Caramelos amargos* / Óscar Manuel Díaz

Escuché la puerta de la casa cerrarse de golpe, después los pasos que subían por las escaleras se detuvieron y fueron remplazados por un golpe y los gritos de mi madre. Los pasos continuaron hasta unos cuantos metros de donde me encontraba, sólo nos separaba la puerta de la habitación. Mis hermanos tenían la cabeza metida entre las sábanas, todos sabíamos que papá había llegado a casa. ¿Por qué tenían miedo entonces?, papá había llegado y era el momento de la diversión.
    Papá se ponía más divertido cada vez que bebía, nos llevaba hasta la habitación del fondo, la más apartada de la casa, y nos encerraba; primero era el turno de mi hermano, él era el mayor y tenía ese derecho. Al escuchar sus gritos ahogados apenas podía esperar por mi turno. La maestra me contó que los padres están para hacernos felices, para llenar nuestra vida de felicidad y emociones. Mi padre era el mejor de todos, él sí que sabía cómo divertirme, no entiendo por qué mis hermanos le temían tanto. Mi turno por fin había llegado, parecía que jamás sería el momento. Mi padre se divertía al igual que yo, recuerdo que la primera vez que me amarró por las muñecas sentí un poco de miedo, después de todo era algo nuevo para mí. Que estúpido fui de estar nervioso, pero era tan joven, tan ingenuo. Lo que pasa es que en esos momentos yo no sabía cuál era el trabajo de los padres: jugar con sus hijos y ser un ejemplo; y mi padre era un muy buen ejemplo, tanto es así que una noche lo esperé para darle una sorpresa.
    La noche en que entró borracho de nuevo y cerró la puerta de golpe, corrí y me escondí detrás de la puerta. Mi papá se sorprendió mucho cuando al abrir le di con el bate en la cabeza; cayó inconsciente y mis hermanos y yo lo llevamos hasta la habitación al fondo. Es increíble que mamá no haya notado la sorpresa que le preparamos a mi padre.
    Mis hermanos nunca disfrutaron el juego tanto como papá y yo; ellos no volteaban a ver su rostro, la felicidad que se dibujaba en él cada vez que comenzaba nuestro ritual familiar. Tal vez por eso salieron apenas lo teníamos amarrado, decidieron dejarnos la diversión sólo a él y a mí.
    Recuerdo su expresión al abrir los ojos, creo que jamás había estado en el lugar opuesto en el juego, se veía más como mis hermanos que como yo. Tomé el madero con el que comenzaba la fiesta y comencé a golpearlo; por suerte mis hermanos y yo aprendimos cómo amordazarlo, así los vecinos no interrumpirían nuestro juego, papá muchas veces tomó esa precaución. En ese momento comprendí por qué mi padre disfrutaba tanto este ritual, estar en su lugar era mucho más emocionante, no podía dejar de reír, era muy divertido, pero en cambio papá se veía un poco nervioso, al igual que  yo había estado la primera vez. Tenía que esforzarme más para que mi papá fuera feliz: tomé un cuchillo y comencé a dibujarle figuritas en el rostro, después seguí por el pecho y como gran final clavé el cuchillo en su corazón, en ese momento su rostro por fin se mostró apacible.
    Mamá se encargó de llevarse a papá y me pidió que no contara nada. ¿Por qué haría eso?, yo quería compartir mi experiencia con otros niños, así como papá compartía la suya conmigo y mis hermanos. Por eso varias veces le mostré a los niños el juego familiar de los Pomeroy, les invitaba un caramelo y los llevaba a un lugar lejano, a un lugar donde hubiera la misma tranquilidad que  en la habitación oculta de mi casa, ahí les daría más caramelos. No logro entender por qué los niños mostraban el mismo rostro que mis hermanos, ¿acaso ellos no disfrutaban como yo?, ¿acaso mis caramelos eran amargos? Jamás encontré un niño en Charleston que disfrutara de mi juego o de mis caramelos, tal vez por eso mamá decidió que nos mudáramos, tal vez en Boston los niños disfruten de mi juego, tal vez en Boston los caramelos no sean amargos.

*Basado en una historia real: “Jesse Pomeroy, el niño sicópata”.

 

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