para Patricia Esteban Erlés
Mariquita Pérez, Polilla, Nikito, Maricris, Loretín…
Mientras escucha la interminable retahíla de ridículos nombres, Pablo trata inútilmente de reprimir la angustia que siempre le han provocado las muñecas antiguas.
Ajena a su sufrimiento, Marta no se contenta con ir señalándolas mientras recita sus nombres, sino que toma de las estanterías algunos ejemplares selectos y se los va pasando para que pueda apreciarlos mejor.
Pablo casi no se atreve a tocarlos. Su piel brillante, sus mofletes sonrosados, el tacto casi natural de sus cabellos, sus bocas pintadas… Los ojos son lo que menos puede soportar de las muñecas. Ojos muertos de mirada fija, pero, al mismo tiempo, con algo detestablemente humano.
Muchas llevan conmigo desde niña. Son mis confidentes, mis amigas. Ojalá pudiera llevármelas cuando salgo de casa, pero son ya tantas mis pequeñinas…
Pablo da un respingo. Dos horas antes, Marta le había parecido una mujer ingeniosa y divertida, no la chiflada que tiene ante sí. La cara que pone al hablar de sus pequeñinas, la forma en que las acaricia (a una incluso la ha besado) antes de dárselas resulta inquietante. Aunque quizás está exagerando: la aprensión es mala consejera. Se siente injusto por pensar así. Coleccionar esas siniestras muñecas no es menos raro que atesorar figuritas de la Marvel, como hace uno de sus amigos, cuarentón como él. Pero el Capitán América, Batman o La Cosa no dan miedo.
Y las pequeñinas de Marta son muchas. Demasiadas.
Mientras sostiene cada uno de los ejemplares el tiempo justo antes de devolvérselos con una forzada mueca que intenta parecer una sonrisa de aprobación, Pablo sólo piensa en arrojarlos al suelo y pisotearlos sin piedad, aplastar sus cándidas caritas, sus ojos inertes.
Gisela, Bimbo, Lili, Maricela, Estrellita…
En el pub, Marta se le ha adelantado al proponerle que la acompañe a su casa. Está muy cerca, allí podemos tomar una última copa con más tranquilidad.
Entre trago y trago, han empezado a besarse en el sofá del salón. Entonces, Marta se ha levantado y lo ha cogido de la mano. Ven, tengo una sorpresa para ti. Con una sonrisa, Pablo la ha seguido sin rechistar.
No mentía: la sorpresa ha sido total.
En la habitación debe de haber más de un centenar de muñecas, metódicamente dispuestas en dos filas de estanterías que recorren sus cuatro paredes. Unas llevan anticuados vestiditos de calle; otras, ropa escolar, inmaculados camisones, relamidos trajes de baño; también hay algunos bebés. Grotescas miniaturas humanas sentaditas en sus baldas. Todas mirando hacia la cama.
Yo no puedo follar aquí.
Un pensamiento que se contradice con la excitación que siente al contemplar el imponente cuerpo de Marta. Mientras se quita la ropa, ésta sigue con su inagotable salmodia —Pirri, Chelito, Cayetana, Mirinda…—, que termina con un Todo lo comparto con ellas que Pablo no escucha, perdido en sus apetitosas curvas.
Antes de tumbarse, Marta retira con delicadeza dos muñecas que hay sobre la cama. Mis preferidas. Siempre las tengo cerca, dice antes de colocarlas junto a la lámpara de la mesita de noche.
Pablo se desnuda incómodo ante las repletas graderías. Está tentado de decirle —fingiendo bromear— que podrían hacerlo a oscuras, o volver al cómodo sofá del salón. Donde sea, pero lejos de la horda de muñecas.
Se calla. La solución más fácil es no mirarlas.
Recorre a ciegas el soberbio cuerpo de Marta. Aunque no puede evitar —cuando cambian de posición y de caricias— que se le escape algún vistazo fugaz hacia las estanterías. Las muñecas siguen ahí (pensamiento infantil), sentaditas en sus gradas. Una legión de diminutos jueces vigilando, inmóviles y en silencio, lo que ocurre sobre la cama.
El miedo puede más que la curiosidad y cierra los ojos.
No vuelve a abrirlos hasta que han terminado.
Hacerlo con los ojos cerrados ha añadido una interesante y desconocida sensación, extrañamente placentera. Como si anular la vista hubiera potenciado el resto de sus sentidos.
Marta no tarda en quedarse dormida. Pablo aprovecha la ocasión para apagar la lámpara, evitando rozar los cuerpos de las dos preferidas. Protegido por la penumbra que crea la pálida luz que proyectan las farolas de la calle, recorre con la mirada los estantes. Las muñecas parecen cuervos posados ordenadamente en sus ramas (piensa en Tippi Hedren).
Esperan y observan.
Debe de ser un efecto de la escasa luz, pero sus miradas ya no le parecen indiferentes. Molesto, cubre su cuerpo desnudo con la sábana.
Cierra los ojos de nuevo y trata de apartar de su mente esa idea ridícula. Dormir será lo mejor. Aunque también podría largarse de allí, volver a su casa sin muñecas. Pero eso le parece poco educado.
Un rato después —debe de haberse quedado dormido sin darse cuenta— se despierta al notar unas suaves caricias en su pene. Como Marta no dice nada, él decide continuar con el juego y no abre los ojos. Prefiere concentrarse en la placentera sensación que no tarda en provocar que su pene se anime de nuevo.
Mantener los ojos cerrados también le evita volver a ver el horrible enjambre de muñecas acomodadas en la doble tribuna.
Las mínimas caricias vienen acompañadas de rápidos y delicados roces con la punta de la lengua, que ahora le parece áspera como la de un gato. Su excitación aumenta.
La experta boca de Marta le da pequeños mordisquitos que él nota —imposibles— en varias zonas de su pene a la vez. El inmenso placer está alterando sus sentidos.
Nunca le habían hecho algo así.
En el momento del orgasmo, Pablo abre los ojos.
A su lado, Marta duerme con una plácida sonrisa. Levanta la vista: entre el amasijo de muñecas descubre varios lugares ominosamente vacíos. Las preferidas de Marta ya no están sobre la mesita de noche.
Pablo cierra de nuevo los ojos y salta de la cama. No recuerda haberlos abierto para recoger su ropa, vestirse y lanzarse corriendo a la calle.
No ha vuelto a ver a Marta, ni siquiera le ha telefoneado. Pero conforme pasan los días, siente la irreprimible necesidad de quedar con ella. Podría fingir que todavía le gusta y llamarla. Proponerle una cita en su casa. Regresar a la habitación de las muñecas. Y dejar que vuelvan a él, con sus ásperas lengüitas.
Una vez más.
Sólo una vez más.