C. B. / Alan Pauls

Conocí a Christian Bourgois —o a esos embajadores plenipotenciarios de Christian que eran los libros de la colección 10/18— bastante temprano, a los doce o trece años. Todos los viernes íbamos con mi padre a mirar libros franceses a una librería del centro de Buenos Aires, la librería Galatea. Mientras mi padre charlaba con el dueño de la librería, un tal Goldsmith, a quien estaba ligado, como lo probaban el aire confidencial, la camaradería un poco clandestina de su conversación, por «un asunto de polleras», yo aprovechaba para pasear por la librería, hojear las novedades, admirar los libros de arte que me estaban prohibidos y elegir, por fin, los dos libros que me llevaría esa tarde: uno, el libro «oficial», por el que pagaría; el otro, el secreto, que me robaría.
     Como se ve, el mío era un anticapitalismo sobrio y magnánimo. Por lo general, el libro oficial respondía a un gusto serio, «cultural», irreprochable. El libro secreto, a un estremecimiento, una curiosidad un poco ciega, una tentación confusa. Inútil decir a qué categoría pertenecían los 10/18 que el señor Goldsmith no volvía a ver (aunque nunca recordaba haber vendido). Fue entonces cuando tropecé con Sade, con Klossowski, con los coloquios de Cerisy-la-Salle, con Copi, con todos esos 10/18 que harían de mí lo que espero seguir siendo: un lector aventurado. A Christian Bourgois, pues, le debo mucho más que mis primeros entusiasmos de lector francófono: le debo
—además del dinero de los libros que nunca pagué— mi formación libertina, mi educación en una escuela filosófica, estética y lúbrica donde coexisten sin gruñirse los maestros de ceremonias sadianos, la voracidad nietzscheana, los afiebrados batailleanos, la gimnasia perversa de Klossowski, el tedio siempre voluptuoso de Barthes y la locura sin freno de Copi, mitad francesa, mitad uruguaya.
     Mucho tiempo después, Chistian Bourgois se convirtió en mi editor. En un sentido era demasiado: ser publicado por el editor que publica todo lo que uno quisiera leer es un exceso siempre peligroso. Pero ser publicado por el editor cuyos libros uno codiciaba hasta el delito parecía más bien una provocación. Nada más justo, por otro lado: cuántas veces, herido, escandalizado casi, había tenido que corregir a mis colegas argentinos, y a veces franceses, que pronunciaban «Bourgeois» en lugar de «Bourgois», como si fuera mi propio nombre el que estaba en juego. Para él, para Christian, todo era natural. Ése era su talento, su generosidad, su estilo: hacer de cuenta que los prodigios eran naturales. Muy rara vez hablábamos del libro mío que acababa de publicar. Hubiera jurado que le parecía inútil, un poco penoso, como de mal gusto. Prefería pensar en el próximo, o en otra cosa, o reírse. Yo le envidiaba su delgadez, signo de libertinaje que me convenció, la primera vez que lo vi, de que la persona que tenía ante mí era realmente él y no un impostor. Siempre que lo veía vestía un saco azul que llevaba con una elegancia modesta y orgullosa, como si no tuviera otro, como si fuera menos un saco que un uniforme de trabajo, o de pasión. Solía caer en silencios que duraban un poco más de lo que yo estaba dispuesto a tolerar sin preocuparme, silencios densos, muy rumiados, y allí se quedaba con los brazos cruzados, como si hubiera decidido que fuera el mundo, ahora, el que se moviera un poco, o pensara, o dijera algo. Yo, un poco turbado, volvía todo el tiempo a lo mismo, a la misma apoteosis de frivolidad: la publicación de Emmanuelle en 10/18, acontecimiento primordial de mi adolescencia.
     Los 120 días de Sodoma, El baile de las locas, Roberta esta noche, el coloquio Nietzsche en Cerisy, el coloquio Bataille, el coloquio Barthes: no puedo releer esos libros, tan decisivos para mí, si no es en mis ediciones 10/18. Porque no hay ninguna contradicción: esas ediciones 10/18 yo las considero mías. He ahí el verdadero robo, el único del que nadie podrá jamás acusarme. Qué extraña felicidad, apropiarse no ya de un escritor —cosa que los escritores hacen muy a menudo— sino de un editor. Por otro lado, durante algunos años, hasta el momento desconcertante pero fatal en que el señor Goldsmith, aprovechando una tarde en que mi padre había faltado a la cita, me reveló que detrás de 10/18 se escondía un tal Christian Bourgois, siempre había considerado esos clásicos de mi educación libertina como libros de 10/18 tanto como de Sade, o de Klossowski, o de Copi. Esos libros que me vieron crecer, que me vieron convertirme en escritor, saben todo lo que mi ser escritor le debe a ese Christian Bourgois que se complacía en esconderse bajo un nombre que yo, por entonces, tomaba por un alias de agente secreto. Mucho tiempo después sigo releyéndolos, sólo que con ayuda, desde hace algunos años, de anteojos, prueba banal de una decadencia que a veces, sin embargo, también me ofrece un consuelo: acomodarme los lentes sobre el puente de la nariz empujándolos no con el dedo índice, como haría todo el mundo, sino con el mayor: así, clavándomelos entre los ojos, como lo hacía mi querido Christian.

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