California dreamin’ / Cintia Citlalli Cortés Ramí­rez

 

—En el sueño recordó que había soñado lo mismo la noche anterior
      y en muchas noches de los últimos años
      y supo que la imagen se habría borrado de su memoria al despertar,
      porque aquel sueño recurrente tenía la virtud de no ser
      recordado sino dentro del mismo sueño.

Gabriel García Márquez

 

Sam, mientras soy él, ahora no sé.
      Todavía no la encuentro. Toda ella era lineal; su cuerpo largo estaba lleno de cruces, la boca era una simple línea horizontal, paralela a las pequeñas pinceladas de las cejas, en su rostro acomodado entre las rayas doradas de su cabello destacaba la caída recta de su nariz. Parecía no tener frío, pues no usaba más que un jersey a rayas blancas y negras. Enseguida supe que tenía que seguirla.
      Salgo una vez más de la habitación, dejando el cuerpo inerte detrás de mí, sobre la cama. Son apenas las once de la noche y casi olvido dónde estuve la última vez. Había caras enormes, animales inexistentes y ciudades tan pequeñas que podrían ser devoradas en una noche; hubo fuego y puntos reventando en el cielo que la multitud, antes de temer, idolatraba. Estuve mirando cada uno de los rostros desfigurados que pasaban frente a mí y no la encontré. Caminé entre charcos llenos de diminutas luces hasta que, poco a poco, el color del fuego en el aire se tragó el púrpura verdoso del cielo, ese que tanto le encanta a Sam. En un parpadeo retrocedí cada paso; los animales, las caras, las ciudades y, de pronto, justo antes de amanecer, Sam.

❉

Estoy cansado, cada vez duermo menos, aunque pase la noche con los ojos cerrados. Más de dos semanas y no la encuentro por ningún sitio, lo más probable es que ya haya dejado la ciudad. Apenas la recuerdo, es como si su imagen hubiera caído en un charco y poco a poco va descendiendo hasta parar no sé dónde. Ayer, mientras caminaba por Central Park, vi a una chica muy parecida, al último recuerdo, por lo menos. Era larga, de rostro afilado y lacio cabello oscuro. Intenté seguirla, pero a mitad del camino un puñado de lágrimas, como rocas, me inundó la cara y me derrumbé ahí, en medio del parque, entre la nieve todavía humeante. Tardé más de una hora en ponerme de pie, todo ese tiempo estuve mirándome desde fuera, hasta que sentí deseos de correr, con la cara ardiente de llanto y las piernas entumecidas. Lo hice, corrí hasta el circuito de Broadway, pero no entendí nada…

❉

Sam y una chica de cabello rubio, en algún lugar.
      La noche es mucho más joven que ayer, son las diez y ya he recorrido no sé cuántas avenidas. El sudor se ha marcado alrededor del cuello de la camisa vaquera, las botas me aprietan, parece que no las he usado en años, y es cierto, desde hace mucho tiempo Sam dejó de soñar con volver al Bar Country de Madrid. Cuando estuve frente a la puerta de madera tallada, y ventanas circulares en la parte superior, no logré escuchar la música dentro, el lugar estaba vacío… un amplio rectángulo hecho de nada, que de pronto se atiborró de gente abrigada que llevaba nieve en las botas. El candil parpadeante de la noche me cegó cuando creí ver a lo lejos a la preciosa chica, con el mismo jersey a rayas blancas y negras, mirándome fijamente, como si estuviera detenida a lo lejos. En lo alto, un enorme letrero fosforescente, ilegible, nombraba aquel lugar, llenando mi débil mirada con diminutos puntos morados, cegándome todavía más. Apresuré un paso tras otro, pero aparecieron ante mí las ventanas, la puerta, las botas, la camisa vaquera, no sé cuántas avenidas, Sam.

❉

Debe estar por aquí, en algún sitio… estoy seguro. No pudo haberse ido tan pronto, pero ¿si ya lo hizo? No la voy a encontrar, apenas hace dos días… no sé, pocos, que la vi ahí, entre la multitud. Con su jersey a rayas, de cualquier color, qué más da, no puede haber muchos, o quizá sí… ayer conté doce mientras caminaba en la Quinta Avenida, todas las mujeres tenían algo de ella, una línea en común, pero ¿cuál? Y ¿dónde está mi tarjeta? Quizá la perdí entre la nieve mientras me ataba las botas… a algo me recuerdan, pero cualquier cosa me recuerda a todo, a todo lo que he olvidado. La ventana, si pudiera verlo todo desde arriba, sería más sencillo… pero debo salir, seguro que la chica sigue por aquí. El espejo, yo jamás he tenido barba y ésta parece la de mi abuelo. No sé dónde estoy… tengo que olvidar tantas cosas que ya no puedo recordar nada.
      Estoy nadando en medio de algas muertas que la marea no logra echar a la arena.

❉

Sam me arrastró hasta la vieja cabaña de su abuelo, en un lugar boscoso de México.
      Hace tanto que no soñaba estar aquí, comiendo caramelos de jamaica para olvidar el dolor de las rodillas raspadas, que pensé quedarme con él por lo menos esta noche. Pero pesaban tanto aquellas líneas a lo lejos que escapé corriendo por la puerta de la cocina que daba al jardín trasero. Caminé el resto de la noche, entre pinos y algunas palmeras perdidas de la infancia de Sam en la costa del Pacífico, que seguro habían llegado aquí por el recuerdo del sabor a jamaica.

Aquí voy de nuevo; pinos, palmeras, puerta, sangre en las rodillas, caramelos…. El amanecer. Sam.

❉

No puedo levantarme, estoy agotado. Me canso de mantener los ojos cerrados, no existe nada ahí dentro, no siento más que la putrefacción de algas negras, parece que tengo la cabeza enmarañada de ellas. La ventana, la nieve, las botas manchadas. No sé por qué estoy aquí.
      Algo me falta.

❉

Sam tirado en la alfombra de la habitación.
      Tengo que encontrarla, o no habrá ningunos caramelos que le curen los párpados. Bajé las escaleras despacio, mirando mis pies dentro de unos anticuados zapatos negros, usaba además un pantalón café a cuadros y una camisa amarilla. El viento invernal me golpeó la cara cuando abrí la puerta del hotel que daba a la calle, estaba en California.
      Lo supe de inmediato cuando escuché a lo lejos un bajo marcando una línea de sonidos. No sé cuántas avenidas fueron entonces, pero entré en un recinto atiborrado de personas que cantaban una letra que Sam había olvidado hacía años. Detrás de mí, un ancho cartel borroso gritaba el nombre del grupo, ante mis ojos no había letras legibles, apenas una fecha que, sin descifrarla, supe que se trataba de muchos años antes de que Sam naciera.
      Logré caminar entre todos ellos, mirando una figura elevada entre la multitud, que golpeaba un pandero con las fuertes líneas de sus dedos. Ahí estaba, a lo lejos, sobre el escenario de madera, con un pantalón a rayas guardando el par de columnas delgadas que eran sus piernas. Era ella, toda líneas. La misma que me había traído hasta aquí, la que Sam no logró encontrar, pues en aquel plano mundano no existe… ya no.
      Esta escena Sam la había visto un sinfín de veces en la cabaña de México, comiendo caramelos de jamaica frente al televisor. Era el concierto de una vieja banda de los años sesenta que solía gustarle a su abuelo. Hace tiempo, mientras caminaba en el Circuito de Broadway, Sam vio a lo lejos, entre la multitud, una pantalla dentro de un aparador reproduciendo el mismo concierto y yo recordé lo mucho que nos impresionó su belleza, cuando Sam tenía siete años.
      Yo también olvido lo que Sam recuerda, y viceversa. Mi cuerpo supraterrestre está hecho de las memorias perdidas, hasta que logran salir a la superficie y me deshago de ellas.
      Me acerqué lo más que pude y no le quité la mirada de encima a la chica del pandero. Bebí whisky barato hasta que terminó el concierto, y logré sobornar a un guardia para que me dejara pasar tras bambalinas. La vi un momento, tan cerca de mí que pude sentir la estática de la televisión del abuelo punzándome el rostro. Dijo algo y me dio su bolso, pero eso ya no tiene importancia.
      Todo me da vueltas. Le doy un trago largo a la botella con agua que llevo en el bolso desde que terminó el concierto de esa vieja banda de los sesenta. Como puedo me incorporo y empiezo a caminar hacia el hotel. Ya está amaneciendo, seguramente cuando llegue a la habitación 304 ya estará el sol pegándome en la cara. Odio llegar de día a mi cama,* porque cuando Sam despierte, este bolso habrá desaparecido y se dará cuenta de que ha estado persiguiendo a una chica que dejó de existir hace muchos años.

 

*     El fragmento en cursivas se tomó del cuento «Radiohead», de Lorena Ortiz, publicado en Luvina 90, pp. 53-58

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