Capo de capos / Alberto Chimal

Hubo una vez un predicador y empresario estadounidense que calculó la fecha del comienzo del fin del mundo del siguiente modo: tomó dos versículos de la Biblia, los multiplicó, les agregó su edad, les restó el número de su casa, les sacó raíz cúbica, les agregó los millones de dólares que ganaba al año en limosnas de sus fieles y anunció el resultado a gritos en su programa de radio, también disponible en podcast, y en un montón de anuncios espectaculares, volantes, hombres y mujeres sándwich y anuncios pagados en Facebook. Faltaban pocos meses, decía. Había que alertar al mundo, decía también. El mejor modo de alertar al mundo era darle a él, como limosna, todo el dinero que uno tenía, a fin de que sirviera para pagar más radio, espectaculares, volantes, personas sándwich y anuncios en Facebook.
     Un hijo: ¡Eso es pura mentira, mamá! ¿Cómo vas a multiplicar a dos discípulos? ¡No son números!
     Su madre: ¡Versículos, Julián! ¡Y no seas hereje! Dios todo lo puede. Y además para eso te dejé ser sicario, para que te salves. Dame tu sueldo de la semana y acompáñame al banco.
     Si usted había sido bueno (decía el predicador) desaparecería una tarde de mayo y recibiría pase automático al Cielo; si no había sido bueno se quedaría en el mundo y tendría para arrepentirse hasta el mes de octubre, en el que el planeta Tierra sería consumido por las llamas y quedaría cubierto por una capa radiactiva, además de que cuantos siguieran de pecadores se irían al Infierno por los siglos de los siglos. No era una campaña muy original (había iglesias que llevaban siglos diciendo más o menos lo mismo), pero como ofrecía una fecha precisa se volvió popular. Nadie prestó atención a quienes recordaban que cada cierto tiempo salían charlatanes a ofrecer fechas precisas. Además de Julián y su madre, muchas personas le dieron dinero al predicador y empresario, y realmente hubo muchos que le dieron todo lo que tenían.
     Cuando llegaron la fecha y la hora señaladas: cuando fue la tarde de calor y bullicio de mayo en la que iba a tener lugar el Rapto (que así se llama muchas veces a la desaparición de los justos), el predicador paseó un largo rato en su limusina por las colinas alrededor de Los Ángeles: tenía, como se dice, muchas mansiones, y una estaba en las afueras de aquella ciudad. Durante el paseo, que tenía como fin permitirle un rato de reflexión, pasó al lado de varias familias que se habían quedado sin nada por haberle dado todo a él. Como sus expresiones de angustia le parecían no sólo iguales, sino muy desagradables, terminó ordenando a su asistente que apretara el botón con el que hacía polarizados los vidrios de sus ventanillas.
     Un hijo (de hecho es el mismo de antes): ¿Ya ves?
     Madre: Qué bueno que me acompañaste al banco, porque la inseguridad está terrible.
     El hijo: ¿No me oyes?
     Madre: ¿Qué, qué pasa?
     (El hijo le explica).
     Madre: Es que somos pecadores.
     El hijo: No, es que somos pendejos.
     (Entra el Chacalito, lugarteniente del Chacalote, líder del cártel de ya imagina usted dónde, y por tanto jefe directo de Julián).
     Chacalito: Pendejo tú. Toma esto y esto. (Lo golpea con dureza. Para ser más precisos, lo golpea con la cacha de su tamaño pistolón). Para que no andes regalando tu dinero.
     Julián (golpeado): Ay.
     Madre (indignada): Es mi dinero. Quedamos en que cuando cumpla 18 me empezará a dar sólo la mitad y cuando cumpla 25, si es que llega a los 25, ya se queda él con todo. Así podrá hacer un fondo para los hijos que vaya dejando regados por ahí.
     (Llega corriendo Rudy Farell, escritor mexicano menor de 35 años, quien conoció al Chacalito gracias a su dealer. No ha entendido quién es el Chacalito, y por tanto no sabe con quién se está metiendo: cree que podrá sacarle fácilmente detalles de color para la novela que espera terminar este año, vender a su editorial y proponer después para ganar el premio que dicha editorial convoca).
     Rudy (escribiendo tan rápido como puede en su iPad): Mi lema es que la realidad siempre supera a la ficción. Estos diálogos sí van a tener onda.
     Julián: ¿Quién es éste?
     Chacalito: Bien bien no sé. Creo que un hijo idiota del jefe. Tiene varios. Pero a ver, pendejito, no me cambies de tema. Escucha bien.
     El Chacalito creía en Dios o en algo parecido; creía también en la lealtad y en la sensatez. Y creía que su jefe, el Chacalote, estaba realmente furioso porque muchos de sus subordinados habían dado dinero al predicador y empresario estadounidense (quien, en aquel momento, se resignaba a no poder tener un paseo tranquilo y ordenaba a su chofer que lo llevara de regreso a la mansión). Como le interesaba quedar bien con su jefe, se le había ocurrido la idea de conseguir algo de ayuda, ir a los Estados Unidos y asesinar cruelmente al predicador, para darle un escarmiento y que aprendiera su lección.
     Rudy: Qué chingón. El muerto aprende su lección aunque esté muerto. Hoy leí un texto en Letras Libres de no me acuerdo quién sobre alguien y cuánta razón tiene, dice que cuáles novelas, que la realidad mexicana es más increíble que cualquier novela. Y eso es justo lo que se va a reflejar en mi novela…
     Julián: Yo voy a donde me diga, jefe.
     Madre: Tú no vas a ningún lado. ¿Qué tal que te matan, con qué me quedo? Tus hermanos están muy chicos todavía…
     Julián: ¿Y no me he estado yendo todo este rato que he sido sicario?
     Julián, su madre y el Chacalito discutieron. Rudy escribía en su iPad, fascinado. Al final el Chacalito accedió a que los acompañara la madre de Julián, aunque fuera sólo para dar la impresión de que su hijo le importaba de veras, y Rudy los siguió de todos modos. Hablaba y hablaba de literatura, pero por suerte los vuelos a los Estados Unidos son, en general, bastante breves. Y a Los Ángeles llegaron, y a Hollywood se pasaron, y luego volvieron sobre sus pasos a Sunset Boulevard, y dieron vueltas por Mulholland Drive, visitaron el Museo de Tecnología Jurásica en Culver City (un lugar rarísimo pero con mucha onda, según Rudy) y también se demoraron en los pozos de brea de La Brea, que eran incluso más aburridos de lo que indicaba su nombre. Estaban por enfilar a   Disneylandia cuando el Chacalito decidió que ya no podían aplazar más tiempo la verdad: no tenían la menor idea de en qué parte de Los Ángeles estaba la mansión del predicador. La mamá de Julián no sabía ni su nombre.
     Madre: Me acuerdo que es guapito.
     Rudy: Paul Schmetterling.
     Julián: ¿Qué?
     Rudy: Así se llama. Salió el otro día un reportaje sobre él en El País. Iba a escribir mi novela sobre él pero me dijo mi editor que no tenía tanta onda. Que seguro iba a ser otra estafa. Que en los años noventa también anunciaban eso del fin del mundo… Yo no me acuerdo, claro.
     Facilísimo fue, entonces, hacer una rápida investigación en internet mediante el iPad…
     (Aparece velozmente el autor).
     El autor: Apple Computer no me ha pagado nada por mencionar tantas veces su producto.
     (Se va).
     Chacalito: ¿Y ése quién era?
     Facilísimo fue, pues, hacer la investigación y averiguar dónde estaba la hermosa residencia del predicador Paul Schmetterling, quien ni siquiera se había molestado en desaparecer de la Sección Amarilla. Llegaron en cuestión de minutos en la agresiva Hummer que conducía Julián y que no era muy diferente a las que se veían parqueadas en otras mansiones cercanas.
     (Rudy: Qué palabrón, «parqueadas», lo tengo que anotar).
     Bajaron de la Hummer. Caminaron en cámara lenta como en las películas. La mansión era grande y lujosa y estaba rodeada por una alta cerca. Se asomó un guardia. El Chacalito y Julián sacaron sus cuernos de
chivo y ¡oh!, qué espantosos, qué terribles fueron, qué despiadados y
de puntería inhumanamente precisa. Y luego ¡oh!, qué espantosos, qué terribles fueron, qué despiadados y de puntería inhumanamente precisa fueron también con todos los demás guardias que fueron saliendo. ¡Qué dureza, qué sangre, qué hombría! Más que narcos de verdad parecían personajes de novela de narcos.
     Madre: ¡Mátalos, mijo, y quítales el dinero, hijos de su puta madre!
     «La ejecución en masa llegó a envolverse en un clamor tumultuario en el que descollaban los chasquidos secos de los disparos, opacados por la inmensa voz del viento. De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y al cabo morían; de otro, los que se defendían del empuje de los jinetes y pugnaban por romper el cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible». Rudy terminó de copiar estas palabras, provenientes de «La fiesta de las balas», de Martín Luis Guzmán, y luego cambió jinetes por guardias, para que se viera que era una recreación y no un copy-paste. «Y al griterío de unos y otros se sumaban las voces de los soldados los atacantes el Chacalito, Julián y su mamá», continuó, «distribuidos en el contorno de las cercas cada vez más cerca de la lujosa mansión. Éstos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos, con la destreza de Fierro el Chacalito y con los lamentos y el accionar frenético de los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban, histéricos, reían a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana donde advertían el menor indicio de vida».
Y así pasaron, entre balas y detonaciones, de la cerca al jardín, del jardín al vestíbulo, del vestíbulo a la sala, de la sala al comedor, del comedor al baño. Como estaban muy apretados, salieron. Entonces se abrieron paso a sangre y fuego por el cuarto de televisión, el de ejercicios, el estudio de grabación, los cuartos de las visitas y por fin, por fin, llegaron al cuarto más remoto y secreto, donde estaban las mesas de billar y las girantes ruletas, y allí encontraron, jugando Scrabble en inglés, al predicador empresario Paul Schmetterling…
     Madre: Oh.
     …pero también al Chacalote, el jefe del Chacalito y de Julián, que ¿qué estaba haciendo allí?…
     Chacalito: Oh, oh.
     …y ¿qué estaba haciendo, al lado de ellos, enorme y de mirada turbia, con la cabeza afeitada y brillosa, repleto de tatuajes, cananas al hombro como revolucionario, gafas oscuras como cantante de reggaetón…, el Cachalote, el capo de capos, el más temible de los temibles, jefe del Chacalote, jefe del Chacalito, jefe de Julián, quien en este punto se sentía tan increíblemente pequeño entre tantos de sus jefes y encima su jefa?
     Julián: Oh, oh, oh.
     Rudy: En la Quién salió un reportaje de una casa igualita a ésta.
     (El Cachalote, cuyo nombre se escribe con negritas para acentuar su majestad y su terror, se levanta. Tarda un minuto en ponerse de pie).
     Cachalote: ¿Qué chingados están haciendo aquí?
     Todos los demás: ¡Oh!
     Chacalote (reponiéndose, al Chacalito): ¿No te diste cuenta de que esos que ustedes mataron eran también mis hombres, soberano pedazo de pendejo?
     (Se hacen las aclaraciones pertinentes: la más destacable es que, por supuesto, el Chacalote y el Cachalote están coludidos, y lo estuvieron siempre, con el predicador Paul Schmetterling, y todo el dinero que obtuvieron de la inocente fe de los estúpidos que les dieron dinero se agregará a su ya notable fortuna).
     Chacalito: O sea que usted no estaba enojado, jefe.
     Chacalote: Claro que no.
     Cachalote: ¿Por qué iba a estar enojado, pedazo de pendejo? A él también le tocó tajada.
     Madre: ¿Y a mí que me va a tocar?
     Julián: Mamá, cállate y vámonos.
     Rudy (fascinado): Nadie es inocente.
     Schmetterling (en español): Nadie da paso sin huarache.
     Rudy: El hombre es el lobo del hombre. ¿O era que el hombre es el lobo del lobo?
     Schmetterling (en español): «Me importa poco o nada que me leas, mañana buscaré otro nombre en el directorio telefónico y así cada día habré de ir desatando ésta mi ansia de cifrar en una hoja fragmentos de la médula que están de más en mí».
     Rudy: Creo que eso último lo leí en una Luvina
     Cachalote: Eso sí, ¡estos dos ya me tienen harto!
     (Rudy y Schmetterling, de pronto, quedan envueltos en llamas, como convertidos en explosiones nucleares de tamaño individual, y desaparecen convertidos en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada).
     El autor (apareciendo subitísimamente): Luis de Góngora. (Vase).
     Chacalote: ¿Quién era ése?
     Cachalote: Wow. Ni yo mismo sabía que era tan poderoso.
     Pero entonces una fuerza devastadora y tremenda más allá de toda medida arrancó entero, de un solo golpe, el techo de la mansión, y lo aventó de allí y lo hizo pedazos. Y los que quedaban: Julián, y su madre, y el Chacalito, y el Chacalote, y el Cachalote, vieron sobre ellos, más allá del mundo, más grande que el sol y que el cielo, a

DIOS,

quien los miraba desde su altísimo sitial. No podía haber duda alguna en ningún corazón humano, y no sólo por el tamaño de la letra: aquella figura todavía más ancha, de músculos todavía más pronunciados, de tatuajes todavía más abigarrados, con más cananas al hombro y además ametralladoras, granadas, cuchillos; con gafas más oscuras, con la cabeza todavía más afeitada (redonda como Júpiter visto de cerca, brillante como todas las estrellas), no podía ser sino el verdadero capo de capos, o mejor aún, el Capo de Capos de Capos, el Mero Mero, el Más Chingón de las praderas y el espacio sideral, el Creador de todo lo visible y lo invisible, que así se revelaba distinto de lo que hubiera pensado el difunto Paul Schmetterling y la casi totalidad de la población terrestre, pero bueno, para eso era

DIOS:
para hacer lo que se le diera su regalada gana, y verse como narco si quería, y si quería, también, demostrar que todos habían estado equivocados: que el hombre estaba hecho para ser el lobo del hombre, y el lobo del lobo, y tener sicarios y sembrar el terror y afianzar sus poderes a sangre y fuego, como directamente salido de una novela de narcos.

DIOS:
Ya que estamos en esto (vean nada más su voz tonante; oigan cómo truena en el mundo entero y en todos los idiomas a la vez; sientan qué terror, qué maravilla), les diré que no me molesta de dónde saque mi gente su lana para vivir, ni cómo, ni a quién le pasen encima, pero cuándo se acaba el mundo lo decido yo. Y empiezo ahora: ahora mismo se van al Cielo mis predilectos y se quedan todos los hijos de la chingada que no me gustan.

     Julián: ¿Ya así de plano?
     Pero dicho y hecho: en todo el mundo, en ese instante, un resplandor distinto, menos fiero y más poderoso aún que las explosiones de tamaño individual ya descritas, envolvió a los individuos más agresivos y malévolos, más desinteresados en el prójimo, de más negro corazón y más voluntad para el dolor y la villanía, y todos comenzaron a elevarse, despacio primero, cada vez más rápido, a la recompensa prometida: a la eternidad feliz que correspondía a todo aquel que había sido justo, justo, justo como su Creador había deseado.
     Y así, por esto, separadas las ovejas de los carneros, librados los buenos de los no tan buenos por el pase automático al Cielo; hecho el primer Juicio y señalado el comienzo del fin, tras el que los dejados atrás se quedarían en el mundo y tendrían para arrepentirse hasta el mes de octubre, en el que el planeta sería consumido por las llamas y quedaría cubierto por una capa radiactiva, así, en la casa sin techo de Los Ángeles; rodeados de cadáveres; patidifusos y horrorizados y en una desolación que no describiré, Julián, el Chacalito, el Chacalote y el Cachalote, a pesar de sus mayúsculas y negritas, se vieron solos y dejados atrás.
     Y sólo la mamá de Julián volaba, libre del peso del mundo, transfigurada, feliz, a encontrar su premio imperecedero.
     Julián: ¡Mamá!
     Madre (mientras asciende en cuerpo y alma como la Virgen, como Remedios la Bella, como la Mujer Maravilla): ¡No me hables! ¡Yo a ti ni te conozco!
     (Ríe con risa fresca de niña, y sigue subiendo, y desaparece en el aire insondable).

 

 

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