Brocado de seda / Tessa Hadley

Ann Gallagher escuchaba la radio, cortando una cuadrada chaqueta corta con mangas de tres cuartos, en una lana lila pálido con azul marino. Cortó el patrón de su propio diseño —había una falda con el largo hasta las rodillas que hacía juego— y luego sujetó con alfileres los moldes de papel a lo largo de la tela, arreglándolos y re-arreglándolos como piezas de rompecabezas para hacerlos coincidir con el menor esfuerzo. Ahora sus tijeras mordían con decisión, gruñendo contra la superficie de la lana en la mesa, con la tela cayendo limpiamente de las cuchillas. Esas tijeras eran sacrosantas y definitivamente no podían ser usadas para algo más, algo que pudiera mellarlas o quitarles el filo. Ann y su amiga Kit Seaton rentaban la parte trasera del sótano de una casa grande en una zona residencial de Bristol para su negocio de confección de vestidos. Dado que la casa estaba construida en una loma, sus habitaciones se abrían a un jardín, y la luz del sol entraba a través de las ventanas francesas como en parches cambiantes sobre la mesa de cortar de Ann.

     Alguien bajó las escaleras, llegó hasta la entrada lateral y tocó sobre los opacos vidrios de la puerta; Ann se asomó, irritada al ser interrumpida. Kit dijo que siempre deberían cambiarle al Tercer Programa cuando llegaran los clientes —era más sofisticado—, pero no había tiempo, aunque Ann pudo hacer el suficiente para mirar a través del vidrio de burbujas y darse cuenta de que la mujer que estaba del otro lado no era de ninguna manera sofisticada.
     «Ann, ¿te acuerdas de mí? Soy Nola».
     Nola Higgins se plantó con una rectitud militar, con los hombros bien cuadrados; estaba abotonada en una clase de uniforme azul marino, apretado de una manera muy poco atractiva sobre su pesado busto. «Sé que no debí haber venido sin cita», se disculpó animadamente, «pero ¿te puedo hacer una pregunta rápida?».
     Ann y Nola habían crecido en la misma calle en Fishponds y ambas habían ganado becas en el mismo instituto para mujeres. Nola ya estaba en el tercer año cuando Ann comenzó, pero Ann había ignorado sus acercamientos amistosos y había evitado sentarse junto a ella en el autobús que las llevaba a casa. Habría esperado que Nola entendiera su necesidad de hacer nuevos amigos y de dejar a Fishponds atrás. Nola se había entrenado para ser una enfermera de barrio cuando dejara la escuela y Ann rara vez se cruzaba con ella en su camino; ahora supuso, con el corazón encogido, que Nola había venido a pedirle que le hiciera su vestido de bodas. Ya había habido otras chicas de su pasado de Fishponds que habían querido que lo hiciera (no era siquiera, estrictamente hablando, su pasado, porque por el momento aún estaba viviendo ahí, en casa, con su familia). Ella y Kit necesitaban el trabajo, pero Kit dijo que si ellas iban a coser para cualquiera, jamás prosperarían haciéndolo sólo para las personas adecuadas. Tal vez cuando Nola supiera sus precios se desalentaría. Titubeando, Ann miró su reloj de pulsera. «Mira, ¿por qué no entras diez minutos? Estoy ocupada, pero tomaré un descanso. Pondré un poco de café».
     Pasó a Nola al probador. Tenían el cuarto de costura y el probador, así como una cocineta sin ventanas y un baño. Un dentista del piso principal usaba los cuartos de la parte frontal del sótano como bodega, y ellas en ocasiones escuchaban sus pesadas pisadas en las escaleras. El Tercer Programa ayudaba a disimular el sonido de su taladro cuando los clientes iban a probarse algo. Ann y Kit habían hecho cortinas de terciopelo dorado para las ventanas del probador y habían tapizado un diván con tela que hacía juego; en las paredes blancas había copias de pinturas de Klee y de Utrillo y destacaba un espejo antiguo, de base y de cuerpo entero, enchapado en oro con figuras de plantas alrededor. La luz de la mañana aguardó, vacía, en el cristal del espejo. Kit a veces llevaba ahí a sus novios por la noche, y Ann tenía que estar en búsqueda de las señales delatoras (ceniceros sucios, copas de vino, cojines arrugados). Estaba convencida de que una vez Kit estuvo haciendo el amor encima del vestido de noche de alguien, tendido en el diván después de una prueba.
     Ann se preguntó si Nola Higgins estaba impresionada por el nuevo estilo glamuroso de su vida o si simplemente lo aceptaba, tan calmadamente como había aceptado cualquier lugar por el que pasaba. Debía de haber visto algunas cosas durante el curso de su trabajo como enfermera, algunas de ellas horrorosas. El permanente casero de Nola la hacía parecer como de la edad de sus madres; los oscuros rizos estaban demasiado apretados y aplastados contra su cabeza, y cuando se sentó estiró su falda sobre sus rodillas, como si fuera consciente de sus amplias caderas. Pero sus ojos cafés estaban muy atentos y fijos, y tenía el tipo de piel que era tan suave que parecía casi suelta sobre sus huesos, rosa mate, como si estuviera usando polvo, pero no.
     Ann colocó el colador en la cocineta. Kit había crecido en Francia, o al menos eso decía, e insistió en que siempre preparaban café real. Lo servían en pequeñas tazas de turquesa, con bísquets de almendras amargas, sobre una charola japonesa laqueada que Ann encontró en una tienda de objetos usados. A veces el café estaba tan fuerte que los clientes difícilmente podían tomárselo.
     «No te entretendré mucho», dijo Nola, «sólo quiero pedirte un favor».
     No tenía el mismo marcado acento de Bristol que sus padres (la madre de Ann hubiera dicho que estaba bien hablado). Se trataba de un vestido de novia, por supuesto. La boda sería en junio, dijo Nola. Sería algo pequeño, o al menos eso esperaba. Sabía que había muy poco tiempo y que probablemente Ann ya estuviera ocupada, pero lo habían decidido de repente. «No es de esa clase de “de repentes”», añadió, riéndose sin avergonzarse. «Supongo que algunas veces tienes que aflojar las cinturas mientras las novias engordan».
     Ann estaba acostumbrada a felicitar a otras mujeres por sus compromisos. Difícilmente se sentía celosa, más bien se sentía vivaz y atrevida, como aliviada. «¿Conoces nuestros precios?», preguntó con tacto. «Te puedo mostrar nuestra lista».
     «Ah, eso no será problema», empezó a decir Nola, «porque con quien me voy a casar, mi prometido…».
     Y entonces tuvo que detenerse, porque sus ojos se inundaron de lágrimas y un intenso color rojo apareció en sus mejillas; Ann tuvo la intuición de que el rubor corría inmediatamente por todo su cuerpo. ¿Quién hubiera pensado que Nola Higgins fuera susceptible a esta clase de emociones? Se agachaba sobre su bolso, tratando de pescar un pañuelo. «Qué tonta», dijo, «es ridículo, Ann. Pero es que estoy tan feliz. No puedo creer que esté diciendo esto, que realmente nos vamos a casar. Él es un tipo muy amable. Y podrá pagar tus precios. Sabía que no serían baratos».
     «Bueno, ¿no eres afortunada?», dijo Ann, admirada, «¡Un tipo amable y que además puede pagar!».
     «¡Soy afortunada! Sí que lo sé. Yo era enfermera, sabes, cuando él era muy pobre. Así es como nos conocimos. Pero no es como suena: no es por eso por lo que él me quiere, sólo por cuidarlo. Quiero decir, si lo ves hoy no podrías decir que alguna vez estuvo enfermo, excepto porque tiene una ligera cojera, eso es todo».
     «Me alegro por ti», dijo Ann.
     Nola se sentó muy quieta, sosteniendo su taza de café con ambas manos, sonriendo de manera deslumbrada, aceptando el tributo. Había traído tela consigo, en una bolsa de papel (las novias frecuentemente lo hacían, y Ann tenía que pedirles que la sacaran de ahí). Su prometido tenía mucho material en su casa, dijo Nola, apartado en armarios y baúles. Y había algunas hermosas telas viejas también; Ann debería venir y verlas alguna vez. Ann hizo un educado ruidito de interés, preguntándose si sería dueño de alguna tienda de segunda mano; ella se imaginaba a alguien mucho más grande que Nola, respetable y considerado, tranquilo, quizás un viudo. El material de la bolsa olía a bolitas de naftalina, pero lucía caro: grueso brocado de seda, blanco crudo, bordado con flores crema. «Es viejo», dijo Nola, «pero nunca ha sido usado. Y hay algo de encaje, también, buen encaje. Pero no lo traje, quería preguntarte primero». Tocó el brocado, intranquila, mirándolo fijamente. «Es demasiado, ¿no? Voy a ser un desastre. Yo sólo quiero algo apropiado, verme como soy yo. Pero él insistió, dijo que tenía que usarlo».
     Ann realmente estaba convencida de que si tan sólo pudieras encontrar la ropa adecuada te podrías convertir en lo que quisieras, podrías transformarte. Dejó que la pesada tela saliera de sus dobleces e hizo que Nola se parara, luego la sostuvo contra ella enfrente del espejo, jalándola alrededor de su cintura, frunciendo el ceño profesionalmente ante los reflejos de Nola sobre sus hombros, estirando y alisando la tela como si estuviera moldeando algo. «¿Ves? El blanco crudo queda muy bien con tu pelo oscuro y con tu piel. No hay suficiente para un vestido completo si lo quieres largo, pero creo que podemos sacar un canesú apretado y un pequeño faldón y encontrar tela lisa de fábrica que combine para la falda. Con tu figura te conviene buscar una silueta limpia, nada recargado. Esto se puede ver impresionante, de hecho».
     «¿Sí lo crees?». Los ojos de Nola, dudosos y confiados, pasaron de mirar el reflejo a mirarla a ella misma.

Kit llegó dando un portazo a la puerta luego de la comida, contando alguna historia, gritando y riendo, medio borracha, con un par de amigos hombres que la cargaban. Ann estaba empezando el forro del traje lila. Uno de sus amigos era médico, Ray, novio actual de Kit, o al menos él creía que lo era (Ann sabía de algunas otras cosas, en particular sobre un hombre casado). El otro amigo también era médico. Ann no lo había visto antes: Danny Ross, quien tocaba el piano, al parecer, en una banda de jazz. Donny Ross tenía un cuerpo tan delgado como una fusta, mejillas cavernosas y grueso cabello negro azabache con un copete largo que caía sobre sus ojos. Su boca era pequeña y su sonrisa era sorprendentemente afeminada, y dejaba ver sus dientes pequeños, aunque no sonreía mucho, o decía mucho. Era más que nada serio y lucía crítico. Fue inmediatamente obvio para Ann que Kit no le caía bien. Él descubrió su autoritaria experiencia y el desfile completo de su esnobismo: empezando con que Proust era su autor favorito y que su madre acostumbraba mandar a hacer sus sombreros a los Champs Élysées y simulaba que no eran los pequeños burócratas que eran y que deseaban evitar los impuestos tan desesperadamente; como si ella no pudiera adivinar lo que Ann ya había adivinado: que Donny era un socialista.
     Se levantó mientras Kit aún hablaba y fue a la cocineta, golpeando las tazas, buscando algo que no encontró, alcohol, probablemente; regresó con la bolsa de azúcar y una taza del café que hizo para Nola, el cual debía de estar bastante frío.      Luego se sentó y echó azúcar en su taza con una cuchara, sin plato, tirándola toda en la mesa, seis o siete cucharadas para hacer tolerable el café, y Kit no dijo una sola palabra acerca de la bolsa de azúcar, aunque era muy especial en lo referente a servir las cosas de manera correcta. Tal vez Donny Ross la asustó, pensó Ann.
     Entonces le contó a Kit lo de la boda de Nola. Mejor tocar ese punto mientras estaba de humor y con compañía. «Sé que no es exactamente nuestro estilo», dijo, «pero podemos hacer el trabajo».
     Le dio a Kit el papel en el que Nola había escrito los detalles, y esperó a que hiciera su usual cara de desdén mientras la leía, como si algo oliera mal. Kit tenía una cara larga, de caballo, pelo alborotado pintado de color miel, y un cuerpecito redondito, sexy, decisivo, como el de una niña sobredesarrollada; ella expresaba todos sus gustos y disgustos como si la afectaran físicamente a través de sus sentidos. Para sorpresa de Ann, se enderezó emocionada. «Oh, Dios, esto es una maravilla. No puedo creer que no sepas dónde será esta boda, inocente palomita. Es la casa Queen Anne más perfecta, metida en su propio parque de ciervos camino a Bath. ¡Mira lo que has hecho, boba cosita lista! Las fotos estarán en todos los periódicos buenos». 
     «Pero Nola Higgins es de Fishponds. Estuvimos juntas en la escuela».
     «No me importa quién sea. Se va a casar con un Pernet, y ellos han sido dueños de Thwaite Park por siglos».
     Entonces Ann empezó a entender por qué Nola pensaba que era muy afortunada. Le explicó todo a Kit y le mostró el antiguo brocado que había dejado. «Dijo que tenía mucha más tela en su casa. Y ropas antiguas, también; pensó que podría gustarme verlas. ¡Y yo la rechacé! ¡Pensé que él sería dueño de una tienda de segunda mano!».
     «Lo cual, de cierta manera, podrías decir que es», dijo Donny Ross.
     Kit se deslizó de nuevo en el diván en una exagerada desesperación, con los miembros flojos como los de una muñeca de tela. «Cuando regrese, le vas a decir que has cambiado de opinión. Moriría por una invitación a ir ahí y husmear alrededor. ¡Imagínate lo que tienen en su ático».
     «Esqueletos», dijo Donny Ross.
     Después, esa tarde, mientras Kit se ponía diferentes vestidos para entretener a Ray —en cierto punto Ray se exhibió también, en una bata de satén verde, maquillado con polvo y labial de Kit—, Donny Ross se acercó adonde Ann estaba cortando el forro del traje. «¿Puedo?», dijo. Y entonces le dijo «boba cosita lista» e «inocente palomita» con una afeminada, cómica voz en falsete. Ann rara vez dejaba que alguien entrara al salón de costura; siempre le angustiaba mantener las telas inmaculadas. Con las manos en los bolsillos, severo, Donny estaba dándole vueltas a una tonadilla de jazz para sí mismo, de modo que no se podría decir realmente que estaba cantando; era más bien como si estuviera imitando todos los instrumentos en su turno, sacando las manos de las bolsas para golpear en la parte de la batería sobre el filo de la mesa de cortar. Ann bien podría no haber estado ahí: él volteó la cabeza y se quedó viendo las esquinas del cuarto como si la evidencia de su costura, toda alrededor suyo, fuera simplemente demasiado frívola para mirarla. Era peculiar que ella no sintiera ninguna urgencia por entretenerlo o encantarlo, a pesar de que ella sabía que podía ser encantadora si se lo proponía. Lo soportó con entereza, concentrándose en su trabajo, sintiendo como si fuera un nuevo género de emociones que hubiera estado doblado dentro de ella, sin haber sido probado todavía.

Nola conoció a Kit cuando fue a ver los diseños de Ann. Todavía llevaba puesto su uniforme de enfermera; quiso mantenerse trabajando hasta casarse. Kit se acercó para ganársela, y Nola se sentó parpadeando y sonriendo —con sus lisos zapatos negros bien plantados en el piso y la espalda muy recta— ante el asalto de la loca exuberancia de Kit, de su encanto. Kit realmente era divertida; cuando se estaba con ella algo nuevo y extravagante podía surgir en cualquier momento. Repasando los dibujos, Nola estaba llena de inquietud. Los modelos de los diseños de Ann eran arrogantes e imposiblemente delgados, esbozados con las puntas de las narices en un aire desdeñoso. Así era como la enseñaron a dibujar en la escuela; era únicamente una especie de clave, una aspiración. Si sabías cómo leer los diseños, te daban toda la información esencial sobre costuras y pinzas. 
     «Ella sabe lo que está haciendo», le aseguró Kit a Nola, «es un genio».
     Kit cosía bien, y tenía buen ojo para el estilo; podía trabajar duro cuando se concentraba en ello, pero no podía diseñar o cortar un patrón. «Ann va a hacer mi fortuna», dijo. «Cuando movamos el negocio a Londres vestiremos a todas las estrellas de la pantalla y del escenario. Pondría mi vida en sus manos».
     «Éstos realmente se ven hermosos», concedió Nola con ansiedad.
     Eventualmente decidieron algo clásico, de largo total, muy simple, que sacaba lo mejor de la figura de Nola sin apretarla. Ann usaría el brocado que Nola había llevado para el canesú y las mangas, así como un satén de seda que hiciera juego, si podían encontrarlo, para la falda. «A menos que haya algo más del brocado».
     Por supuesto que habían planeado todo para poderle hacer esa pregunta, tirando el anzuelo para conseguir una invitación a Thwaite Park. Y, con todo su entusiasmo, Nola las invitó. «Blaise estará encantado de conocerlas», dijo. En privado, Kit lo dudaba. «Probablemente él piense que es algo muy divertido conocer a las costureras de su prometida. Quiero decir, la suya es la historia de amor más romántica que he escuchado jamás y Nola es un ángel, ¡lo que no diría tan sólo por ser una mosca en la pared de esa boda! ¡Fishponds se encuentra con Thwaite Park!».
     «¿Tú qué sabes de Fishponds?», dijo Ann bruscamente.
     «¡Vamos, Annie-Pannie! Tú también piensas que es algo muy extraordinario, lo sé. No te esponjes, no te subas a tu viejo caballo socialista soberbio sólo porque estás enamorada del panza-miserable de Donny Ross».

Kit y Ann irían un domingo, con Ray y Donny Ross, a un picnic en Thwaite Park. Kit ya estaba comprometida con Ray, aunque Ann no lo tomaba muy en serio; ella ya había estado comprometida muchas veces y, de cualquier forma, Ann sabía que aquella otra cosa con el casado aún seguía, con Charlie, que era abogado. Ann se había topado recientemente con Charlie, quien estaba de compras con su esposa y sus hijos. Kit había estado brincando de un lado a otro con él en el probador justo la noche anterior, mientras escuchaban a Edith Piaf en el negro gramófono portátil Black Box que él le había comprado, aunque cuando se encontró a Ann en la calle él fingió no conocerla, traspasándola con la mirada. Su esposa colgaba de su brazo, y Charlie sujetaba sus guantes en las manos cerradas detrás de la espalda. Cuando Ann los siguió con la mirada, él le meneó los dedos libres en una desenfadada y traviesa señal secreta.
     El día del picnic hacía calor por primera vez desde el invierno y el aire claro era tan embriagante como el alcohol. Ray bajó el techo de su convertible y condujo rápido. La cabeza de Kit estaba envuelta en una mascada, pero Ann no pensó en traer una, por lo que su cabello azotaba su rostro, y para cuando pasaron entre los postes de piedra derruidos (no había puentes, tal vez porque fueron decomisados por la guerra) estaba desorientada por la velocidad y la ráfaga del aire. La casa era una caja de Palladio, perfectamente proporcionada, sencilla hasta el punto de carecer de atractivo, con su piedra clara oscurecida por el hollín; ovejas ennegrecidas pastaban en una larga pradera que se inclinaba enfrente de ahí. Unos pocos corderos flacos correteaban bajo los robles viejos, de los que nuevas hojas habían empezado a brotar, inverosímilmente, de las crujientes ramas grises. Había otros carros en la vía y en el estacionamiento, porque la casa y los terrenos estaban abiertos al público. Riendo y hablando confiadamente —al menos Kit estaba riendo confiada— cruzaron la entrada principal, en donde se vendían los boletos; había pavorreales graznando y exhibiéndose en la pared del establo. Nola les había dado instrucciones para que fueran a un costado de la casa y tocaran el timbre debajo de la leyenda que decía «Privado» escrita en letras blancas. Ann esperaba a un mayordomo. Donny estaba lleno de desaprobación por los privilegios de clase.
Blaise Perney —que había abierto la puerta por sí mismo, rápidamente, como si hubiera estado esperándolos— no era en absoluto algo como para lo que ellos se habían preparado. Para empezar, se veía más joven que Nola: muy alto y feo, reservado y sonriente y encorvado, con una huesuda cara larga y pelo como de arrugada seda pálida. Les dio la bienvenida efusivamente, sonrojándose como si ellos le estuvieran haciendo un favor, y dijo que tenía muchas ganas de conocerlos. Ann pensó con alivio que Blaise podía ser fácilmente vencido; ella siempre hacía esa valoración, cuando conocía por primera vez a los hombres: si podría o no echárseles encima si decidiera probar su fuerza. A Charlie, por ejemplo (a pesar de que ella le gustaba y le coqueteaba tontamente), ella nunca podría desviarlo de su camino ni en un millón de años, mientras que Ray era pan comido. Blaise dijo que Nola estaba en la cocina empacando las cosas para el picnic. Los condujo a través de una sucesión de sombríos, fríos, lujosos cuartos con las contraventanas cerradas, disculpándose por el desorden y el estado de abandono: el pie que arrastraba parecía contribuir a su timidez.
     Se trataba de cuartos privados, no abiertos al público, no arreglados para simular escenas del pasado sino con el pasado y el presente sencillamente mezclados: un pequeño radio barato estaba recargado en una pila de libros forrados en piel, un calendario de lechero entre fotografías con marcos de plata sobre un escritorio cuya cubierta estaba rota, una ordinaria chimenea eléctrica dentro de una enorme hoguera de mármol sucia de cenizas. Ann creyó que todo eso era mucho más romántico; hizo que su imaginación volara. ¡Lo que ella podría hacer con ese lugar si fuera suyo! En la cavernosa, oscura cocina, en la que estaba más que fría la estufa gigante y donde había cincuenta platos extendidos en una repisa de madera, Nola estaba hirviendo huevos en un minúsculo hornillo, y sorprendentemente parecía en casa. La envidia de Ann fue fugaz, benevolente y refinada. Lo que a ella le esperaba, pensó, era mejor que cualquier casa.
     Cuando salieron al picnic, Blaise dijo que deberían haber visto los jardines cuando su madre aún vivía. Nola, en un raro vestido sin forma, floreado, sonriendo y entornando los ojos ante el sol, parecía más una madre que la esposa de alguien; ellos vieron cómo arreglaría las cosas y traería de vuelta el orden. Subiendo por entre los abedules de un pequeño bosque, salieron de la vía de los visitantes de los caminos de abajo; las campánulas parecían estanques de agua entre los árboles, reflejando el cielo. Ray y Donny jugaron carreras como niños de colegio y se echaron luchando al piso, mientras Kit mantenía su efervescente conversación, haciéndole creer a Blaise que ella y Ann eran especialistas en telas antiguas. Esperando más brocado, dijo, aún no habían comenzado el vestido de Nola. Blaise dijo que deberían ir a buscar el brocado más tarde. Había toda clase de ropas viejas y telas y bordados arriba, en los ganchos de cedro, les dijo; rara vez miraba ahí pero le encantaría que ellas descubrieran algo valioso, algo que pudiera vender. «Pueden llevarse lo que les guste. Yo creo que todo es chatarra vieja. Se lo enseñaré cuando se haya ido la gente. No es que esté en contra de la gente, porque es la que al final de cuentas me da el pan».
     «¿Qué te pasó en la pierna, viejo?», preguntó Ray.
      Blaise se disculpó porque no era un héroe de guerra. Se las ingenió para contraer la temida polio (¿no estaba siendo algo infantil?). Nola extendió un mantel, en un pequeño hueco entre las campánulas, mientras los jóvenes médicos le preguntaban severamente acerca de la rigidez del cuello, la intolerancia a la luz, la debilidad de los músculos respiratorios. Blaise levantó la tela de su pantalón y Ray y Donny examinaron su flaca, retorcida pantorrilla; Kit volteó la cara, porque a ella no le gustaba mirar la enfermedad o cosas deformes. Aunque difícilmente se podría decir que Blaise Perney estaba deforme; había tenido una excelente recuperación. Les dijo que Nola había salvado su vida, y ella rió con una pena placentera. Ella dijo que él sólo tuvo suerte, que eso era todo.
     La sorpresa fue que Blaise resultó tan socialista como Donny Ross, a pesar de que era dueño de un parque de ciervos. Él no objetaba ningún impuesto, dijo. El único maldito problema era conseguir el suficiente dinero para pagarlo, porque en estos días las casonas viejas no traían dinero incluido. Thwaite era un pozo sin fondo cuando se trataba de dinero. Tenía que renunciar al lugar, venderlo como hotel o algo, pero era demasiado sentimental. De cualquier modo, había un número terriblemente elevado de mansiones en venta en el mercado y tampoco era buena época para el negocio de la hotelería. Él y Nola se llamaban «Amor» el uno al otro y se pasaban la sal, en un papel de cera doblado, para acompañar los huevos. Kit había hecho pequeños sándwiches sin corteza, con coco y foie gras de lata, y había robado botellas de champaña de la cava de su padre. Ella todavía vivía en casa en los suburbios con su papi viudo, retirado de su trabajo en una aseguradora, al que ella adoraba (aunque Ann pensaba que era un viejo horrible). Él le dijo una vez que las mujerzuelas debían ser azotadas para darles una lección.
     Bebieron champaña en copas del siglo xviii que habían traído de la casa porque Blaise no pudo hallar otra cosa. Cuando se terminó, Kit sacó una botella del armañac de su padre («No habrá problema», dijo) y siguieron con ella. Y de alguna manera esa tarde consiguieron esa maravillosa ebriedad que sólo se logra una o dos veces en la vida, brillante y sin consecuencias, sin subidas ni bajadas, sino tomando ligera pero constantemente. Después, Ann difícilmente podía recordar los temas de los que habían hablado, o aquello que había parecido más inteligente o había sido divertido. Cuando regresaron a los campos, luego de que el público se había ido, Nola se quitó sus zapatos negros y caminó con medias sin preocupación. Y la persecución de Donny Ross a Ann fue tan decidida y atenta como el acecho de un gato: invisible para todos los demás, y a ella le parecía destellar entre todas las disparatadas, brumosas sucesivas fases de la tarde como si fuera un chispeante, peligroso cable lleno de corriente. Se acostaron cerca uno del otro pero sin tocarse, en el césped largo, bajo un alto árbol de ginkgo, cuyas hojas tenían forma de pequeños remos exquisitos, de un traslúcido y brillante color verde pasto. La luz se destiñó en el cielo hacia un turquesa oscuro y los pavorreales fueron a echarse en el árbol encima de ellos, bobos bultos de oscuridad, con sus largas colas colgando como badajos de campanas.
     Su ebriedad debería haber acabado en algo penoso o en desastre —Ray había tomado tanto como todos los demás juntos, y era quien los llevaba de regreso a casa—, pero no fue así. No quebraron ni una sola de las lindas copas grabadas con hojas de vid; nadie vomitó ni dijo nada imperdonable; nadie murió. Ni siquiera se sintieron muy mal al día siguiente. Ray dejó decorosamente a las chicas, eventualmente, a las puertas de sus respectivas casas en Fishponds y Stoke Bishop. En el camino, Kit señaló lo amable que era Blaise («¡y qué fabuloso lugar, imagínense tenerlo!»). ¿No había deseado Ann haberlo conseguido primero, antes que Nola Higgins? Entonces Ann, con su especial perspicacia etílica, dijo que Blaise no era lo que realmente parecía. No era realmente muy sencillo. Él había mirado a través de ellos y no le habían agradado mucho. Él notó lo condescendientes que fueron con Nola, aunque Nola no lo hubiera visto. Kit dijo, indignada, que ella nunca había sido condescendiente con nadie en toda su vida.
     Después de todo, no regresaron al interior de la mansión Thwaite a mirar los armarios y los baúles de cedro. Nadie había tenido interés, debido a la intensidad del presente, en el pasado. Cuando al final partieron, debido a que los médicos tenían guardia esa noche y debían regresar, todos hicieron entusiastas promesas de volver. La próxima vez que fueran, dijo Blaise, les mostraría todo. Lo estarían esperando, le dijeron. Pronto. Eso fue en 1953.

Cuando Sally Ross tenía dieciséis, en 1972, su madre, Ann, le hizo una chaqueta de un viejo pedazo de brocado de seda, bordado con flores. El brocado blanco había estado por ahí desde que Sally tenía memoria, doblado en un armario junto a otros pedazos de tela que podrían ser usados alguna vez, para algo o alguien. Ahora había decidido teñirlo de púrpura. Esto fue el mismo verano que el padre de Sally se había mudado para vivir con otra mujer. Ann había vendido todos sus discos de jazz y cortado en pedazos sus corbatas con sus tijeras de costura, y luego los quemó en el jardín. Por supuesto, Sally y sus hermanas estaban del lado de su madre. De cualquier modo, se sorprendieron por algo tan vengativo y ostentoso, lo cual nunca antes habían creído parte de su carácter. Sus gestos parecían dibujados en una vida distinta a la que habían tenido hasta entonces, en la cual las cosas habían sido básicamente divertidas y llenas de ironía.
     Sally y su madre estuvieron ocupadas ese verano en proyectos de transformación, cambiando sus ropas o sus habitaciones o a ellas mismas. Sally permaneció frente al oscuro caldo del tinte en el viejo recipiente de lavandería de su madre, viendo las burbujas de tela hacer erupción sobre la superficie, pinchándolas hacia abajo con el mango de una enorme cuchara de madera, sintiéndose con esperanzas a pesar de todo. No era hermosa como su madre, pero Ann la hizo sentir que había una salida para eso. Ann siempre tenía un plan, y Sally cedía a las dotadas y convincentes manos que arreglaban sus cejas o le acomodaban el cabello. La chaqueta fue un éxito: Sally la usó muchísimo, desabotonada sobre camisetas y jeans. Ambas hicieron dieta y su madre bajó bastante; nunca se había visto tan linda. Ann consiguió una niñera y salió a fiestas con bragas de repuesto y cepillo de dientes en su bolsa, pero regresaba sola a casa. Al final del verano, su padre regresó.
Sally siempre supo que el brocado blanco había pertenecido a una señora que murió antes de su boda. El hombre que la iba a desposar tuvo una propiedad con un parque de ciervos, y la historia era que ella había sido una enfermera y le había salvado la vida cuando estuvo enfermo. Ann y Kit Seaton —quien era la madrina de Sally— habían ido con ellos de picnic una vez. Entonces la novia se contagió de difteria de uno de sus pacientes y había muerto en una semana. Su prometido les escribió, devolviendo los diseños y diciendo que ya no necesitaría sus servicios, «por la más triste de las razones». No había sabido qué hacer con la tela, dijo Ann. No podían simplemente enviársela por correo. Ni siquiera enviaron una nota (no sabían qué palabras usar, eran muy jóvenes). Ann no conservó la carta ni sus diseños; ahora ella lamentaba que no hubiera conservado casi nada luego de que se casó y de que ella y Kit abandonaran el negocio. Sólo había unas pocas etiquetas Gallagher y Seaton tejidas, envueltas en una maraña de hilos y bies ribeteados y en zigzag en su canasta de trabajo. Ella y Kit ni siquiera pensaron en tomar fotografías de las ropas que habían hecho.

Un fin de semana de ese verano, Sally se encontró a sí misma en el escenario mismo de las historias de su madre, Thwaite Park, que ahora era un colegio de capacitación para maestros. El novio de Sally era un estudiante de arte y trabajaba medio tiempo para una compañía que ofrecía conferencias y recepciones; ella ayudaba cuando se necesitaba gente extra. Sally llevó su chaqueta a Thwaite deliberadamente, y la colgó de un gancho en la cocina. Su trabajo ese día era más que nada tras bambalinas, lavando platos y tazas y cubiertos en un profundo fregadero Belfast, mientras la urna de agua caliente resollaba y borboteaba. La cocina era tan oscura como una cueva, con sus paredes pintadas de color crema enverdecidas por el tiempo, botando capas minerales.
     Después de la comida, en un respiro, mientras los maestros tomaban café afuera, bajo el sol, Sally se escabulló arriba a husmear. Aunque los cuartos de la casa se habían convertido en espacios para la enseñanza, con libreros y pizarrones y retroproyectores, podía verse que alguna vez había sido un hogar. Una de las habitaciones estaba cubierta con papel tapiz de China, azul pálido, con patrones de aves y hojas de bambú. En otra habitación había clósets de madera pulida construidos de piso a techo, llenos de papelería y materiales. Alguien del personal del catering siguió a Sally y ella se encontró explicándole toda la historia (desde la separación de sus padres hasta la chaqueta y la triste asociación de su madre con la casa). No era su novio, sino otro chico que trabajaba con ellos, más guapo y más peligroso. Sally estaba probando su poder con él; derramó lágrimas de autocompasión hasta que él la abrazó y la besó. Y, entre todas las complicaciones y ajustes que se sucedieron, olvidó recoger su chaqueta cuando partieron, aunque no se lo confesó a su madre sino meses después. Una chaqueta difícilmente realizada, con la conspiración de las cosas.

Traducción del inglés de Luis Alberto Pérez Amezcua
Copyright © 2015 by Tessa Hadley

    El Tercer Programa, de la bbc, era una transmisión radiofónica nacional que salió al aire el 29 de septiembre de 1946 y que se convirtió en una de las fuerzas culturales e intelectuales líderes del Reino Unido, jugando un papel crucial en la difusión de las artes. (N. del T.).

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