(Guadalajara, 1982). Fue ganador del IV Premio de Novela Mauricio Achar por su novela Pistolar (Literatura Random House, 2018).
Lomo rojo. Las letras del título las recorren foquitos como los que iluminan las marquesinas de los teatros. En la portada, una mujer pierde su mirada en la tipografía. Su cabello lo adorna un tocado de hojas, flores y espinas metálicas. Sus labios tienen el mismo tono de rojo que el tocado. Un listón negro al cuello. Doscientas ochenta y nueve páginas.
Si no se juzga un libro por su portada menos por el copy publicitario sobre el que descansa la cabeza de la mujer, una almohada de mayúsculas amarillas:
ENTRE EL ESPLENDOR DE LAS PISTAS DE BAILE DE LOS AÑOS CINCUENTA SE ESCONDE UN ASESINO.
Tampoco hay que juzgar un libro por su trama, que es lo menos importante en una novela: lo que importa es la forma, en especial si es un thriller. Más aún si no respeta las reglas del género literario. Siempre se gana cuando se cambia la seriedad por la farsa. La comedia es una puerta más interesante a la nota roja, como probó Bernal en su célebre Complot mongol, al cual este libro de lomo también rojo rinde homenaje.
A un thriller, donde cada frase puede ser una pista, hay que juzgarlo por sus ratos muertos, escenarios vacíos: «Todos los cabarets son feos a la luz del sol. La pintura de la hawaiana, las palmeras y las canoas, el podio donde se pone la orquesta y las mesas astilladas sin sus lamparitas no lucen cuando las ves así nada más. Ésa fue una desilusión, pero ya sé que en la noche será maravilloso, pura magia. Me darán muchas ganas de irme a ese mar tan azul de la pared».
Hay quienes, mientras escriben una novela histórica, caminan por los lugares como si visitaran parques de diversiones, y otros para los que son más bien cementerios. Ruinas que se comen las enredaderas y los bichos. Los autores de este libro, escrito a cuatro manos, pertenecen a la primera categoría. Al menos ésa es la sensación que produce su novela, emplazada en la ciudad de México durante el cambio de sexenio de Miguel Alemán a Ruiz Cortines, cuando se construían la Torre Latinoamericana y Ciudad Universitaria, a la vez que empezaba la televisión. En aquel entonces, lo que ocurría de noche era tan distinto a lo que pasaba de día que parecía otro país, unos ciudadanos eran más auténticos a la luz del sol y otros a la de la luna.
Otro instante suspendido de Waikikí: «En la tercera esquina por fin se alza el hotel Impala, de tres pisos. Afuera, un pachuco habla acaloradamente con otro que todavía, a pesar de la noche, lleva puesto el sombrero y una leontina dorada. Bajo el farol dos muchachas con medias de red esperan clientes y, mientras, se espantan los mosquitos que les revolotean».
Fiel a lo que retrata, esta novela adquiere, por momentos, cualidades de cabaret vacío, de cantina cerrada. Sus personajes exploran los espacios como si no pertenecieran a ellos, como si se movieran dentro de las paredes.
El asesinato de Katmandú, estrella del Waikikí, trastoca las vidas de Esmeralda, una bailarina (tiple), y Mario, un sacaborrachos, principales sospechosos del crimen junto con la Márgara, una enana que orina de pie, quien durante años tuvo el honor de peinar las pelucas y preparar las pociones que bebía Katmandú para aguantar la noche. Lo cierto es que todos tenían razones para querer muerta a la vedette. Es un tiempo en el que generales y políticos salen de fiesta armados: «Hay que dejar las cuarentaicinco en el guardarropa: porque si a alguno le da por menearse mucho en un boogie loco puede volarle la cabeza a su pareja de baile».
Esta ciudad de México se reduce a un laberinto de cabarets, centros nocturnos y prostíbulos que Esmeralda y Mario, provincianos con poco tiempo en la capital, visitan a veces de noche y a veces de día, buscando al verdadero asesino para limpiar sus nombres.
Todas las bailarinas querían ser Tongolele o de perdis Katmandú, que hipnotizaba a sus espectadores al bailar como serpiente venenosa, enfundada en un vestido rojo. Mientras se quitaba la ropa, quienes la miraban quedaban petrificados, con fiebre, sin respirar, muy calladitos. Si en ese momento ella les hubiera dicho que sacaran sus pistolas y se suicidaran, lo hacían. Esmeralda quería su fama y fantaseaba con montar su propio acto: ser princesa azteca en una pirámide de luces, lista para el sacrificio. Mario era un adorador más de la vedette asesinada. Robaba su corpiño y sus pantaletas para ponérselos. Imitaba sus poses. Esmeralda odiaba a Katmandú mientras Mario la amaba. Sin empleo, con su reputación destruida y su foto en todos los periódicos, ahora no les queda más que compartir la ruina y el cuarto de hotel mientras cazan al verdadero criminal.
La estética de la novela parece, de entrada, tan ingenua como sus protagonistas. Y ése es uno de sus aciertos. La prosa de esta parodia se alimenta del lenguaje de las notas de espectáculos de la época, del periodismo chabacano de los cincuenta, mientras que la atmósfera bebe del celuloide de las películas negras de arrabal. La sordidez se aborda entonces desde el melodrama, con una cursilería que cimienta el sentido del humor que sostiene el texto.
La base de la novela es el asesinato real de Suy Muy Key, vedette conocida como Muñequita China, que ocurrió en 1951 en el Waikikí y nunca se resolvió, aunque se presume fue un crimen pasional a manos de su amante, es decir, un feminicidio, si ocurriera hoy, pero ésta es una novela histórica y como tal reconstruye la mentalidad de la época, exagerando sus matices trágicos y cómicos. La sociedad prohíbe de día lo que celebra de noche. Mario y Esmeralda son un par de recién llegados al lado oscuro de la capital, se mueven en el infierno de luces de colores y plumas con total inocencia, hasta que la metrópolis los devora y los desdibuja entre la multitud de empresarios, militares, políticos, sindicatos, artistas, policías, bailarinas y músicos.
El funeral del sexenio de Miguel Alemán se parece al de la vedette:
«Al fondo, una gran cruz cuelga de la pared. Las pocas personas que han llegado a esa hora parecen desencantarse de ver aquel féretro color natural, muy sobrio y casi sin coronas, y prefieren pasar a la sala contigua. A Mario se le figura que dentro no está Katmandú, sino alguien más, quizá una chica de buena familia, recatada y que se ha ido del mundo siendo virgen. No hay rastros de sus plumas, de sus lentejuelas atrevidas, de su desparpajo en escena. Es como si estuvieran en un foro equivocado, como si hubieran llegado al Waikikí de día, cuando se nota que la tarima de los músicos está descarapelada sin luces que lo disimulen. Sólo el débil resplandor de cuatro cirios gordos que enmarcan eso que parece más bien un ropero acostado».