Carta abierta a Balam Rodrigo a propósito de Iceberg negro / Aida Toledo
Querido Balam:
Sentada en la zona roja de la Ciudad de Guatemala, le escribo esta carta, a propósito de mi lectura de su libro Iceberg negro, que, habiendo ganado el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2014, se aparece para esta humilde poeta, lectora nocturna del libro, como un enorme enigma para descifrar.
El premio Sabines lo coloca a usted, inevitablemente, en un espacio privilegiado dentro del panorama de la poesía mexicana, al mismo tiempo que lo encontramos mis orillados yos y yo, desde Centroamérica, como una voz que, desde la marginalidad de su Villa de Comaltitlán, en Chiapas, le habla a una comunidad escritural mucho más amplia, que debería poder descodificar los símbolos y enigmas que aparecen en los poemas que forman este libro, dado que, como usted lo ha expresado, pertenecemos imaginariamente a un mismo espacio, que si no es ya geográfico, es cultural, social y subjetivo.
El premio adquirido por usted a través del libro, que leo ávida y digitalmente, se aparece cargado de tremendas interrogantes y preguntas que quizás otro tipo de lector o lectora no se haría, dado que, de acuerdo a mi experiencia en sus distintos libros, su versatilidad es tremendamente variada y me faltaría ser una experta en su poesía para poder hilar entre uno y otro.
Su estilo en Iceberg negro me parece de una sofisticación bastante inusual y un tanto excéntrica para un poeta que ha sobrevivido lúcido en medio de una infancia precaria pero plena de sabiduría. Estos saberes han sido parte de su patrimonio, y fueron recogidos en un medio donde la naturaleza les ofrece a sus habitantes conocimientos provenientes de espacios escondidos y secretos; donde lo natural que le ha tocado como destino a un sujeto social que brega con este entorno es capaz de incidir en una subjetividad de perfil poderoso, que logra de alguna manera construir puentes, entre esta sabiduría que se adquiere al habitar estos espacios, y otra, la que requiere que sobreviva, afuera de sus límites.
En el imaginario del México moderno y posmoderno —y aquí me refiero al siglo xx y parte del xxi—, la región desde donde se construye su voz poética es vista y concebida como un espacio geográfico que no les brinda a todos los mexicanos las mismas oportunidades de desarrollo económico, ni tampoco los provee de las oportunidades para adquirir saberes que durante esa modernidad latinoamericana se consideraron necesarios para las élites, cultas y de orígenes que, si no eran claramente europeos, al menos existía un deseo angustioso de que así fuera.
En este sentido, mis comentarios a la obra, más que hacer afirmaciones contundentes acerca de los valores que posee como obra de arte, abren un espacio de indagación para la comprensión interna que elaboro al momento de recorrer el libro, como cuando de pequeña me lanzaba hacia el enorme patio de la casa de mi abuela y me iba sigilosamente entre árboles frondosos y arbustos derramados, con formas variadas y a veces temibles para alguien de la ciudad, en la vertiginosa humedad del trópico de la costa sur guatemalteca.
La alegoría del iceberg con el estado de proscripción en los últimos confines del mundo me parece una de las representaciones más lúcidas acerca del miedo o el temor a estar en el lugar equivocado y solitario donde alguien puede encontrarse en algún momento de su vida. Y donde el peligro acecha y es misterioso, y parece revelación sin serlo.
Y es que, como usted mismo lo dice al inicio del libro, en la sección a la que denomina Prolegómenos, la construcción del poema, que constituye uno de los mayores enigmas de quienes creamos, está allí iniciando un recorrido que no sólo atraviesa el corazón, sino que penetra la página, dura y fría, honda y silenciosa, como un enorme campo minado.
Al atravesar este espacio, después de un bosque, del otro lado, el poema estará allí, esperándonos, como daga en la mano del ángel. Y es cierto, atravesamos espacios peligrosos y desconocidos, para encontrarnos con nosotros mismos escribiendo, como quien le atraviesa el corazón a alguien con lo que usted nombra como «la lengua desenvainada».
Es innegable que los poemas de Iceberg negro no son cotidianos, no se encuentran localizados en espacios racionales, ni en ellos abunda para nada la intención exteriorista de nuestros contemporáneos. Se trata más bien de fulgurantes momentos oníricos, pedazos o fragmentos rellenos de subjetividades provenientes de espacios oceánicos de la conciencia, como aquellos susurros escuchados desde nuestra mismidad, desde los límites del cuerpo, desde un adentro, desde ese tú que nos habla durante las noches o en los momentos en que hemos caído en pozos profundos, de los que no tenemos la menor intención de despertar, porque desde allí hay revelaciones, hallazgos necesarios para la construcción de los poemas que estamos buscando.
Los rostros acosan, y en Iceberg negro el rostro de un ángel se aparece diluido y esfumado, irreconocible, murmurante, susurrando fragmentos, cuestionando desde lo profundo de la conciencia algo que se va construyendo progresivamente en los poemas.
La soledad va rellenando los espacios de la memoria, de esa cuenta que la voz lírica testimonia y se solaza en beber la negra soledad de los páramos. Allí donde las sombras proveen los espacios de la muerte, su presencia ante la voz que canta, una manera otra de detener el tiempo que se va contando a sí mismo a través de lunas perpetuantes y difuminadas.
Sus imágenes, Balam, sus reflejos poéticos, esa manera de empujarnos en la lectura a también bebernos los espejos, a sentir no sólo la soledad pegando de gritos silenciosos y fríos, a volver a encontrarnos frente a la página y saber que eso que está ocurriendo sólo es posible en el proceso de la escritura.
Y es que Iceberg negro me parece que construye una indagación todavía mayor en relación con la fragilidad de la existencia y la capacidad efímera de la vida humana, asociado todo esto con la manera en que el escritor o la escritora contemporáneos se ven enfrentados a los enigmas de la creación, que suelen acosarnos, al igual que otros en el pasado, y dentro de la tradición fueron asediados por dudas como las que usted, Balam, nos incita a repreguntarnos, a través de la lectura y mucho más contemporáneamente.
Me parece, Balam, que en su Iceberg negro usted también nos plantea y afirma la existencia de un dios que lo provee de distintas capacidades, virtudes y defectos humanos, para que en el proceso de catarsis vaya construyendo, no sin dolor y en medio del asedio de la inspiración, las páginas que nos estamos encontrando, con textos a veces un tanto crípticos y de profundidad filosófica y teológica, con los que, como usted afirma, va escribiendo estas páginas de niebla y cuya escritura se hace con sangre.
Un libro como Iceberg negro posee la capacidad de la sugerencia, y es inevitable indagar acerca de dos ideas centrales, pero ya usted me dirá qué le parece: una, la existencia de una fuerza que participa en el proceso creativo, en donde cada poema es la evidencia de esa fuerza superior que maneja y conduce al poeta hacia la construcción de una subjetividad a veces compleja; otra, simple, pero sin la cual no sería posible terminar de pulir ese objeto estético que es el poema, construido a través del sueño, retrabajado en una fusión de realidad e irrealidad, mostrando con este proceso que se escribe el texto poético sin que participemos completa y racionalmente, sino, más bien, en medio de una atmósfera que a veces no comprendemos en su totalidad. Y sí es cierto que lo importante al final es encontrar el sosiego del alma en el silencio, la fe que se encuentra derretida bajo la lengua, como nieve, y así y sólo así, posiblemente, logremos comprender mejor, o creer, que somos también parte de la escritura de ese poder, en donde Dios inicia lo que usted llama «pálida escritura» de un libro que podría no ser leído por nadie, al igual que una vida no puede serlo.
Guatemala, 27 de septiembre de 2015 l
l Iceberg negro, de Balam Rodrigo.
Ediciones Atrasalante/ Coneculta Chiapas, México, 2015.