviada fijación que la humanidad tiene por lo inhumano. Como acorralado en el libreto de una tragedia de Sófocles o de Esquilo, Turing ha saboreado y padecido distintas caras de lo inhumano: se encuentra bastante cómodo entre máquinas, como si él mismo fuera uno de esos autómatas del siglo xviii que tan bien conoce. [Esta gran antigualla es hoy una novedad / y la exhibo a la entrada del espectáculo. / Quiero decirle por qué sorprende mi Autómata: / hay un robot / es una maquinaria vagamente humanoide; / más bien parece / computador o cualquier trasto electrónico. / En cambio mi Autómata / es un espectro ambiguo / como un muñeco de cera: José Emilio Pacheco]. Solitario en talleres que han sido paraísos de la electrónica o en laboratorios exentos de ventanas, sin apenas interés por estrechar una mano, también ha experimentado la falta de humanidad de quienes mejor parecen conocerlo. Es decir, ha resistido la ausencia de «compasión por las desgracias de los semejantes», tal como el diccionario pretende que se comporten los humanos. Porque si lo humano es el promedio de los atributos de la humanidad, un supuesto balance, un hipotético centro, entonces —deduce Turing— toda su vida se ha desenvuelto en un punto excéntrico, vecino a los límites de lo humano: una capacidad de razonamiento sobrehumano, que le ha permitido imaginar lo inimaginable; una tolerancia al trato más inhumano, que lo ha llevado a consentir la condena de castración química que le ha impuesto el gobierno británico. ¿Qué nos hace humanos?, se ha preguntado Turing quién sabe desde cuándo. ¿El lenguaje para cavilar sobre nuestro propio devenir? ¿El enorme tamaño de nuestro cerebro, las improbables fibras que conectan sus dos hemisferios? ¿La menospreciada capacidad de planificar el destino, el inconmensurable pensamiento abstracto? ¿El miedo, los rumores, las mentiras, el sentimiento de moralidad? ¿El goce estético, la poesía? ¿La memoria acumulada? ¿La fabricación de ciertos artefactos, la tendencia a ciertos artilugios, el empleo de ciertas artimañas? ¿El invencible miedo a la soledad absoluta?
¿La posibilidad de plantearnos preguntas y la seguridad de que algunas de ellas no tienen respuesta? Turing ha tenido suficiente tiempo para intuir que la atribulada primera mitad del siglo xx ha sido una pregunta infinita, una testaruda voluntad por cuestionarlo todo. No ha sido la infértil sensación de certeza, sino el generoso sentimiento de incertidumbre, lo que ha originado el caldo de cultivo para la teoría de la relatividad de Einstein y para la teoría cuántica de Bohr, Heisenberg, Schrödinger y otros sujetos igualmente insólitos; para el hallazgo de Plutón por Tombaugh, para la teoría del origen del Universo de Lemaître y de Hubble, para la formalización del psicoanálisis de Freud, para el descubrimiento de las reacciones nucleares por Rutherford, para empezar a llenar el cielo de aviones y las calles de automóviles; días para dudar de la existencia de Dios ante el exterminio provocado por la pandemia de la gripe española. De todo ello Turing está más o menos enterado, pero no se ha dejado distraer. Siempre ha confiado en la engañosa modestia de la matemática, en la aparente inutilidad de su atractiva pureza. Por eso ha estudiado en el King’s College de Cambridge, sin abandonar su patria de nacimiento. Por eso ha estudiado otra vez en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, al otro lado del océano. Veinte años de trabajo han producido su pequeña revolución en el mundo matemático: Turing se ha imaginado una computadora antes de que sea posible fabricarla. Mejor aún, la ha construido en su mente con todo rigor y exactitud, anticipando su potencial, calculando sus límites. El inicio quizás haya sido aquella pregunta que lanzó el influyente colega Hilbert: «¿Existe algún procedimiento mecánico capaz de resolver todos los problemas de las matemáticas?». Lo que Turing entendió fue: ¿Hasta una máquina podría resolver cualquier discusión matemática? Y después ha actuado en consecuencia: «No me interesa desarrollar un cerebro poderoso. Tan sólo basta con un cerebro mediocre, algo así como el del presidente de la Compañía Americana de Telefonía y Telegrafía», ha dicho como para alarmar a las autoridades universitarias que financiaron sus investigaciones sobre inteligencia artificial. Deslumbrado por el trabajo del musulmán Abu Ja’Far Mohammed ibn Mûsâ al-Khowârizm, partero de los algorismos que Turing ha sabido formalizar en el concepto moderno de algoritmo, aquel procedimiento sistemático para resolver un problema. Magnetizado por aquellas rudimentarias máquinas del francés Pascal y del alemán Leibniz, sistemas de engranajes, ruedas dentadas, ejes y otros portentos mecánicos preparados para resolver operaciones aritméticas básicas de hasta ocho cifras. Hipnotizado por la obra del inglés Babbage, viajero pertinaz, filósofo como todos y matemático como pocos, inventor —«No es una definición equivocada describir a un hombre como un animal que hace herramientas», y como evidencia fabricó los primeros autómatas dotados de cierta capacidad analítica—; detrás y delante suyo esa colaboradora quimérica: Ada Augusta Byron, hija de la baronesa de Wentworth y de Lord Byron, precursora entre las mujeres trabajadoras del siglo xix, exquisita analista, la primera persona en detallar el proceso completo de esa actividad que ahora parece insignificante: la programación de computadoras («Quien programa una computadora no tiene más que una ligerísima noción de la tarea que ha pedido a la computadora»).
Hacia 1936, Turing era el desconocido autor de un texto absolutamente innovador sobre los números computables. Original hasta el grado de que prácticamente nadie lo entendió. En aquellas páginas —algo así como un manual de instrucciones para el futuro— nació la primera computadora teórica. En aquellas páginas Turing cometió la herejía de enlazar las matemáticas puras con las matemáticas aplicadas. Y en aquellas páginas Turing demostró que la matemática es incompleta, que su naturaleza está libre de la existencia de un algoritmo —de un procedimiento automático infalible— que funcione para resolver cualquier cuestión matemática. [Hay enunciados. / Hay enunciados que son verdaderos. / Hay enunciados que no son verdaderos. / Hay enunciados en los que no se puede decidir si son verdaderos o falsos. / Hay enunciados en los que no se puede decidir / si el enunciado que no se puede decidir si es verdadero o no, / es verdadero o no, / etc.: Hans Magnus Enzensberger]. Y, sin embargo, la gran fama no ha llegado. Apenas una sensación de serenidad para combatir la melancolía que le ha dejado la muerte de Christopher, compañero de escuela, a los quince años de edad. Ambos seducidos por las ciencias y la matemática, Turing enamorado de Christopher, pero siempre a la distancia y desde el silencio. [No digas nada: / cuando quieras hablar, quédate mudo, / que un silencio sin fin sea tu escudo / y al mismo tiempo tu perfecta espada: Francisco Luis Bernárdez]. Un día Christopher bebió leche contaminada. Enfermó de tuberculosis bovina. Murió. Colosal miseria para Turing, que no atinó a hacer otra cosa que refugiarse hasta lo más oscuro de la matemática. [Ahora no precisamos estrellas; apaguen cada una de ellas, / Empaquen la Luna y desmantelen el Sol, / Desagüen el océano y talen los bosques; / Desde ahora en delante de nada servirán: W. H. Auden]. También se ha distraído con el vértigo de correr rutinariamente en el campo. Correr veinte, treinta, hasta cincuenta kilómetros en una sola jornada, ermitaño entre árboles altísimos. Correr para pensar, moviendo los labios suavemente como quien se repite un mantra. [Pain is inevitable. Suffering is optional]. Su única distracción del trabajo. Y el cine, ocasionalmente. En la primavera de
1938, Turing se sentó en una butaca a la orilla de la penúltima fila de una sala de cine donde proyectaban una película en la que no actuaba ni siquiera un solo ser humano. Un millón de dólares se había gastado un hombre de apellido Disney para completar su experimento: animar unos dibujos como autómatas infantilizados, actuando al ritmo que los hermanos Grimm habían dispuesto, a partir de leyendas europeas. «Blancanieves y los 7 enanitos es la mejor película jamás hecha», dijeron Clark Gable y Charles Chaplin con disimulada angustia cuando se dieron cuenta de que el porvenir de los actores estaba en peligro. Una salida de emergencia, dijo Turing con disimulada angustia cuando en la pantalla apareció la malvada reina sumergiendo una manzana en una pócima envenenada.
Durante la Segunda Guerra Mundial los estadounidenses tuvieron su Proyecto Manhattan con sus Fermi, Teller, Feynman, Bethe, sus dos Oppenheimer y otros ciento treinta mil científicos inigualables, sus laboratorios secretos en el desierto de Nuevo México, sus mil millones de dólares para gastar y su carnicería nuclear como requisito para vencer al enemigo. Así que el viejo reino británico no habría querido ser menos que su antigua colonia: diez mil personas en el proyecto ultrasecreto en Bletchley Park, tratando de descifrar el funcionamiento de unos aparatos electromecánicos que usaban las tropas del ejército alemán para enviarse mensajes codificados. Allá en una oficina, Turing, ante la oportunidad de pasar de la teoría a la práctica, menos patriota que curioso. Iluminado y aburrido en dosis equivalentes, imaginó otro prodigioso artificio: Colossus, la primera computadora programable. Maquinaria de potencia inédita, construida a partir del análisis sobre los números computables. Poco a poco fueron interpretados correctamente los mensajes enemigos al ejército de Turing; aparecieron coordenadas exactas de submarinos y fechas de ataques que ya jamás ocurrieron. Fue un reto al ingenio de Turing lo que permitió a los ingleses situarse del lado de los ganadores. Una estrategia de guerra, pero también un ejercicio de avanzadísimas matemáticas. Sin esperar medalla, regresó a Cambridge con más preguntas en la cabeza: ¿es posible que las máquinas aprendan por sí solas hasta superar la inteligencia de su programador? ¿Puede una máquina adquirir cualidades humanas? ¿De qué manera se distingue la inteligencia humana de la inteligencia de una máquina? Se mudó a Manchester para perseguir respuestas en la Máquina Digital Automática de Manchester. Fue madam la primera computadora electrónica con un programa almacenado. La ejecución de las máquinas teóricas de Turing, que trabajó con madam todo el día y todas las horas y la mimó con un esmero muy cercano al amor. madam le correspondió jugando por largas horas ajedrez con él, escribiendo cartas cariñosas para él.
A mitad del siglo, Turing era el venerado autor de un nuevo texto absolutamente innovador, toda una defensa de la posible humanidad contenida en las inhumanas computadoras, un sustento de su capacidad para pensar por sí mismas. Postuló que para saber si una máquina era inteligente había que ponerla a conversar con alguien que no consiguiera distinguir que su interlocutor fuera una máquina. ¿No es así, por imitación, que la humanidad actúa cotidianamente? ¿Cuál es la razón por la que tendríamos que relacionarnos de una manera diferente con una computadora? En el texto de Turing se hallan las coordenadas para el desarrollo de la cibernética.
Entre oficios singulares, el único distractor han sido los jóvenes estudiantes de la Universidad de Manchester, a quienes Turing siempre ha observado, a quienes frecuentemente ha perseguido, a quienes a veces ha acechado. Como quien se deja caer en un tobogán, ha pasado de uno a otro hasta quedarse una temporada breve con Neville. ¿Una versión actualizada de Christopher? Pero la historia terminó con el principio de una relación constante con Arnold. Una tarde ordinaria, Turing ha notado la desaparición de una brújula que guardaba en casa. Y algunas camisas, cierto par de zapatos y unos cuchillos de plata. Arnold y un cómplice lo han robado. Un acto del todo inhumano, ha declarado Turing en la oficina de policía. El inspector en turno lo ha interrogado y Turing ha hablado. No ha sido difícil sacar conclusiones sobre el romance con Arnold. [Réprobo y solo, me sentencio / a la mayor tortura: / a no pedir perdón por mi locura / y a morir en murallas de silencio: Enrique González Martínez]. El hombre que ha hecho posible la creación de imposibles máquinas no ha sido capaz de calcular las consecuencias de sus actos más triviales. A Turing lo han acusado formalmente de «Grave Indecencia Contraria a la Sección 11 de la Enmienda a la Ley de Derecho Penal de 1885». En el Reino Unido la homosexualidad es ilegal en 1952 (y todavía lo será por quince años más). Cualquier semejanza con la historia de Wilde y Lord Douglas debe atribuirse al desinterés de Turing por la literatura. Ningún miembro del gobierno británico al que Turing ha llenado de gloria militar durante la guerra lo ha ayudado. No ha tenido amigos para compartir el dolor, ni tampoco el consuelo de su familia: su hermano se ha puesto en su contra, porque el comportamiento de Turing es repugnante y desconsiderado con los otros. Dos opciones para Turing, igualmente faltas de humanidad: la cárcel, deshonra pública, abandono de los laboratorios; un tratamiento hormonal dirigido a matar su libido, deshonra interior, voluntaria simulación de normalidad. Turing ha elegido no distanciarse de los laboratorios de investigación, aunque eso haya implicado la ingesta prolongada de una serie de compuestos químicos que han fulminado su condición atlética y lo han dejado impotente.
Turing ha buscado nuevamente refugio en su trabajo, pasando con extraña naturalidad de las máquinas a los organismos y viceversa, rastreando la matemática agazapada en los patrones según los cuales todo ser vivo evoluciona. Ha husmeado en los orígenes de la pigmentación de la piel y del pelo, en la asimetría de los vertebrados, en las ramificaciones del sistema circulatorio y del respiratorio. Turing se ha anticipado otra vez —pero no hay manera de que esto lo sepa: vendrán las computadoras, vendrá el descubrimiento de la estructura del adn y la descripción del comportamiento de los fractales. Le ha bastado con afirmar que la materia no hace otra cosa que obedecer leyes físicas. Pero nada ha sido suficiente para recuperar la serenidad y otra vez combatir la melancolía. [Sucede que me canso de ser hombre. / Sucede que entro en las sastrerías y en los cines / marchito, impenetrable como un cisne de fieltro / navegando en un agua de origen y ceniza: Pablo Neruda]. Por eso ha ensayado otras lecturas: el cianuro es un compuesto químico con sutil olor a almendras que no todas las personas logran detectar, ha leído Turing. Habitante antiquísimo de la Tierra, existen algas que producen cianuro de manera natural, lo mismo que algunos hongos y bacterias. Y también plantas, que lo aprovechan como mecanismo de defensa en contra de animales herbívoros. Hay ínfimas porciones de cianuro en nueces y castañas, en el agua potable y en la mayor parte de los materiales sintéticos de este mundo cada vez más artificial. Una fracción de la humanidad murió a causa del cianuro en minas, persiguiendo para otros la riqueza; una fracción de la humanidad murió debido al cianuro rociado en las cámaras de gas de los nazis. Pero el cianuro de potasio es otra historia: un cristal blancuzco de textura sólida que a simple vista puede confundirse con azúcar. Los joyeros se valen de sus características químicas para engalanar el brillo del oro. Los entomólogos —y esto es lo único relevante para Turing— se valen del cianuro de potasio para matar al instante, pero sin daño alguno en los exoesqueletos de esos insectos que conservan en el interior de un frasco. Curiosa combinación de recuerdos en la mente de Turing: la imagen de esa manzana, mitad roja mitad verde, infectada por aquella reina bruja de un cuento tramposamente infantil, y la imagen de un insecto cualquiera, entre las más de un millón de especies conocidas o entre los treinta millones de especies que aún nadie ha explicado y todavía esperan al científico que las habrá de descubrir, resignado a suspender la respiración ante los ojos de su verdugo. Dos imágenes distintas, pero igualmente inhumanas.
Alan Mathison Turing muerde en este instante una manzana que antes ha bañado cuidadosamente con cianuro de potasio, a dos semanas de cumplir cuarenta y dos años de edad, en un gesto casi humano. (Esta máquina es capaz de apagarse a sí misma para siempre). Turing lo ha pensado —podría decirse que lo ha planeado— durante tantos, tantísimos años, así que se trata de la verificación de una ceremonia muchas veces repetida, apenas el cumplimiento de un algoritmo muchas veces corregido. ¿De dónde ha sacado el cianuro? Más sencillo hubiera sido conseguir una pistola. Sin embargo, Turing jamás se ha interesado en los procederes convencionales y eso lo ha relegado al olvido. Pero el imprevisible Hardy ha escrito: «La fama matemática, si se tiene el dinero en efectivo para invertir en ella, es una de las más razonables y seguras de las inversiones», según recuerda Turing, o cree recordar, exactamente al mismo tiempo que el cianuro comienza a impedir que el oxígeno se una a los glóbulos rojos de la sangre que recorre su organismo. Le falta el aliento, su pecho convulsiona, se precipita la respiración. Y alegre, vanamente, intenta apurar otra mordida que aquella manzana nunca recibirá.