I. Los locos separados del resto
Los piratas pertenecen a una vieja cofradía: la de los Locos Separados del Resto, la de los Hombres que Causan Problemas en Todas Partes. Son los personajes incómodos, los insatisfechos, los indomables, los que buscan ampliar el horizonte de su existencia más allá del control. Llevan vidas irregulares, excesivas, llenas de libertad. Ya sea porque el azar los ha maltratado o porque el espacio que les ha conferido la sociedad les parece demasiado estrecho, un día deciden abandonarlo todo, emprender la deriva por bosques y ciudades, hacerse al mar. Son hombres y mujeres de alma nómada (a veces desalmados) que no siguen más rumbo que el de su propia estrella. Son los goliardos, los poetas vagabundos, los pícaros, los alborotadores, las prostitutas, los malditos, los bluesmen, los grafiteros, los hackers. Por donde quiera que pasan la sociedad se estremece. Entre ellos el pirata se encuentra como en casa. O mejor aún: es él quien preside la mesa redonda de los tiempos, es el espíritu ascendente, el fantasma más radical y temible. También el más popular. Con la piratería arranca una historia secreta hecha de personajes como el Lolonés, Barbarroja, Francis Drake, una genealogía tan antigua (y tumultuosa) como la genealogía oficial, la de la realidad estatuida, la de los policías y los políticos, esos «grandes rufianes legales», como los llamaba el capitán Bellamy. Los piratas son los primeros punks, los primeros desobedientes, los primeros anarquistas. Blasfeman, no pagan impuestos, violentan a los Estados, defienden todo tipo de causas perdidas. Son la antisociedad, los transgresores de las leyes del mar. Unos los temen, otros los admiran. Su figura es ambigua (ambigüedad moral y muchas veces, también, sexual), es decir, inquietante. Son héroes y al mismo tiempo granujas sin piedad. Por alguna razón que los sociólogos y los historiadores llamarán misteriosa, sus tropelías, incluso las más crueles, se volverán legendarias; lo mismo que sus batallas contra los tiranos, esa puesta en práctica de sus ideas libertarias.
De modo casi natural, los piratas se organizan, se constituyen en asociaciones, clanes, bandas. Se inventan reglas de convivencia, establecen un código particular (honor, igualdad y autonomía son sus baluartes). Fundan repúblicas, islas de la camaradería: la República Pirata de Sales, Los Hermanos Avitualladores, los Mendigos del Mar. Entre ellos una cosa es clara: aman la autonomía y por eso evitan a toda costa la concentración de poder y la aparición de líderes. En sus zonas liberadas todos reinan y el botín se reparte siempre en partes iguales. Un ejemplo es la Cofradía de los Hermanos de la Costa, la célebre república antillana de filibusteros fundada en la Isla de la Tortuga, que sería leída con el tiempo como un ejercicio de sociedad anarquista, acaso un atisbo de utopía, un lugar sin prejuicios de nacionalidad ni religión, sin trabajos forzados ni propiedad, donde los derechos de cada individuo garantizaban los de todos.
II. La sombra de los proscritos
Cuando en el siglo xix la nueva tecnología mercante y su gran velocidad hicieron imposible la piratería, se escuchó el grito: «La piratería ha muerto. ¡Viva la piratería!». La sombra del pirata se desprendía así del pillaje sanguinario para convertirse en otra cosa, quizá una metáfora, la inspiración de renovadas operaciones de ruptura. Para algunos, sus detractores, seguirá siendo sinónimo de criminalidad, contrabando de mercancías, pero también de una práctica nueva: saqueo de información cibernética. El pirata es un delincuente, una figura del mal. Para otros, herederos del espíritu autónomo de Los Hermanos de la Costa, representará más bien un método para abrir fisuras en los muros del control político y social, y encontrarán en el mar de internet un infinito universo de incursiones, el lugar propicio para liberar islas de información compartida, gratuita, colectiva. Pero la piratería también formará parte del marketing, será playera, película de Hollywood, best-seller, uniforme de beisbol, tienda para buscadores de tesoros. En cualquier caso, la ambigüedad moral del pirata prevalecerá y su bandera ondeará aquí y allá para significar muchas cosas.
De los piratas cibernéticos al Partido Pirata sueco, la vitalidad de la piratería como metáfora (o figura de resistencia) reside en su capacidad de simbolizar simultáneamente la disolución y la comunidad, es decir, el rechazo hacia ciertos valores establecidos como afirmación de que todo es nuevamente posible, de que la sociedad puede reinventarse. Cuando los piratas dijeron «¡Al diablo con sus valores!» estaban tirando por la quilla a la familia, el trabajo, las diferencias de clase, la autoridad, para construir una convivencia horizontal enteramente distinta, fundada en el deseo vehemente de libertad, una libertad sin jerarquías. Lo que viene a continuación es un rápido inventario de ciertas actitudes repetidas en el tiempo, los fragmentos aún vigentes del espíritu irredento de la piratería trasladado al territorio cada vez más frágil de la cultura. Se trata de una historia marginal que zarpa de la isla griega de Samos y desembarca en los enclaves hacker de internet. Lo que propone esta historia, hecha de pedacerías, es el acceso hacia una cultura que se resiste a la mezquindad del mercado; una cultura no oficial que cree en el gusto por lo verdaderamente comunitario, eso que los situacionistas entendieron como una fiesta interminable, donde ya no se oyen lamentos o blasfemias, sino la alegría del juego gratuito, compartido.
III. Una guarida del arte
La historia comienza, ya se sabe, con los griegos: los primeros piratas. Antes de combatir en Troya, Aquiles fue eso, un bandolero del mar, lo mismo que Ulises. Temerarios y grandes marinos, situados en el centro del comercio mediterráneo, los griegos encontraron en las costas de la Hélade escondrijos inmejorables. Como si la búsqueda de la autonomía formara parte de la naturaleza misma del espíritu pirata, su ejercicio apareció muy pronto, directamente en las madrigueras donde se repartía el botín. Así sucedió en Samos, la guarida de Polícrates, el pirata con la flota más poderosa de la antigüedad. Aquella pequeña isla del Asia Menor fue primero su escondite, luego su reino. Se trataba de una transfiguración drástica: de nido de rufianes, la isla se convirtió en ciudad de las artes. Amo absoluto del mar Egeo, el pirata-príncipe (el tirano, para usar el término griego) atrajo a su corte a poetas, médicos, artistas. Entre ellos se encontraba Anacreonte, su amigo íntimo. También llamó a los mejores arquitectos y escultores para construir una muralla, un acueducto, un palacio magnífico y un imponente santuario a Hera comparado por Aristóteles con las pirámides de Egipto. Mecenas soberano, a Polícrates se atribuye también una de las primeras colecciones públicas de libros. Tal vez por eso se volvió tan popular entre su gente, porque transformaba el botín en biblioteca.
IV. Piratas cibernéticos
Alguna vez internet reanimó los viejos sueños de una Arcadia posible, un lugar fuera del espacio y del tiempo donde todo cabría milagrosamente y quedaría siempre a la mano, un medio universal de acceso libre e irrestricto, ajeno a los sobresaltos de la propiedad, sin guardias malencarados ni rejas con púas. ¿Una república pirata como la de Polícrates? Algo semejante, una interzona de software gratuito y comunitario. Sin embargo, internet, como ha sucedido con toda la tecnología informática, dejó muy pronto de ser el reino de la disponibilidad permanente, la biblioteca abierta, para convertirse en tesoro de monopolios, mecanismo de vigilancia y depósito de la paranoia generalizada (el miedo, ya se sabe, es el síndrome de nuestra época).
Uno de los inventos más remuneradores (y falsos) que el control social ha lanzado al mercado en los últimos años es el pirata cibernético. Se trata del nuevo chivo expiatorio de una sociedad emergente, la sociedad red, cuyo territorio virtual, hecho de complejos circuitos de información y pasajes invisibles —internet— fue construido, qué paradoja, gracias a las incursiones y los juegos de los piratas cibernéticos. O de algunos parientes con nombres aún no difamados (freaks informáticos, científicos del mit, hackers) que deseaban comunicarse entre sí a través de modems para luego compartir esa comunicación con otros. ¿Cuál ha sido su delito? La curiosidad tecnológica, el espíritu de exploración. Y también: la voluntad de liberar la cultura y la tecnología, es decir, de convertir, como Polícrates, el botín en biblioteca. Un hacker (que preferiría no ser llamado pirata, ese criminal) se define a sí mismo como un niño que desarma un reloj para ver su mecanismo; pero a veces, al armarlo de nuevo, descubre que ha creado algo distinto. O que en su exploración ha penetrado en un sitio prohibido, violando los sistemas de seguridad. Tal vez el reloj no era suyo. Entonces cunde el terror como si la amenaza pirata renovara su carga sobre los muros virtuales del Estado. La alarma se hará sonar: «¡Un chico ha entrado en nuestra red sin avisar! ¡Y podría hacernos volar en pedazos o provocar una guerra nuclear!». El Estado terminal, suplantado hace tiempo por los poderes fácticos de los medios y las corporaciones, decide recuperar su lugar y reforzar la seguridad.
Un día, lo que había nacido gratuito y descentralizado se convirtió en mercancía que no se podía llevar a casa sin pagar. El rizoma, la red de información pirata, volvió a la vieja arquitectura monolítica del cliente-servidor: una pantalla de publicidad perpetua; una discoteca con música prepagada. No sólo eso: aquella zona que había surgido sin prejuicios de nacionalidad ni clase, sin presencia del Estado ni del dinero, ingresó inevitablemente en los dominios de lo punitivo. Entonces los adolescentes que comenzaron a bajar música gratis de espacios p2p (peer-to-peer o intercambio de archivos entre iguales) como Napster se convirtieron en delincuentes perseguidos con el mismo ímpetu que los terroristas y los narcotraficantes. ¡Pero si los chicos sólo querían escuchar a Bob Dylan! Es el momento de la cacería de brujas. Y también: de la insubordinación cultural. Y así, la bandera pirata vuelve a ondear en los conciertos de rock, con la leyenda «We download your music». Después de todo, el pirata cibernético no es más que alguien que desea navegar alegremente por el mar que él mismo ha creado.
V. Luther Blissett: el pirata multitud
El jueves 31 de enero de 2008, la provincia española de Alicante amaneció bajo la sombra ondulante de una bandera pirata. La enseña nacional había sido robada del Castillo de Santa Bárbara (de ella sólo quedaban algunos hilachos) y sustituida por otra. Entre el escándalo de la policía y la indiferencia del alcalde, que calificó el incidente de pura «gamberrada»,
un tal Luther Blissett se atribuyó la suplantación a través de un correo que envió a todos los medios, refiriéndose a sí mismo en plural, como si bajo su nombre se encontrara una multitud: «Hemos sustituido la bandera nacional por la que creemos que es el verdadero estandarte de los dirigentes de este territorio: la bandera pirata». Pero ¡qué acto de malabarismo simbólico! De pronto, lejos de los libros de aventuras y las tiendas de buscadores de tesoros, los piratas volvían una vez más a la escena sin haber perdido un ápice de su ambigüedad moral. A través de la bandera siniestra, esa bandera concebida para amedrentar a los barcos desde la distancia, Luther Blissett quería decir, como dijo el viejo pirata Bellamy: los auténticos rufianes son los empresarios rapaces (y los políticos que los cobijan), es decir, esos piratas legales refugiados al fondo de los paraísos fiscales(con su secreto bancario, sus cuentas anónimas, su facilidad para establecer compañías «de papel» sin pagar impuestos), los mismos empresarios que invierten millones de euros al año en campañas contra… la piratería. Algo ahí, en el Castillo de Santa Bárbara, se había puesto en crisis por lo menos temporalmente. La travesura de Blissett insistía: eran ellos, los miembros de la élite que controlaba la ciudad, quienes deberían inspirar terror o, por lo menos, desconfianza… «¡Basta ya de especulación inmobiliaria, de privatizaciones que benefician sólo a unos pocos, de favoritismos de amigos en asuntos de todos, de represión social, de prohibiciones culturales, de promoción del transporte insostenible y de políticos corruptos!». El reclamo del comunicado parecía, en efecto, la expresión de un enojo común encarnado no por un partido de izquierda (a menudo tan sospechoso como sus detractores), sino por la figura de un saboteador inubicable.
Pero ¿quién demonios era Luther Blissett? La policía no pudo aportar ninguna huella, ninguna marca, ningún indicio. Y, sin embargo, Blissett aparecía en todas partes. Se le había visto desde 1997 en España, en acciones que emulaban la artillería dadaísta, como aquel día en que se presentó (la cara tapada con pañuelo rojo y gorra negra) en una sala de conciertos de Barcelona y leyó el Manifiesto por la Huelga del Arte después de haber roto los pinceles con los que acababa de pintar bigotes a la Gioconda. A raíz de ese incidente le llamaron neodadaísta y Blissett se convirtió en el fantasma sucesivo de Tzara, Ball, Huelsenbeck. ¡Pero si las vanguardias han muerto!, gritaban entre bostezos los teóricos de la posmodernidad. Sin embargo, aquella nueva encarnación del descontento los desmentía. Frente a las convenciones de una cultura cada vez más complaciente y frívola, entregada a la pura especulación económica y los códigos mediatizados, y por eso incapaz de responder de manera creativa a las convulsiones del mundo, la moratoria artística de la que hablaba Blissett proponía un deslinde, el retiro voluntario de un sistema donde las obras exhibían cada vez con menos pudor su condición de marionetas banalizadas, acríticas, muertas. La alusión a Duchamp no consistía sólo en desfigurar a la Mona Lisa, sino en algo aún más drástico: retirarse en plena producción artística, desaparecer, no para sentarse de manera pasiva, sino para provocar temblores, aperturas, grietas, donde construir espacios de expresión en la vida cotidiana.
Muy pronto se le sumaron otros artistas que estaban igualmente enojados, y en arco’99 (la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid), doce personas, que llegaron a la inauguración sin haber sido invitadas, interrumpieron bruscamente la recepción que le hacía la televisión a la infanta Cristina, para hacer un llamamiento a la huelga. Cosa rara: los doce infiltrados se hacían llamar Luther Blissett. ¿Pero cómo? ¿Qué no era ése sólo el cabecilla? En la era del star system —ese dios de un nuevo universo—, la renuncia al nombre propio y con él al reconocimiento, el liderazgo visible, la personalidad, se convirtió en la primera anomalía con que Blissett descompuso el modo de operar de los medios de comunicación. Para todos los luthers que se propagaron por España, decir «yo» carecía de importancia. Pero en realidad eso era apenas la punta del iceberg: la actividad de aquel Zelig anarquista, que era capaz de ser cualquiera siendo nadie, se había extendido desde hacía tiempo por todo el territorio europeo, donde aparecían esténciles, estampas, pintas
callejeras, envíos postales, publicidad intervenida, radios libres, acciones y zines bajo su firma. Estaba en todas partes y, sin embargo, Luther Blissett propiamente no existía. O sí, porque en medio de todos los desmanes, un futbolista inglés de origen jamaiquino que había jugado en el Milán (y sufrido las agresiones xenófobas de los aficionados) se llamaba así precisamente, Luther Blissett, y en todo momento lo acosaban los periodistas (como si él no hubiera tenido ya suficiente con la furia de la hinchada) para preguntarle sobre su participación en innumerables sabotajes. No se sabe si harto o complacido, un día frente a las cámaras de televisión el verdadero Luther Blissett leyó en voz alta un fragmento atribuido al otro Blissett: «Cualquiera puede ser Luther Blissett simplemente al adoptar el nombre». Entonces se supo en los medios algo que se sabía en internet desde hacía tiempo: que un grupo difuso de artistas, escritores, cibernautas, performers, squatters y activistas, algunos de ellos salidos de los pasillos de la Universidad de Bolonia, habían tomado el nombre del futbolista para transmutarlo en un pseudónimo colectivo (o nombre múltiple o alias multiusuario) que cualquiera podía utilizar. Se trataba de un nombre plagiado, un nombre pirata, un nombre tomado por asalto. Blissett, el hombre multitud, sabía (debería escribir: sabían) que su única fortaleza, como la de los auténticos piratas, radicaba en no ser visto, estar en todas partes, ser más rápido, multiplicarse. Y poco de eso habría sido posible sin la ubicuidad de internet. Sólo así «la guerrilla de la comunicación», una suma de manipulaciones y bromas a las que fueron sometidos en más de una ocasión la televisión y la prensa amarillista, podía operar dentro de los circuitos mismos del poder mediático.
Maestro en el arte del anonimato y la suplantación, detrás de Luther Blissett crecía una amplia red de protestas y transformaciones culturales que criticaban de manera feroz algunas instituciones, como el copyright y la propiedad intelectual. Durante milenios la civilización humana «ha prescindido del copyright, del mismo modo que ha prescindido de otros falsos axiomas parecidos, como la centralidad del mercado o el crecimiento ilimitado. Si hubiera existido la propiedad intelectual, la humanidad no habría conocido la epopeya de Gilgamesh, el Mahabharata, la Ilíada y la Odisea, Gargantúa y Pantagruel, todos ellos felices productos de un amplio proceso de combinación, reescritura y transformación, es decir, de plagio, unido a una libre difusión y exhibiciones en directo». Blissett se volvió también un escritor que amotinaba a muchos escritores y creaba una literatura coral y sublevante, donde los autores eran irreconocibles. ¿No es cierto, a final de cuentas, que todas las obras siempre son escritas con palabras prestadas? ¿Quién debería reclamar entonces los derechos? Fue así que todas sus novelas, empezando por Q, comenzaron a treparse a la red, desde donde podían descender nuevamente de manera libre. Ése fue el modo en que el copyleft comenzó a levantar el polvo en la industria editorial y a revolucionar las formas de circulación cultural gracias a internet. Blissett exigía, como en el Castillo de Santa Bárbara, la devolución de un territorio común confiscado por los abusos de la idea de propiedad: «No estamos hablando de la piratería gestionada por el crimen organizado —sección del capitalismo extralegal— sino de una piratería autogestionada y de masas». Bajo la figura del autor multitudinario, el proyecto Luther Blissett oponía un sentido cultural y económico distinto (es decir, horizontal, excéntrico, abierto, basado en el intercambio o trueque, regulado por el menor número de leyes posibles) al sistema capitalista (centralizado, estandarizado, obsesionado por la propiedad, ultrarregulado, especulador, cerrado). Una vez que la cultura fue confiscada por el puro ánimo de lucro, todos los luthers pensaron que era tiempo de despertar el espíritu pirata y saquear las bodegas y aprender el arte de la cleptografía y devolver el botín a su lugar de origen.
VI. Partido Pirata
La cultura actual es una cultura estrangulada, amenazada de muerte. Cualquiera que por curiosidad se asome a la página legal de Hombre lento de J. M. Coetzee, publicado por Random House, encontrará esta advertencia: «Queda estrictamente prohibida la distribución de ejemplares de la obra mediante alquiler o préstamo público». ¿Qué significa esto? El despojo de la biblioteca pública. Es decir, la conversión de la cultura en un lugar cerrado, siempre lucrativo, privatizado. En su libro Free Culture, Lawrence Lessig, creador de las licencias Creative Commons, una forma de descarga, copia y distribución de archivos a través de internet que no requiere pago ni permiso, ha descrito la degeneración de los derechos de propiedad (desde el copyright hasta las patentes) como una forma de concentración de poder que amenaza la tradición cultural. El copyright, que había nacido para encontrar un equilibrio entre los intereses del autor, el editor y el lector, se ha transformado en las últimas décadas en una política de acaparamiento que afecta tanto a los ciudadanos como a los libros, porque inhibe la circulación de las obras, quitándole a la cultura la sangre que la hace vivir. Algo más grave: la legislación de la propiedad intelectual nos pone ahora a todos bajo sospecha. De acuerdo a ella, en poco tiempo el maestro que le preste Hombre lento a sus alumnos se volverá pirata. Lo mismo que el padre de familia que copie un disco para regalar. O la secretaria que use por esnobismo la palabra loft, hoy patentada. Finalmente llegará el día en que tendremos que pagar por hablar. A cada palabra tendremos que pedir permiso o pagar regalías o ir a la cárcel. El lenguaje se privatizará, como ha sucedido ya con gran parte de la cultura popular. ¿Y qué pasará con el arte? Tendrá que ser o-ri-gi-nal o desaparecerá. La era de la cita, el préstamo, la parodia, el collage, llegará ¡al fin! a su término. Los paladines del buen gusto podrán entonces descansar. No es una exageración: hoy el collage se encuentra penado por la ley de derechos de autor (si usted pensaba comenzar a recortar, asesórese antes…). Es una lástima que Tristan Tzara y Marcel Duchamp no hayan vivido en esta era pirata; junto con sus secuaces harían fiestas tumultuarias en prisión, gritando antipoemas, con parches y patas de palo.
El panorama, sin embargo, no parece tan malo; después de todo, los excesos de la propiedad intelectual nos obligarán a estar permanentemente fuera de la ley. Seremos todos piratas.
Tal vez por eso, por sus posibilidades de expansión, ha nacido el partido que defiende los derechos de los usuarios de internet, de los lectores, los que escuchan música, van al teatro o gustan del cine, los fotógrafos, los maestros universitarios, los escritores, los inventores, los programadores de software. Es el Partido Pirata. Nació en Suecia hace un par de años y ya tiene filiales en España, Estados Unidos, Chile, Italia, Austria, Alemania, Holanda, Polonia, Brasil, Sudáfrica… Siguiendo la tradición de la que proviene —el enclave pirata de tipo multirracial—, éste es un partido de afiliación internacional, algo así como la Cofradía de los Hermanos de la Costa vuelta institución democrática. Sus principios se fundan en la concepción de la cultura como un bien común al que todos los ciudadanos tienen derecho. Como ha sucedido desde la década de los ochenta con los activistas del copyleft y el Creative Commons, el Partido Pirata defiende «el libre intercambio y la participación colectiva en el disfrute de los bienes culturales». Por eso denuncia los abusos del copyright, cuyos estatutos internacionales se modificaron poco antes de que Mickey Mouse se volviera dominio público, para que el ratón siguiera alimentando las arcas de Disney por otras cuantas décadas. Del mismo modo «millones de canciones clásicas, películas y libros son mantenidos secuestrados en las bóvedas de enormes corporaciones mediáticas, sin ser republicados por sus grupos centrales, pero tampoco liberados, por considerarlos potencialmente provechosos. Nosotros pensamos que no hay razón alguna para que alguien necesite ser remunerado hasta cien años después de su propia muerte… Queremos liberar nuestra herencia cultural antes de que el tiempo marchite al celuloide de los carretes de las películas antiguas». La idea de que la cultura puede ser propiedad —propiedad intelectual— se usa para justificar todo, desde intentos por hacer que las girl scouts paguen impuestos por cantar canciones alrededor de la fogata o por patentar las posturas de yoga o la imagen de la Virgen de Guadalupe (que se encuentra ya en manos de los chinos). Todas las exigencias de los nuevos piratas apuntan hacia la misma dirección: el reconocimiento del valor inmaterial de la imaginación y el conocimiento, un valor que no puede cotizarse ni legislarse del mismo modo que un automóvil, pues se trata de un bien intangible, muchas veces común, no exclusivo, cuya supervivencia depende del intercambio y la reinvención. ¿Qué es la cultura si no una forma de tráfico permanente, de pequeños hurtos, de ideas tomadas aquí y allá, de regalos y piraterías?