Era el tiempo en que el mundo no había cubierto nuestros ojos con su
[bruma,
y los frutos del reino estaban al alcance de estas manos
cuya línea del corazón aún no era la herida;
era un jardín secreto que para nosotros era un bosque,
y era también el sol de los veranos reflejándose en nuestros gritos de
[alegría,
en nuestras rondas eternas y veloces como abandono al giro de la
[Tierra.
Era un asomarse a la fontana en medio del jardín,
y mirar el deshacerse de un rostro puro en la confusión de las aguas;
era abandonar el rostro y perseguir a quien lanzó el guijarro como un
[naciente deseo
de caos y ya no ver,
al fondo de la claridad,
la reverberación de un astro mínimo llamándonos.
Era el conjurar con un soplo a los invertebrados monstruos,
su amenaza de aguijones,
su húmedo arrastrarse y los innumerables ojos observándonos;
era exorcizar la emanación de las hierbas venenosas
y el hambre de las aves que devoraban nuestros caminos de pan
con sortilegios que sólo nosotros conocíamos,
porque los habíamos aprendido al oír entre las grietas de los árboles.
Y era la habitación de la casa natal donde el silencio de una pequeña
[lámpara
en la mesa de noche,
alejaba la penumbra del sueño;
el recinto donde yo escondía el cofre en que guardaba los minúsculos tesoros,
el reloj de arena,
los mapas de los países fantásticos,
el prisma con que era
[observado el cielo…
La estancia donde levanté castillos y pequeñas casas con precarios
[andamiajes,
e iluminé con tinta aurífica los trazos del cuaderno secreto.
En donde mirábamos fugarse, a través de la ventana,
y en la víspera de aquellas noches de magias y prodigios
(inicial misterio para abrir el corazón a otros misterios),
esferas y cometas llevando en su cauda nuestros mensajes para el
[infinito.
Pero también, en esa casa del bautismo,
eran los murmullos tras la puerta al final del corredor,
los llantos en medio de la noche,
y sobre todo aquel sesgo en el mirar de los otros,
los nacidos en la misma entraña,
en el cual se iban fraguando los juicios que buscarían condenarme,
y los primeros quiebres de un odio que venía de lejos,
de voluntades ya sin nombre consumidas en el dolor de antiguas
[derrotas.
El duelo, el llanto, el murmurar un magma cuyas causas y furias habían
[traspasado las eras
para urdir,
silenciosa y obstinadamente, como una araña inmortal y mortífera,
un hilar que se fue ovillando hasta perder su trama y ser una espesura,
la mortaja que por siempre debería confinar a los marcados por su viejo
[sino.
Y para cumplir la venganza de esta ira,
su urdimbre me fue impuesta como una fatalidad,
pues al igual que a sus hijos,
tenía que demoler mi resistencia y convertirse en el fundamento de mis
[actos.
Faltaban muchos años para que yo pudiese deshilarla y cortar de tajo su
[espesor.
Pero también me pertenecía aquel reino en el que alguna vez la
[blancura de un rosal
se desprendió de su más bella flor espirilada
como una ofrenda concedida a mi contemplación.
Pero también era para mí la piedra de la suerte que hallé en su
[escondite de hojas secas,
y en la cual los reflejos del sol eran señales que auspiciaban
la cercanía a la casa abandonada hacía tiempo;
también era para mí el sosiego en el murmullo nocturno de los grillos
[guardianes,
la casa de madera esperándonos en la hondura de ese bosque nuestro
para protegernos de la lluvia y toda vastedad que nos pareciera temible.
Entrar a su paisaje enrarecido en que sólo yo pude columbrar a un ser
[de transparencia
cumpliendo sus relieves al ser delineado por el destello del sol en el
[polvo,
y que me observaba con devastadora tristeza.
Entrar, y refugiarse de la noche persiguiéndonos,
y alumbrar la estancia con luciérnagas que habíamos logrado capturar
[en nuestras redes.
En ocasiones, sin que nadie me viese,
me guardaba en esa vieja casa de un maligno serpentear augurándome la
[turbación de la noche,
y cuya angustia se cumplía inevitablemente en el sueño,
y que solía despertarme con un golpe en el pecho,
aunque nadie estuviera en mi habitación.
También, me escondía de las voces al fondo del pasillo y de la ira
[incomprensible
que me ahogaba en la casa natal.
Otras veces me oculté de las trampas tendidas por las pequeñas
[sombras de los otros,
los iguales,
sombras comenzando a urdirse, como la propia,
en la costumbre irrebatible de toda ruindad añeja,
sombras como incipientes crueldades,
aquellas minúsculas erinias encarnándose en nuestras blandas materias,
y forjando la raíz del daño.
Imposible detenerlas,
a cada gesto de su herida avanzaba su maduración sin que nos diésemos
[cuenta,
al igual que las hiedras del jardín extendiéndose por ese espacio que,
tampoco lo sabíamos,
sería nuestro único y verdadero reino.
Así, dentro de esa estancia, transcurrían algunas tardes
hasta escuchar el toque de ànimes con que solían llamarnos de regreso a
[casa,
mientras miraba largamente caer la arena del reloj,
y esperaba el astro del crepúsculo para medir con mi cristal su distancia
[a mi corazón.
Y de nuevo encerrarme en el ahogo y el combate con las sombras que
[mi lámpara custodia
no podía exorcizar;
entonces aguardaba la estrella salvadora del Alba cuya luz, en ocasiones,
era el resplandor en el ensueño que emanaba de una Ciudad de Oro en
[las alturas,
o del caer de la arena aurífera en la casa del bosque.
Sin embargo llegó el día en que un extraño y profundo abandono vino
[con el Alba
(aunque también recordar que esa primera luz otorgó una
[incandescencia a la rosa
concedida en el jardín
y que desde entonces velaba mi sueño),
el día en que las aguas de la fuente comenzaron a ser un estancamiento,
y la línea en nuestras manos la hendidura.
El caos ya no fue la pequeña roca lanzada en ese aljibe,
sino la sombra creciendo a nuestra espalda.
(Muy pronto caería la ciudad celeste como un túmulo sobre la tierra; comenzaría nuestro largo retorno hacia el cauterio…).
Como último conjuro,
quise relumbrar la amada casa de la hondura para habitarla por
[siempre,
y enterré en su espacio el reloj deseando que su arena fuese el oro que
[iluminare mi refugio,
no sin antes haber roto alguna de sus cápsulas para guardarme un
[puñado de ese polvo.
Sin embargo los insectos y la hiedra horadaron el jardín y la casa
[abandonada hasta el
derrumbe
(jamás encontraría el reloj de arena en los
escombros),
y el toque de ànimes no fue más la llamada a la que creía era la casa de
[la infancia
(me restaban muchos años para darme cuenta que nunca
[lo fue),
sino un largo,
triste
doblar del campanario.