La imagen es borrosa y el encuadre impreciso, pero aún así logra transmitir el ajetreo del muelle. Entre estibadores y paseantes, sogas y baúles, en una mañana de invierno, dos gemelos sonríen abrazados frente a una cámara, con un mueca de incredulidad por descubrirse tan iguales. Nadie sabe a ciencia cierta quién es quién, sólo un gesto de melancolía nos permite deducir —nunca asegurar— que el personaje de la izquierda es el trasterrado, mientras el de la derecha su anfitrión, aunque bien podría ser exactamente lo contrario. Ésta es la única imagen que nos queda de Johann Sebastian Mastropiero, captada el día en que, por primera vez, llegara a la ciudad de Nueva York para reencontrarse con su hermano Harold y seguir su carrera como músico. Miro la fotografía una vez más, por milésima ocasión, y no logro encontrar un elemento definitivo que me permita decir quién de los dos es el maestro y quién su doble; lo hago otra vez y me doy por vencido. Sí, el gesto de melancolía es evidente en uno, pero el otro sonríe con franca socarronería, una muy similar a la que permea toda la obra de nuestro autor. Vaya paradoja: que no quede testimonio veraz de su imagen parece ser el castigo merecido de Mastropiero, como si de tanto construir parodias hubiera perdido lo que en él había de único.
Johann Sebastian Mastropiero, a pesar de haber revolucionado la forma en que entendemos la música hoy, permanece como un autor incomprendido. Pocos como él han sufrido el menosprecio de la crítica, su ninguneo, y sólo de calumnias y difamaciones pueden tildarse los juicios que La Revue Musical le propina en su última entrega. Sugerir, con toda irresponsabilidad, que su producción no es otra cosa que citas mal copiadas, así como reducir su proyecto estético al estatuto de grande blague, no sólo mancilla su memoria, también los anales del arte. Pero no es de sorprendernos, más si consideramos que para semejante panfleto poco ha ocurrido en la escena musical tras el estreno de Parsifal. Rebosantes de reaccionaria angustia, de oligárquica añoranza, incluso de cierto conservadurismo, semejantes plumas nunca le perdonarán a Mastropiero el haber saqueado los lugares comunes de la estética romántica para la creación de una obra que, en su monotonía, es múltiple; en su tautología, diversa. Se impone, por parte de la cordura y la sensatez, una contundente y definitiva rectificación.
Esta nota no es producto exclusivo de mi esfuerzo. Parte de un estudio más ambicioso —total, según el término que utiliza Di Bianca— que los miembros de la Sociedad para Amigos de Mastropiero hemos venido realizando en los últimos años. En el 10 del boulevard Montmartre, sede de la Sociedad y morada mía, además de un infatigable trabajo de difusión y estudio, nos hemos abocado a la redacción nunca satisfecha de la Mastropaedia, obra aún inédita cuyos doce tomos descansan en los anaqueles de nuestra biblioteca con la ilusión no remota de hallar editor. Este comentario palidece ante su inmensidad, así como nuestros limitados recursos ante los del maestro, pero, en pro de su escatimado reconocimiento, hemos decidido hacer públicas unas pocas conclusiones y difuminar toda duda en torno a la genialidad del compositor.
He calificado la obra de Mastropiero de tautológica, incurrí en el monótona, pero bien pude haber dicho repetitiva, especular: paródica, términos todos que nos evitan volver a utilizar la etiqueta de plagio que, como idée reçue, aún azota la lucidez de su proyecto artístico. Como si la crítica hubiera extraviado sus anteojos, o no quisiera deshacerse de su viejo tesauro, se niega a leer en un nuevo lenguaje donde b y d, por ejemplo, no son dos letras distintas del abecedario, sino la misma pero reflejada. Herederos del romanticismo, adoradores de la originalidad, los críticos carecen todavía de esa facultad filosófica para entender lo duplicado en su naturaleza degradada, en su espejismo, en su difuminación. Pero intentaré ejemplificar con obras concretas.
Tras revisar de forma incesante los catálogos que, con rigurosas desavenencias, han elaborado los musicólogos Hoffmeister, Kreutzer y Glokenkratz sobre la obra de Mastropiero, concluyo: existe un canon que, como columna vertebral, conforma el eje de su labor:
a) Té para Ramona Op. 7, parodia de éxitos populares del momento, cuyas fuentes más visibles son Té para dos y Ramona, aunque no las únicas.
b) Sus Sonatas para latín y piano Op. 17, compuestas para el matrimonio Von Lichtenkraut. Tras su estreno en Viena se suscitó uno de los primeros escándalos artísticos del siglo y, al día siguiente en la prensa, más de un crítico describió la obra como «un mero acopio de citas, mal pegadas, de importantes compositores románticos».
c) Su primera sinfonía, Patética, con obvios guiños a Tchaikovsky.
d) La consagración de la primavera o El polen se esparce por el aire Op. 21, no. 3, partitura con obvios guiños a Stravinsky.
e) El Quinteto de vientos Op. 28, que si bien tuvo una excelente acogida por parte del público y la crítica, es mucho menos interesante que su Quinteto para vientos Op. 28 que Mastropiero volvió a escribir, nota por nota, varios años después. Esta última obra, si bien resulta mucho más arriesgada —e incluso original— que la primera, careció del éxito cosechado por su hermana mayor y le acarreó al compositor una de sus tantas demandas por fraude.
f) El Cuarteto Op. 44, un patente y nada velado plagio de Mozart.
g) El Concerto grosso alla rustica Op. 58, cuyo recitativo proviene de los poemas de Torcuato Gemini, el escritor favorito de Mastropiero.
h) Su Bolero Op. 62, inspirado en ritmos afrocaribeños.
i) Sus nueve óperas, que se extienden a lo largo de toda su producción, otorgándole una coherencia absoluta. Recordemos que si bien entre ellas se diferencian por el libreto, la música es exactamente la misma en todas.
j) De estas últimas, Ariadna y Teseo, así como Arquímedes de Siracusa, sobresalen porque cada una cuenta con tres versiones diferentes.
Hasta aquí (sin otra omisión que partituras circunstanciales y meros ejercicios, dignos de estudio para el especialista pero intrascendentes para esta nota) la obra medular de Mastropiero, en orden cronológico. Colegas, e incluso amigos del maestro, me reprocharán que enliste la faceta de su corpus que bienintencionados pero miopes melómanos intentan ocultar; argüirán que, con la máscara de quien finge resarcir, hiero; que en lugar de honrar, difamo. No es así. En la Sociedad se ha intentado revalorar aquellas obras expulsadas del repertorio académico —así como de algunas historias de la música— porque estamos seguros de que es en ellas donde radica la grandeza del compositor, su propuesta. Si bien han sido consideradas hasta hoy como indignas por los grandes solistas y calificadas como timos y estafas por la crítica especializada, nosotros creemos que es aquí donde la poiesis logra confundirse con la parodia, donde la mimesis se convierte en mimesis al cuadrado. En estas obras la creación se transforma en recreación, así como la duplicidad, la copia y la producción en serie terminan siendo, paradójicamente, originales.
Dos factores de distinta naturaleza dieron origen a tan particular proyecto: uno biográfico, el otro artístico. Aventuro que es posible sobrellevar con garbo un nombre como el de César, incluso el de Jesús, pero en alguien cuya vocación es la de músico, imaginemos las consecuencias de portar un Wolfgang Amadeus o, precisamente, un Johann Sebastian. La nomenclatura en Mastropiero implica una primera reproducción degradada al ser un doble, casi pastiche, de su precedente. No es casual la conflictiva relación que mantuvo con su nombre, ni son gratuitos sus múltiples seudónimos. Johann Severo Mastropiano y Klaus Müller en su juventud; después, particularmente significativos, los de Peter Illich y Wolfgang Amadeus, para concluir con Etcétera, el más acabado de todos, el nom de plume que mejor logró encapsular sus múltiples travestismos en un concepto por demás abstracto. Pero esta primera copia, la nominal, se reproduce al oponerle otra, la fisonómica. Nos referimos a Harold Mastropiero, el hermano gemelo del compositor, ya citado. Como si colocáramos dos espejos en posición encontrada, la figura de Johann Sebastian termina siempre por reproducirse hasta el infinito. Estoy seguro de que esta situación tan particular insufló la poética del maestro, al menos en un inicio.[1]
El otro factor, el artístico, aún carece de dignidad y colabora con el poco prestigio de nuestro autor. Me refiero al cine, cuyo potencial intuyó Mastropiero desde un inicio y donde colaboró, no sólo escribiendo partituras para filmes sino incluso tocando en salas de cine mudo. Todavía era un niño cuando observé la sombra de Mastropiero por vez primera, ocasionada por el haz de luz y humo que emergía del proyector en el Vieux Royal, aquella tarde recién llegados de Italia, tras la muerte de mi padre. Desde entonces me es imposible disociar la música del maestro con esos veinticuatro cuadros por segundo que, en su insistencia, nos regalan movimiento. Ese día, al ver el western Bandits, musicalizado con fragmentos escogidos de El arte de la fuga, experimenté aquello que los místicos designan como desdoblamiento.
Mastropiero no quería plagiar obras musicales célebres, ni copiar temas y motivos anteriormente exitosos. Eso le hubiera resultado profundamente vulgar e innecesario, tomando en cuenta que Occidente lleva haciéndolo durante siglos. No. Él, al contrario, buscaba la originalidad en la copia, lo novedoso en la repetición, intentaba reproducir lo reproducido hasta el infinito, hasta crear uno de esos sonidos que emergen de la radio cuando nosotros mismos nos escuchamos hablar en ella. Ese ruido —la señal del absurdo, el límite de la coherencia: el inicio de la parodia— era de Mastropiero su más caro ideal estético. Aun a costa de la
incomprensión general, quería que su obra se apreciara, a lo lejos, con la misma fascinación que nos produce la lógica repetitiva y casi perfecta de un fractal. «Buscaba con la repetición absoluta erradicar todo mensaje», me escribió su amiga, la Duquesa de Lowbridge, cuando terminaba de redactar el noveno volumen de la Mastropaedia; «sólo así, decía, era posible la creación de otro Réquiem de Mozart que no fuera de Mozart, o de otras Variaciones Goldberg de Bach escritas, de hecho, por otra persona. Sólo inventaremos otro lenguaje, repetía, hasta que el ruido ya no nos deje comunicar».
Intentaré concluir con un argumento que, espero, refuerce la lectura que la Sociedad tiene de la obra del maestro. «En ocasiones se nos olvida que Mastropiero fue un gran aficionado a la literatura», dice Silenzi di Bianca, autor de los primeros seis tomos de la Mastropaedia. Y continúa: «Torcuato Gemini, tal vez más por el apellido que por sus cualidades estéticas, lo obsesionaba, y su ópera Don Juan o el burlador de Sevilla, una de dos, es un obvio guiño al dramaturgo español Tirso de Molina. Pocos recuerdan, también, que escribió dos libros: a) La influencia de la tonalidad en mi bemol en el engorde del mirlo amarillo, un tratado definitivo sobre la onomatopeya en la música, y b) sus Memorias que, como todo mundo sabe, son una copia textual de las Memorias del músico romántico Günther Frager».
No busco ocasionar una escisión en la cúpula de la Sociedad, menos enemistarme con mi colega y amigo de toda la vida, Silenzi di Bianca —a quien conozco desde los tiempos del Vieux Royal—, pero son esta clase de juicios los que demeritan los logros de Mastropiero. Durante años hemos debatido cotejando ambas obras y creo haber convencido a mi colega, al menos en lo íntimo, de que las Memorias del maestro son todo menos una «copia textual» de las de Frager, si acaso serán su antítesis. Aun así, di Bianca se resiste a expresar esta coincidencia en público, tal vez porque hasta ahora es de las pocas cosas que aún nos diferencian. Pero es evidente que cuando Günther Frager escribe, en el capítulo octavo de sus Memorias: «Usted me ofende, justamente a mí, que siempre digo que el artista que se apodera de la idea de otro enturbia las aguas del manantial del espíritu…»,estamos en presencia de un lugar común típico de artistas románticos, ahítos de yo, de originalidad autoral. No conforme, Frager concluye su sentencia con una metáfora gastada de tan manida: la pureza del agua que se enturbia por lo innoble. Pero cuando Johann Sebastian Mastropiero, en el capítulo octavo de sus Memorias, dice: «Usted me ofende, justamente a mí, que siempre digo que el artista que se apodera de la idea de otro enturbia las aguas del manantial del espíritu…», todo es parodia. La indignación por la copia, que ya es copiada, se convierte en un gesto sobreactuado, demasiado afectado, manierismo autoconsciente que culmina de forma magistral con la imagen de un espejo que, de repente, se torna borroso y distorsiona su original, produce ruido. Estamos ante un vanguardista de la vanguardia, un adelantado avant la lettre. En Mastropiero, vida y arte terminan por unirse en una sola obra: la reproducción, el simulacro, la parodia, un reflejo que, a final de cuentas, no deja de ser un autorretrato donde él es otro.
No entiendo el arte moderno sin la obra de Mastropiero; tampoco la vida, siempre oscura y rutinaria, como si fuera el simulacro de algo anterior y más grande que, de alguna forma, nos determina.
[1] En el quinto volumen de la Mastropaedia se desarrolla un extenso estudio sobre los nombres en la vida del maestro y se indaga cómo su primer tutor, Wolfgang Gangwolf, pudo haber influido en esta obsesión por las simetrías y los dobles. También se especula sobre cómo esta afinidad pudo haber determinado el romance que el autor sostuvo con la Condesa de Shortshot.