Carlos Fuentes (1928) forma, con Juan Rulfo y Octavio Paz, la trilogía clave de la literatura mexicana en la segunda mitad del siglo XX, y la de mayor proyección dentro y fuera del continente. Fuentes ha sido siempre el más polémico de todos —aún más que el propio Paz, maestro en el arte de la discrepancia—, el más discutido y criticado, el que ha atraído —como un pararrayos— las más tempestuosas pasiones sobre su contextura intelectual, su visión de México y su posición ante la actualidad sociopolítica de América y del resto del mundo.
En verdad, es algo más que un escritor: es un intérprete de nuestra cultura y nuestra realidad histórica, un vocero —no sólo lúcido sino pertinaz— que toma posición, desde foros internacionales, sobre el respeto a la soberanía de nuestros pueblos o los derechos de los inmigrantes latinos en Estados Unidos. Eso, más su constante presencia en los medios de comunicación de todas partes (un ejemplo es la serie televisiva El espejo enterrado, que hizo para la BBC en 1992) y el mismo estilo personal —intenso y escénico— del autor, ha generado reacciones muy vivas en diversos sectores de la opinión pública, que se han entremezclado con los juicios que recibe como escritor. Tal método, por cierto, equivale a usar argumentos ad hominem, que no ayudan a juzgar su obra en sus propios términos, sobre todo si se le aplica sólo a él y no a todos por igual. Conviene dejar de lado las simpatías o antipatías que despierta este gran provocador y tratar de entender lo que proponen sus textos, que configuran un vasto material de no escasa complejidad.
Habría que comenzar diciendo que Fuentes es uno de los más ambiciosos novelistas vivos de nuestro tiempo: ambicioso en el sentido en que ha realizado proyectos cuyas proporciones bien pueden compararse con los de Carpentier o los del propio García Márquez. Lo ha hecho, además, con persistencia (aunque con algunos altibajos, fruto de su propio exceso imaginativo, no de su carencia) a lo largo de más de medio siglo. Su pasión literaria es auténtica y también lo es su pasión americana, que lo ha movido a representar en su obra la compleja fase de modernización de un país con raíces tan antiguas como el suyo, dentro del contexto de la historia latinoamericana y mundial; es decir, ha compuesto un gran mural, un abigarrado friso de la vida pública y privada de nuestro tiempo. Tan vastas y variadas son las imágenes de ese friso, tan rico y abarcador su drama, que, en algún punto de su evolución, Fuentes decidió organizar su «programa» narrativo y darle un nombre general al plan que quería realizar, y lo llamó La Edad del Tiempo. Repetía así el gesto de otro novelista mexicano, Agustín Yáñez (1904-1980). La primera vez que el plan maestro apareció fue al frente de su novela Cristóbal Nonato (México, 1987), y ha sido incluido en varias obras posteriores. Se compone de 12 secciones, algunos de cuyos títulos a veces coinciden con el de un libro específico, y prevé 21 obras, de las cuales 18 han sido ya publicadas, número que deja fuera del plan otros libros narrativos del autor.
El título de este programa es exacto si lo entendemos en sus dos sentidos: por un lado, hace referencia al tiempo histórico (cuyos límites básicos son los del México moderno), que se mueve siempre en medio de crisis impredecibles y violentas, dejando un rastro de desilusión y muerte; por otro, al tiempo de los grandes mitos humanos, donde la destrucción es el reverso o anuncio de un nuevo renacer, donde todo está o estará vivo en algún momento de ciclos o imágenes eternos como los que brinda el lenguaje de la novela y la poesía. Su obra narrativa puede considerarse, por eso, una novela del tiempo y una fascinante invitación a vivir en el tiempo de la novela. El tiempo es para él una dimensión abierta a infinitas transfiguraciones, fantasmagorías y hechicerías que cuestionan o extienden nuestra percepción de la realidad, como Cortázar lo hizo a su modo. El mundo de Fuentes es, a semejanza del antiguo arte mesoamericano, ceremonial, recargado, proliferante, enigmático, grotesco, desmesurado. Su recreación de las poderosas figuras de la milenaria cultura mexicana puede compararse con la que encontramos en la poesía de Paz, sobre todo porque ambos la integran con otros mitos del pasado y del presente. México es el centro de su indagación, pero alejado de todo nacionalismo provinciano (lo que quizá pueda ayudar a explicar los reparos de ciertas lecturas críticas). Su obra es una apertura de la novela mexicana al más amplio espíritu cosmopolita, al universalismo que le permite al escritor latinoamericano dialogar con el mundo y reconocerse como un interlocutor válido y legítimo dentro de ese contexto: representa un movimiento de libertad conceptual, estética y moral.
El universo imaginario del autor está poblado por monstruos, hechiceras, engendros, dobles, demonios, seres terribles y maravillosos, seres imposibles y a la vez muy reales. Todo, como en los petroglifos aztecas, es algo —un dios o un animal— y sus contrarios; todo está en constante transfiguración, en un fascinante estado de suspensión que no tiene límites ni verdadero final. Esta continua metamorfosis de todo tiene por lo menos dos consecuencias estéticas. Una es que se trata de un mundo «inclusivo», es decir, que absorbe y se apropia de todo, creando así texturas barroquizantes y saturadas con referencias a todo lo vivido, visto, leído o soñado. La otra es que genera un modo de narrar marcado por la ambigüedad y la circularidad del sentido. Lo que ocurre no es una realidad fenoménica, sino una mera posibilidad abierta a varias interpretaciones porque no ocurre una, sino muchas veces —mejor dicho, siempre. Por eso puede afirmarse que varias de sus novelas no acaban nunca: son obras abiertas a lo plural e infinito.
Un paradigma de este arte es Terra nostra (1975), una auténtica composición snfónica que Fuentes ha reinventado, con variantes, a partir de un recurso antiquísimo (está en Las mil y una noches) y que ya había ensayado en Cambio de piel (1967): la narración por relevos, un sistema de voces narrativas múltiples y contrapuntísticas que se ceden mutuamente el puesto en una cadena para crear un efecto circular; cada voz anuncia e inaugura un relato que conduce a otra narración que repite el esquema. El procedimiento nos permite estar aquí y allá, en el pasado y en el futuro, en todas parte y en ninguna, con personajes tales como Cervantes y La Celestina, Felipe II y Don Juan. Todos conviven y nostros convivimos con su vida y con su muerte. Estamos en un espacio y un tiempo ilimitados donde asistimos a nuestra propia muerte y renacemos de ella una y otra vez. Ese universo circular y perpetuo lleva el signo clave de la imaginación de Fuentes: el de la utopía.