(Tacna, 1952). Una de sus publicaciones más recientes es la novela Toda la culpa la tiene Mario (Planeta, 2016).
Un edificio con vidrios verdes y mayólica en la fachada en lugar de pintura ha sido construido donde antes vivía el que fue mi enamorado. Uno a medio hacer en la esquina donde los muchachos se reunían a esperarnos a la salida del colegio. La casa vecina a la de mis padres se desmorona a vista y paciencia de todos. Las casas de los tíos, la tía abuela, el consultorio del doctor amigo de toda la vida, ahora son restaurantes, galerías comerciales, hoteles de dos estrellas, academias preuniversitarias, fotocopiadoras. Los hermosos callejones, tantas veces cantados por los vates tacneños, urbanizaciones o condominios que imitan los modernos barrios de San Borja o Surco.
Las estrechas calles del centro con sus pequeñas casas de techo mojinete sólo dan mal aspecto, al decir de un alcalde que propuso botarlas todas. Queremos una ciudad moderna, pujante, una que progrese y no se quede en el pasado, declaró.
La ciudad en la que viví se extingue y no hay nada que hacer.
Las ciudades son seres vivos. Nacen, crecen, se desarrollan y mueren. Como yo, como todos.
Camino mirando la vereda. Me conformo con mis recuerdos y llego al olor conocido, un silencio familiar. Abro los ojos y ahí está, «casa moarri». El mismo letrero, aunque le falten la a y una r. La luz opaca de los antiguos fluorescentes ilumina la vidriera que exhibe camisas Arrow, piezas de tela «Polystel, siempre joven aunque pasen los años». Y él, el dueño, detrás del mostrador lee el periódico. Mira la calle, me reconoce. No espera a ningún cliente; sólo a los dos o tres viejos amigos para el ritual de las once de la mañana, la gaseosa y la empanada en verano; el café y la empanada en invierno. Antes nos juntábamos más de diez, dice; quedamos tres, rezo para no ser el último en irme. Sonríe. Sonrío. Como si afuera todo siguiera igual, como si estuviera acompañando a mi madre cuando compraba calcetines para mi padre, ropa interior de algodón para mí y mis hermanas, dos metros de popelina doble ancho. ¿Le quedan pijamas de franela como los que llevé el invierno pasado? No quedó ninguno, pero he hecho un nuevo pedido que debe estar llegando mañana o pasado. Venga la próxima semana.
Ya no hay próxima semana, sólo el alivio de verlo detrás del mostrador cada año que pasa; el miedo de que no esté al próximo año <