Burbujas de fuego / Christian O. Grimaldo

(Guadalajara, Jalisco)

Aquella noche entré por curiosidad a aquella cantina. Siempre me habían dicho que eran
peligrosas; no sé por qué son las de la Calzada precisamente las que nunca han tenido
buena fama. ¿Será por la prostitución, las drogas, el alcohol adulterado, el olor a
alcantarilla del cruce con Juárez? Lo único que sé es que quería conocerlas.
    Y estaba ahí después de todo; el letrero de afuera con un nombre intrascendente
se veía ya gastado. Gran parte de mi interés por ir a una de esas cantinas era por las
puertitas estilo oeste que tienen, siempre me llamaron la atención, soñaba con entrar
empujándolas con toda la fuerza de mis brazos mientras buscaba en el interior al primer
osado que se atreviera a levantar su sucia mirada. Ese día tuve la oportunidad, pero
estando ahí no me atreví a llevarla a la práctica, lo cual fue una suerte pues cuando entré
con la cabeza gacha, el ritmo cardiaco elevado y ciertas náuseas, resultó que a nadie le
importaba quién estuviera entrando. Sólo un sujeto prestó atención, era sumamente
gordo y chaparro, llevaba una playera roja deshilachada de un lado, con múltiples
agujeros y manchas de grasa; el poco pelo que tenía era largo y con el sudor que
manaba su ser, éste daba la impresión de estar embarrado en la brillante piel de su
cabeza. El rasgo que más me llamó la atención fue que, al igual que yo, estaba solo…
    Me acerqué a una mesa y pedí una cubeta. Pedir una cubeta siempre me
recordaba a esas veces que iba al panteón a visitar la tumba de mi madre, ahí también se
pedían cubetas, regularmente las llevaba un adolescente de allá para acá corriendo. Vaya
que la mente puede crear asociaciones extrañas.
    Un atosigador olor a gasolina llegaba de algún sitio… ¿Olor a gasolina en un
bar? Ahora que lo pienso, voy entendiendo por qué tienen mala fama esas cantinas.
Estaba yo mirando el ventilador mugroso una y otra y otra vez cuando el olor a gasolina
aumentó y de pronto ahí estaba en mi mesa el sujeto del pelo embarrado.
    -¡Que onda, chavo! -balbuceó con su boca apestosa, y descubrí por fin que de
ahí salía ese fuerte olor a combustible.
    Muy probablemente fue la soledad y su paradójica presencia la que me llevó a
ofrecerle una cerveza.
    -¡Yo ya no pisteo! – rugió- …Yo ya no pisteo… –susurró.
    Y su mirada se perdió en un horizonte lejano que nadie más que él podía ver,
porque enfrente únicamente había una pared roja y sucia.
    A pesar de que "ya no pisteaba", se bebió la cerveza.
    -¡Esta madre me está perdiendo! Yo antes tenía una buena familia, compa…
Pinches vicios, pero pos ¡mejor así!, ahorita ya no tengo que darle de tragar a nadie,
nomás pa' mí hace falta… Antes pa’ sacar pa’ todo vendía burbujas.
    -¿Burbujas?
    -De ésas del pomito con jabón y el arito, pero me ponía a soplarles y se me
olvidaba que tenía que vender… las veía subir y tronar, subir y tronar, subir y tronar…
Pinches burbujas, yo digo que se parecen a la gente, por eso mejor me vine a echar
lumbre a esta esquina, ¡deja más!
    -La gasolina es tóxica, debería buscarse un mejor trabajo…
    -Tóxica! Bah, son más tóxicas esas nalgas que van pasando ahí afuera -y soltó
una risotada-. Además, esto es un chou, la gente se divierte viéndome, soy como los
magos.
    -¿Quiere otra?
    -No… ¡mejor te enseño mi acto!
    El hombre se incorporó y tomó de debajo de la mesa un envase con gasolina y
una vara con estopa que asemejaba un isótopo de hospital bizarro. Salió tambaleante a
plena Calzada y empezó a beber del envase. Era evidente que el hombre no sólo bebía
cerveza… prendió la estopa de la vara y comenzó a escupir la gasolina. No era un acto
sublime pero sí me dejó perplejo.
    El sujeto bebió de nuevo, pero esta vez derramó todo el contenido sobre su raída
playera y sus brazos. Tomó la vara de nuevo y ésta se ladeó sobre él; una llama nació de
su brazo como si fuera un fósforo. El hombre manoteó e intento apagarse la mano en la
playera roja. El resultado fue catastrófico. El hombre corrió por la calle en llamas y al
llegar al crucé con una de esas callecitas que atraviesan la Calzada como pequeñas
venas de un sistema circulatorio enfermo, un coche azul salió veloz y sin aviso lo
arrolló.
    Irónicamente, la burbuja humeante en que se había convertido aquel hombre
“subió” por la calle y “tronó”, “subió y tronó”, “subió y tronó”…
    En la Calzada Independencia, por las madrugadas, no hay mucho ruido aparte
del canto de las sirenas, las de las ambulancias y las de ésas que están en las esquinas,
éstas cantan como aquellas mitológicas sirenas, aunque ahora no se sabe si son sirenas o
tritones transexuados.
    Esa noche se les sumó el grito del hombre del pelo embarrado; creo que gritaba,
aunque por momentos me pareció escucharlo reír, como si estuviera feliz haciendo su
último acto. El más especial es el del final, como en los actos de los magos.

 

 

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