¿Bueno?, ¿quién habla?

Alfredo Sánchez Gutiérrez

(Ciudad de México, 1956). Autor de «La música de acá. Crónicas de la Guadalajara que suena» (Universidad de Guadalajara, 2018).

La obsoleta aventura de levantar un auricular y escuchar la voz de alguien lejano o lejanísimo: ¿Bueno?, ¿quién habla? Aquellas palabras cifradas que todo mundo entiende. La voz no es exactamente como la recordábamos, hay una distorsión, es metálica pero aun así reconocible, ¡Hola, tía, qué gusto escucharte! Aquellos viejos aparatos telefónicos ya se usan poco, los modos han cambiado pero el ritual sigue intacto: los sonidos viajan en el éter y llegan de manera misteriosa. Nos imaginamos la cara, los gestos, la ropa, la habitación desde la que llama la tía, una ciudad remota nos habla al oído. La voz es sinónimo de la persona, sin que la miremos nos comunica su emoción, sus pesares y alegrías.

Recuerdo la voz de mi padre, grave y con personalidad, casi como de actor de cine o teatro. Nació en México pero nunca perdió el ceceo gachupín por culpa de sus padres españoles. Sus hijos nos burlábamos de él obligándolo a pronunciar palabras como calcetín a la manera mexicana. Lo intentaba inútilmente, nos reíamos, él se encogía de hombros, así soy y ni modo. Un conocido necesitó un acento español para una grabación y pensó en mi padre. Me dicen que llegó nervioso a la cita, era novedad para él. Pero ya no supe si salió bien, no me contaron. Nunca explotó esa voz, tampoco lo escuché cantar más allá de pequeñas frases de canciones de moda que entonaba con cautela, tratando de contagiar un poco de humor y optimismo:

Ju-Ju-Julia, qué bonita estás, Ju-Ju-Julia, qué elegante vas...
Santos Dumont Santos Dumont inventó un globo, que pensaba dirigir con aire sólo... 
Tequila con limón y un poco de ron...

Sospecho que no lo habría hecho tan mal, pero era tímido. Se dedicó a otras cosas: la contabilidad, la administración, trabajo de oficina. Era más bien callado.

A mí me gustaba el futbol y de niño soñaba con ser cronista deportivo. La televisión de los años sesenta era dominada por personajes de voces engoladas y dicción perfecta. Algunos de cierta cultura, como Fernando Marcos, y otros con ingenio y ocurrencias verbales, como Ángel Fernández. En la soledad de mi cuarto jugaba a narrar los partidos sin ninguna gracia, acaso imitando lo que les escuchaba a aquellos personajes. Ser locutor era una profesión respetada.

Cuando empecé a estudiar comunicación mis compañeros me decían que tenía «buena voz». Alguna vez hice una prueba y el ingeniero dijo que «registraba bien en el micrófono». Fui requerido cada vez más. Me gustaba la cabina de grabación, decir textos de otros aunque no siempre estuvieran bien escritos. Al principio era raro: a casi nadie le gusta escuchar su propia voz, suena ajena, lejana, como si fuera de otro. Supongo que me fui acostumbrando. En aquellos tiempos hablar frente a un micrófono era cosa de elegidos, había que «registrar bien» pero tener también otras cualidades: dicción, articulación, intención, lectura. Yo leía bien, eso ayudaba. Con el tiempo todo eso fue quedando de lado. Empezó a importar más el qué se decía por encima del cómo se decía.

Antes, hasta había que tener una licencia especial para ser locutor de radio y televisión, pasar un examen engorrosísimo y difícil que para colmo se realizaba solamente en la Ciudad de México. Ahí íbamos los provincianos a una oficina de la Secretaría de Educación luego de estudiar trabajosamente la guía que nos enviaban, pagábamos nuestro camión y el hospedaje pues la prueba duraba dos días. Muchos no pasaban y había que solicitar de nuevo. Meses después, la misma cosa. A mí me fue bien, para qué negarlo: primero el examen escrito, de cultura general y asuntos gramaticales, que había que aprobar para pasar a las pruebas del día siguiente. Lo conseguí con calificación de apenitas. Al otro día un juez intimidante te preguntaba sobre la ley de radio y televisión, luego te ponían a pronunciar palabras extranjeras en inglés, francés y hasta alemán, te metían a una cabina a leer noticias y anuncios comerciales y a improvisar sobre algún tema. Era septiembre, acababa de pasar un informe del presidente José López Portillo. Me dijeron que hablara sobre ello. De casualidad había escuchado una parte donde JLP, elocuente y demagogo como siempre fue, hablaba del «espejo negro de Tezcatlipoca» como símbolo de un pesimismo nacional que había que erradicar de una vez y para siempre. No sé si en ese mismo informe fue donde prometió defender al peso como un perro. O si fue en el que soltó unos lagrimones con los que se quejaba de la evasión de capitales para inmediatamente después anunciar la nacionalización de la banca, que tanta controversia trajo al país. Quien me examinó, acaso sorprendido de que un mocoso como yo usara esa frase —«dejar de mirarnos en el espejo negro de Tezcatlipoca»—, me aprobó de inmediato. Quizá también pensó que quedaría mal si no aprobaba a quien citaba al presidente en turno. Eran los tiempos de la aplanadora priísta.

Obtuve, pues, aquella licencia que aún conservo y que en realidad no me sirvió de nada. Nadie me la pidió nunca.

No sé de dónde me salió el gusto. De mi padre no, claro está. Mi abuelo paterno, muy bajo de estatura y de origen andaluz, tenía una voz débil, casi frágil, muy bajita como él y al hablar se comía algunas letras como todos los oriundos del sur español; el materno, asturiano, lo tenía fuerte, hablaba a gritos y manoteaba, era expresivo, exagerado y discutidor pero no particularmente elocuente. Ahora que lo pienso, mi madre tenía voz agradable. Le gustaba cantar, pero lo hacía poco y con una voz más bien desentonada. En sus últimos años me sorprendía de pronto pues recordaba completitas viejas canciones que yo no le había escuchado:

Vámonos al parque Céfira, para ver si encuentras cónyuge...

Nunca se puso delante de un micrófono ni entró a un estudio de grabación. Tal vez habría «registrado bien», quizás podría haber sido locutora o cantante, le gustaba hablar, era ocurrente y de palabra pronta, no se dejaba intimidar y sus opiniones las expresaba con firmeza y a veces con temeridad. Pero también se dedicó a otras cosas: su casa, sus hijos.

Mi primera experiencia en vivo fue aterradora. El director de la emisora, un viejo periodista de esos que alababan sin tregua al gobernador en turno, me dijo: «Mañana haces el noticiero de las ocho conmigo». Dormí mal. Llegué temprano y el hombrón aquel, de voz estentórea y modales bruscos, me puso enfrente el periódico del día, El Occidental. Con un plumón circuló varias notas de la primera plana: «Ésta tú y ésta yo; ésta otra vez tú y aquélla de nuevo yo, lo hacemos al alimón», me ordenó con su vocezota. Aquello consistiría, pues, en leer las noticias del periódico, poner nuestras voces al servicio de la matutina información. Nos sentamos y el hombre aquel desenfundó un revólver que traía escondido en las ropas y lo colocó sobre la mesa. «Es que me estorba», aclaró. Siempre sospeché que lo hizo con la clara intención de intimidar, de manifestar su poder y su virilidad. Lo logró. Yo leí con la mejor voz que tenía, un poco titubeante pero supongo que casi no me equivoqué. Miraba alternativamente el periódico, la cara enfurruñada del director y el arma que descansaba, amenazante, cerca de mí. A partir de aquel día leímos juntos durante varias semanas el periódico ante los micrófonos de la radio. Con pistola o sin ella.

Ejercer como locutor tiene sus inconvenientes. Uno se siente utilizado. Alguna vez me contrataron para hacer campañas de políticos seguramente impresentables, otras para grabar anuncios vergonzosos de productos para la disfunción eréctil, comerciales de comida chatarra, restaurantes de dudosa calidad, almacenes dentro de los que nunca puse un pie y que vendían ropa y electrodomésticos, servicios telefónicos, productos farmacéuticos, videos de motivación empresarial. Yo me autoconvencía: No soy yo, es sólo mi voz, pero igual me sentía un poco prostituido. Y las grabaciones, si bien con frecuencia divertidas, a veces también eran incómodas, con publicistas que daban instrucciones absurdas acerca de las intenciones que la voz debería comunicar y parecían nunca quedar del todo satisfechos: «¡más promocional!», «¡menos vendedor!», «¡un poco institucional!».

Hace unos años me quedé sin voz, justo cuando iniciaba la pandemia de covid. De manera inexplicable amanecí afónico, las palabras salían con dificultad, incomprensibles. Mis esfuerzos por hablar eran inútiles pero no había más síntomas, ningún malestar en otra parte del cuerpo, me hice una prueba y no era covid. Recordé entonces un libro del poeta Jorge Esquinca: El cardo en la voz. ¡Eso!, algo que no la imposibilita por completo pero la incomoda, la altera.

Cuando el cardo es raíz ensombrecida, la voz se consume en la vorágine de su quemadura terrenal.
Víctima propicia de una voluntariosa levitación 
—abrir la garganta, nido del ánima— la voz gira sola en la órbita del incendio [...]
hay que afinar yunque y martillo, la plata nunca es pura en las fraguas de la voz.
Hay que templar cada cuerda en el agua lustral, hay que recorrer con tacto minucioso los laberintos del diapasón [...]
nada sería la voz sin el misterio del cardo.

Fui con uno de esos médicos de especialidad impronunciable: otorrinolaringólogo. Me revisó, me dijo que no tenía el equipo adecuado para diagnosticarme bien. Me envió con un colega suyo, muy lejos y muy caro. Nunca le vi la cara: usaba encima del tapabocas una mascarilla de acrílico que me dificultaba comprender lo que decía. Comenzaba la pandemia —apenas epidemia entonces— y muchos actuábamos con cautela y temor. Escuchábamos de la saturación en hospitales, de las numerosas muertes, de los casos graves que ocurrían alrededor. Las vacunas aún estaban muy lejos, pero no así los obligados botes de gel antibacterial, los tapetitos sanitizantes a la entrada de los negocios, los cubrebocas de rigor.

No sin dificultad pude entenderle que una de mis cuerdas vocales se había quedado paralizada. La razón era incierta. Podría haber sido un golpe —yo no me había golpeado— o un virus o sabrá Dios qué. Los médicos parecen tener pocas certezas. Me pidió que me hiciera una tomografía. Yo, pesimista como suelo ser, me imaginaba un quiste o, peor aún, un tumor maligno, pero los resultados no arrojaron nada alarmante. El médico me recetó un esteroide antiinflamatorio inyectado y un complejo de vitamina B. Me derivó con una foniatra. Era necesaria la rehabilitación vocal. Fui a la primera cita, era abril de 2020. Me dio un plan de ejercicios diarios: emisión de la voz con mucho aire, abundantes trompetillas, soplidos con un popote dentro de una botella de agua, escalas ascendentes y descendentes medio cantadas, casi me sentía tenor de ópera al practicar, pero la voz no salía o salía débil y turbia. Fui persistente, temía no poder hablar ya nunca con normalidad, me ejercitaba todos los días y asistía regularmente a consulta, le mandaba semanalmente una grabación en el celular donde recitaba el abecedario o los números del uno al diez. La doctora trataba de tranquilizarme, todo iba bien, debía ser paciente —eso era: su paciente—, me mostraba grabaciones de otros a quienes había curado, yo le quería creer. Al final lo logró, ¿lo logramos? Hoy ya puedo hablar y hasta ejercer decorosamente como locutor, recuperé la voz. Fue cosa de dos meses de rehabilitación, casi nada. Pero algo cambió: hay una cierta opacidad, una inseguridad en la emisión que trato de vencer a fuerza de mañas. Mi voz ya no es la misma, hay un cardo que parece haber anidado en ella. Pero acaso sólo yo me doy cuenta, acaso hasta ha resultado beneficiada.

En aquellos días pandémicos llegó a mi oficina un hombre de sesenta y tantos años, corpulento y platicador. Me dijo que era actor de teatro y que desde ese día había sido asignado a la radio donde yo trabajaba. Podría ser locutor, actor de radionovelas, leer poemas al aire, grabar comerciales, me dijo. Yo lo escuchaba con suspicacia, sin saber bien qué responder. Era miércoles. «Hagamos una prueba de grabación la próxima semana», le dije. Días después, el domingo, leí en Twitter el nombre de aquel señor: era una esquela que anunciaba su muerte. De covid. El día que me fue a ver ya estaba infectado sin saberlo. Sufrí una paranoia terrible, creí que, además de mi problema vocal aún no resuelto, ahora debería cargar con el gravísimo contagio de covid y acaso moriría como el actor. Me hice una prueba que resultó negativa pero aun así viví en la incertidumbre algunos días, hasta que un médico me tranquilizó: «No te preocupes, si no ha habido ningún síntoma es poco probable que te hayas contagiado». Nunca pudimos hacer la prueba de grabación de aquel infeliz que murió. No pude escuchar su voz grabada.

El encanto de la radio, hoy un medio en crisis por los nuevos hábitos digitales, viene en parte de la voz, y de la posibilidad de hablar sin interlocutor visible. ¿Hay alguien ahí? Algún radioescucha llamaba por teléfono para hacerse notar con quejas o felicitaciones. Algo era algo. Pero muchas veces uno hablaba y hablaba sin saber si del otro lado había tres pares de orejas o veinte mil o ninguna. Uno se formaba una imagen mental del auditorio, su edad, identidad sexual, color de pelo, lugar de residencia. ¿Cuántos serían y de qué había que hablarles? Del otro lado ocurría algo similar: quien escuchaba una voz imaginaba cara y cuerpo. Recuerdo un cuento de Julio Cortázar, «Cambio de luces»: una mujer escucha fascinada a un actor de radionovelas y se crea una imagen visual de él. Le manda recados, le propone una cita. Él se hace un retrato mental de ella. Cuando se conocen ninguna imagen corresponde con la real. Se hacen amantes, cada uno trata de cambiar al otro para convertirlo en aquello que imaginó al principio. Algo así. Supe de varios casos en los que el radioescucha se decepcionó al conocer físicamente al poseedor de aquella voz seductora.

Yo mismo me encandilé más de una vez con la voz de algún locutor, me hice una imagen visual, me inventé su peinado, el tipo de armazón que usaba en los anteojos, si tenía o no bigote y barba, su complexión, el corte de su camisa, el color y la forma de sus ojos. Leía seguramente cosas escritas por alguien más pero yo estaba seguro de que esa sapiencia provenía de él, de esa voz única, poderosa y convincente.

Me gusta pensar que la aventura empieza ahí: la seducción que provoca una voz en la imaginación de otro. Por eso me gustó hablar sin saber quién estaba del otro lado. Hablar con público, en cambio, me parece dificultoso, hasta atemorizante. Pero frente al micrófono, en la cabina, con los audífonos puestos y la voz propia en el interior me siento seguro, es un placer acaso egocéntrico, lo sé, pero que al final, con un poco de suerte, puede provocar en otros un efecto, una reacción, una emoción.

Hablar así es también como desnudarse, dirigirse a la intimidad desde la intimidad, desde el misterio.

Pero hoy hay cámaras en las cabinas y se transmite por internet todo lo que ocurre ahí. Lo común es ver las facciones de quien habla, los gestos que hace al expresar una idea, el modo como sonríe, los movimientos de sus manos al hablar.

Y acaso con un romanticismo tardío me veo obligado a preguntar: ¿será que aquel misterio es cosa del pasado? En las calles hay tanta gente hipnotizada por la pantalla de su teléfono, caminan sin mirar al frente, conectados con un video, un meme, una red social, hasta una película… aun sin ponerle sonido se quedan ahí, atrapados y seducidos. ¿Es el triunfo indiscutible de la imagen? La respuesta podría ser: sí. Pero quizás no tanto: he escuchado por ahí que lo que entra inicialmente por el oído difícilmente se olvida. Me gusta pensar así.

Es entonces cuando la vibración del celular me avisa: ¿alguien quiere decirme algo? Dudo, meto la mano al bolsillo izquierdo del pantalón, decido tomar la llamada sin mirar el identificador: «¿Bueno?, ¿quién habla?»

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