Camina la sombra / Jorge F. Hernández

Al recibir el Premio Cervantes, en Alcalá de Henares en 1988, Carlos Fuentes abrió en público su pasaporte y reveló que en «oficio» decía: «Escudero de Don Quijote», dejándonos a todos los demás testigos como jinetes de Clavileño, boquiabertos e hipnotizados por un discurso que en ese momento parecía resucitar del mármol de las academias y del silencio de las bibliotecas nada menos que al Quijote de Cervantes. Todos boquiabiertos, y puedo jurar como un Sancho Panza que, a partir de ese discurso, el Caballero de la Triste Figura ha vivido casi tres décadas de una revaloración y relectura que en gran parte se debe a los esfuerzos de Fuentes: el ensayista que lo estudió en Cervantes o la crítica de la lectura, el lector que lo leía cada año durante el mes de abril, el caballero andante que siempre supo de los amores contrariados, de la hermosa musa que te deja esperando toda la madrugada para regalarte el recuerdo de una despedida, y que supo también de las amistades a primera vista, esas hermandades inquebrantables como las que sostuvo con Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Mario Vargas Llosa, José Donoso y Julio Cortázar, por sólo mencionar a los amigos que viajan con él en esa nao maravillosa y enloquecida que el mundo conoce como Boom! y que abrió las puertas de la literatura mundial dominada por vientos de otros nortes hacia los sabores del sur, los colores que se comen, los muertos que hablan pero no como espectros noruegos sino como quien escribe estas páginas creyéndose muy vivo y sabiendo que quizá me leen los fantasmas que intento honrar con su memoria. Carlos Fuentes, amigo de sus amigos, que lo fue de Octavio Paz y ahora habrá que esperar a que se escriba la crónica de esa relación fundamental para la cultura mexicana contemporánea. Imaginemos el trayecto: un niño que aprendió versos de la Suave Patria de Ramón López Velarde con Alfonso Reyes, y que a veces se sentaba mientras el embajador Reyes de México en Buenos Aires conversaba con unos príncipes argentinos llamados Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares; el joven que luego publica libro tras libro y vive intensamente todos los ritmos, ye-yé, twist y rock and roll al tiempo que finca sin saber que fincan una nueva literatura universal él y sus amigos, que conquistan París con la Ñ, y el hombre que es nombrado años después embajador de México en Francia y que renuncia en protesta por el absurdo nombramiento de Gustavo Díaz Ordaz como primer embajador de México en España, luego de muerta la dictadura, y vuelve entonces a la vida de profesor y conferencista, pero sobre todo de escritor.

Es difícil intentar un retrato de quien en realidad es un mural de letras. De niño, un pintor lo retrató sentadito en una banca, allí en el inmenso mural que se desdobla a lo largo de la escalinata del edificio que fuera la Embajada de México en Washington, dc. Al hacerlo, el pintor no sabía que pintaba a quien se convertiría en uno de los más reconocidos muralistas literarios de México: la infinita policromía de todos los adjetivos, los paisajes ocres y sepias de la historia con mayúsculas, las selvas tropicales y candentes de las relaciones humanas, el páramo amarillo de la soledad, todos los grises de la ciudad más grande del mundo y los encajes salmón y seda de una bruja que te enamora con los ojos. Hablo de Fuentes, el autor de los últimos estertores de la llamada novela de la Revolución Mexicana en los ojos entrecerrados de Artemio Cruz (aunque es de honor reconocer que la última bocanada la escribió su amigo Jorge Ibargüengoitia con Los relámpagos de agosto). Hablo de Carlos Fuentes, que había cimbrado el panorama amodorrado de la literatura mexicana con La región más transparente, un mural dentro del mural en medio de todos los murales posibles de la ciudad que habla y se pinta sola, un coro de necios intemporal que narraba al hilo de las tablas la vida y las viditas de la inmensa Ciudad de México a punto de volverse megalópolis para nunca ya dejar de serlo; y hablo del mismo Fuentes que, habiendo hecho eso, se lanza a la novela costumbrista y aparentemente fácil de atrapar en una red de párrafos: Las buenas conciencias, la vida de culpa y mentira, chisme y callejones cervantinos de Guanajuato, como si fueran sus párrafos trazos de Diego Rivera, y al fondo se escucha ese ruido que es puro silencio.
     Me detengo en Aura, esa novela que se lee como un cuento largo y ese relato intemporal que merece llamarse novelón. Simetrías y ánimos como neblina unen a esta novela con Los papeles de Aspern, de Henry James, y, si se quiere, incluso hay un eco remoto de La cena, de Alfonso Reyes, pero el propio Fuentes tuvo a bien dejar aclarado el origen y la taquicardia de Aura: la escribió a lo largo de una semana en París. Había visto pasar a una joven hermosa de una habitación a otra, y al cruzar el umbral de la alcoba, la dama pareció envejecer cien años por el reflejo o mal golpe de la luz… Fuentes se salió a la calle y en un café que ha de permanecer anónimo empezó a dictarse a sí mismo esa prosa que le habla directamente a cada uno de sus lectores, el enredo maravilloso de una belleza anciana, una musa muerta, tú que ya no sabes quién eres al leerte en los párrafos que inventara un hombre en París hace ya medio siglo.
     Al irse Carlos Fuentes atardecen las páginas de uno de los más grandes escritores mexicanos que, como dijo Alfonso Reyes, procuró ser provechosamente nacional al tiempo en que se apuntalaba generosamente universal. Al otro lado de este atardecer, amanece hoy mismo el próximo lector de cualesquiera de sus libros, una vasta obra que incluye algunas reconocidas obras maestras y una suerte de savia-sabia biográfica y generacional que, de varias maneras, deja, más que un sentimiento de tristeza, una noción de desamparo: miles de lectores mexicanos nos habíamos acostumbrado a la presencia de escritores públicamente activos, cuyas voces se convertían en faros, termómetros y brújulas para los enredos de nuestra realidad. Ante el enmarañado y desolador panorama de las elecciones presidenciales de este 2012, no pocos lectores permanecíamos atentos a la lectura de los escritores, ésos que leemos con admiración, como si con ello se rizara el rizo de la admiración y la magia de leer. Nos queda releer los libros de Fuentes y esperar la compilación de sus ensayos y artículos periodísticos, así como los muchos discursos con los que recibió premios, doctorados y diversos reconocimientos —que siempre escribió en voz alta.
     Carlos Fuentes fue extraordinario cuentista, y es obligación de lector subrayarlo, pues los editores insisten en privilegiar al novelista así, sin más, y no es justo cuando tenemos ante la mirada en blanco al hombre que decide llevar a su casa, como souvenir inocente, nada menos que la figura enlamada y misteriosa de Chac Mool, un dios prehispánico que empieza a transpirar terror en cada página que empapa. Y luego ese cuento, «Un alma pura», que me hace siempre llorar, o «Las dos Elenas», «Muñeca reina» y todos los relatos de Agua quemada o de El naranjo… y se nos olvida que las novelas de Fuentes, al fin cervantino y cervantista, contienen no pocos cuentos en sus hilados invisibles, y, así, es preciso celebrarlo como maestro de ese género llamado corto y por lo mismo celebrar sus artículos en prensa, que se pensaban y escribían de una sola sentada, para orientar al lector sobre cualquier tema de la realidad circundante, pero también para criticar lanza en ristre y polemizar con elegancia. Digamos que se llamaba pensar.
     Carlos Fuentes fue un escritor con todas sus letras y un caballero andante que siempre mostró su mejor cara, a pesar de que llevara en el alma los peores dolores. Fue un generoso guía y corrector de originales para escritores en ciernes, y un contagiador hipnotizador de los grandes libros que parecía saberse de memoria, tanto como todas las arias de todas las óperas y no pocos boleros —que así también se conquista a las musas. Carlos Fuentes fue el mejor embajador de la literatura mexicana en el mundo, y fue un amigo a quien extraño, con el único consuelo de imaginarlo caminando hoy mismo por Coyoacán en blanco y negro, por París en sepia, por Madrid con tanto sabor cervantino y en ese Londres donde me llevó a conocer un cementerio de toda una generación de adolescentes caídos en el infinito absurdo de la Primera Guerra Mundial… Lo veo alejarse, pues siempre caminó más rápido que quien intentara seguirle la sombra. En todos los escenarios lleva rumbo al atardecer. Del otro lado ya lo esperaba la eternidad: eso que llaman la región más transparente. Hoy parece una sombra que sigue andante… y no creo que nadie lo pueda alcanzar.

 

  

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