Bombyx mori (*) / Adriana Díaz Enciso

Nombrar la felicidad. Hoy, en este día. Hoy de noche oscura que se alarga.

La «o» es el centro. El círculo. La esfera. El punto en el centro de la esfera. Alrededor, una corona.

Corona de días deslumbrantes para la noche a ciegas. Abismo con una cresta de oro. Sol que arde dentro para el ojo cerrado (la o en el centro), vuelto al interior
                        (afuera cae la lluvia, descienden las nubes de un mayo que no despierta, invernal; suaves, su beso mortuorio en la frente).

¿Qué es el resplandor?

Un estandarte plegado en el corazón que gira sobre sí mismo: es la oruga con su néctar (hilo de seda al tocar el aire, hilo-cuchillo que corta la piel de sus transformaciones), tejiendo el capullo con las rotaciones de su cuerpo para hundirse más hondo en el letargo. Un sueño. Ésa es la luz que mece, arrulla, y el golpe de luz que sacude todas las formas precedentes: batir de alas. Como una mano abierta, lista para el vuelo. (Pero no volará. Pregunta: ¿Para qué las alas?).

La belleza no busca sustento, de una transfiguración en otra, no busca más que la perpetuación de sí misma (las crías deslumbrantes de su especie): va tras su consorte, la detenida eternidad de la cópula inmóvil (el sosiego, la unión, la nada, el infinito). Y vuelve a empezar, fructífera, óvalos diminutos, translúcidos como perlas. Entonces, tras unos breves días —mucho más le lleva mudar de un ser a otro, en el sueño cobrar forma—, muere.

Se ha cumplido.

La glorifica una fiesta de velos coloridos que los hombres doblan cuidadosamente (han matado la flor de la belleza para crear yardas de belleza, para invocar prosperidad, para envolverse, para dormir: soñar), los guardan con celo instintivo.

 

ii
El lienzo desplegado ondea en el viento. Envuelve las piernas, caricia suave y susurrante a cada paso.

Crece de murmullo a voz sonora. Campana, desgaja los velos de la lluvia desde el centro del río, desde la dura nobleza del bronce el portento indescifrable del sonido se expande en el tiempo y el espacio. Ése el único, verdadero júbilo contra la tarde melancólica, los rostros inmovilizados en sonrisas difusas, ya ausentes y sin nombre, ya fotografías cien años después.

Campana interior, resuena en la torre del pecho: multiplica a cada golpe los latidos de mi buena fortuna.

Abro la boca. La cavidad que no es de bronce para la voz quebrada, el alarido en el pecho sin aire. Como un animal avanzo sobre pies y manos, luego ni eso, serpiente que se retuerce en el limbo de ser, perdido el rostro, el nombre, la estructura material del ser que ya no tiene nervios para sentir dolor; es el dolor.

(La oruga, suave, gira y gira en su letargo; con su boca, su saliva, teje su casa, su nube, los filamentos de la imagen que será).

Desde el punto infinito, el centro oscuro del duelo, sus radios extendidos desde el núcleo del yo doliente hasta el borde sin sustento de la noche, una sola nota, baja y constante, entona himnos de gratitud. Deshila paciente la mortaja con su vibración imperceptible, el llanto que llueve y llueve
—días, meses, la vuelta entera del año un torrente que no para, agua libre entre las piedras, néctar que llena lo vacío, le da forma al espacio, talla la roca, arranca el rostro mineral, el accidente, la forma de lo que ha sido y ya no es.

 

iii
Nombremos la felicidad un domingo: obedezcamos el impulso de la sangre, acéfalo, el golpe del impenetrable corazón. (Afuera mayo es invierno. Mayo es gris y lluvia, frío, flores desconcertadas que se encogen para volver al capullo, retornar el esplendor al sueño).

Aceptemos que todo duerme. Crucemos el Puente del Milenio atestado de fantasmas. Rostros, gestos que en el instante se pierden: vidas, la mirada en la infinitud del río (agua parda que fluye), la escolta de sus pisadas. A saber cuánto dolor. O cuánta dicha.

Un par de palomas camina de prisa entre el andar humano —piernas, zapatos—, como si hubieran perdido el uso de las alas.

Las construcciones de aire que levantamos alrededor de la desdicha, de la pérdida, del horror, de la locura, ¿son felicidad? ¿Belleza? ¿Trae la belleza dicha? O erigimos sólo un fracasado mandato contra la muerte.

Observen: ésta es la gran central generadora de energía (abandonada, guardaba aire y ecos) que tomaron las emprendedoras manos del presente para violentar su letargo. La chimenea penetra el amplio cielo de un hoy nuevo. Ha vuelto a ser central generadora: de ilusión, la falsa seguridad de «estar aquí», los intangibles afanes del hombre (hambre, fe, infinito, o la revuelta contra toda fe) vueltos atracciones de turistas. Todo está bien.

Hoy recoge la evolución de una canción hermosa, aterradora en su ansia de escapar. La adicta al suicidio en Manhattan se abre como flor, se abisma, se deja caer para atraparse en sus redes de infinito, laberinto de espejos.

 

iv
Había querido llegar más lejos, o más cerca. No era la felicidad, era otra cosa, más urgente.

La mímesis, por ejemplo. No su mano siguiendo a la naturaleza, sino su conciencia fundida en el espacio y la naturaleza, luego, hecha a imagen de su conciencia. Ella, el agua, el gato, el caballo, el árbol, el camino, otros cuerpos. En todos el punto multiplicado, el ojo. La liberación del infinito torcida como cola de escorpión.

El gesto, entonces. Una vez reventado el infinito, el ansia. La mímesis de la orgía. Somos libres. Porque así lo decimos, lo gritamos en muecas con las que queremos ser fieras salvajes: puros. (La oruga que se envuelve en su sueño con los hilos secretados por su cuerpo, la seda que sale de su boca). Pero la civilización no es algo que se arranca, y aquí los cuerpos desnudos que por jóvenes (hace decenas de años, algunos muertos ya) se creen irrebatibles, emulando la transgresión sin dar nunca con su punto de implosión, se vuelcan, un vaciado perfecto de la víscera enjaulada. La gesticulación, la celda… ¡Ah, cómo no desear morir aquí, entre tanta carne desnuda encadenada, más yo encarnado entre más intenta liberarse de su nombre!

(Es que tenía miedo. Desde la niñez lo va cantando. La central generadora, el falo erguido, alberga falos multiplicados como frutos en todas las fases de su sueño, de la semilla hasta la disolución).

Imágenes alucinógenas, espejo irónico, sin fe, de la severa Hildegarda.

Al encender la luz el público se finge impasible, sonríe, ríe incluso (intocado, quiere decir con ojos nerviosos, por la soga que cierra el círculo: la aniquilación del ego del cerco de la jaula mordiéndose la cola, inmolación del alma y vuelta al yo, en la mazmorra otra vez, en esta carne).

La artista vive hace decenas de años en un asilo para enfermos mentales. Es su elección.

¿Qué es lo que buscamos? En un domingo como éste, viniendo aquí, ¿qué? ¿De qué fracturas incalculables está hecha la belleza?

 

v
Ambas buscan el infinito en las formas múltiples, en todos los lenguajes, en la frontera evanescente. Una tiene visiones desde niña. La otra, alucinaciones. Ambas buscan la concreción de su experiencia desde la enfermedad. Del ínfimo detalle repetido a la infinita expansión del universo: la obsesión. Profetas las dos, a su manera.

La primera, la que se asoma con su atavío de santa desde las ventanas de los siglos, partía también del cuerpo en este viaje: encarnación. Música y palabras un espejo del cuerpo, sus visiones no aterradora (irónica) multiplicación de falos sino reflejos del cuerpo femenino y su deseo, del centro generativo. La sujeción del cuerpo al sufrimiento era el lenguaje del mandato. «Escribe lo que oyes, lo que ves», decía la voz de Dios. Y ella por miedo no escribía. El mandato se encarnizó en su cuerpo con mayor crueldad. Entonces entendió. Le dio forma a las visiones, en todos los lenguajes: la palabra, la bidimensionalidad de la imagen, las ondas del sonido en el espacio. Todo lo veía a la luz de Dios a través de sus sentidos.

Cumplido el mandato, era inundada por la dicha.

Del descenso a la noche del dolor extrajo una piedrita: La especie humana tiene en su alma la capacidad de ordenarlo todo de acuerdo con su propio deseo.

 

vi
Una y otra vez yo tuve miedo de formular la imagen de la dicha.

¿De dónde llega el ángel encarnado en oro que dice vivir en mi sangre y ser mi fuerza? Poder, dice, cuando logro abrir los ojos hinchados de llanto.

Mi respiración vuelve hacia mí con un vuelo de paloma. Rompe el aire, gentil. Los árboles están llenos de espíritus, bailan todo el día con sus coronas de luz que abren ventanas en el suelo. Los veo transfigurarse, de la arquitectura de la rama desnuda a la flor que envuelve la imagen de la dicha para abrirse después en un fruto desconocido, del verde alma viva de la lluvia que envuelve a los pájaros que cantan noche y día al reventar del fuego en los días cortos, incendio tras mi ventana.

Éstas las bendiciones. Ni siquiera la mala fortuna puede despojar al alma de gozo.

La buena fortuna, quizá, es solamente la develación de los sentidos. (If the doors of perception were cleansed…).

No sé cómo explicar.

El sufrimiento humano, me grita la paloma entonces, batiendo las alas, es el rechazo voluntario, aún si inconsciente, del gozo. Le vuelvo la espalda. Hoy estoy anclada aquí y lo sé, sin embargo simplemente no logro arrancarme de la mediocridad.

Mezquindad del espíritu: este yo, yo, yo, yo sufro. Hasta el hastío.

El gozo, insiste muy seria la paloma, es un pacto con la belleza en el mundo allá (aquí) afuera (dentro) (imágenes de seres hechos objetos reales, el momento presente, la belleza incalculable de una emoción humana pulsando en el pecho).

 

vii
¿Y el dolor, entonces? Tiene un lugar en todo esto. Busquemos la respuesta, la forma. ¿Podemos transmutar el dolor en alegría? (No oponerlos uno al otro, no sacar uno de aquí, otro de allá, viviéndolos de espaldas, sino de lo muerto, lo oscuro, lo corrupto, la fuerza devastadora del dolor, extraer como un minero la luz y la alegría). (¿Pero es la alegría felicidad?). (¿Es transmutación o conjugación? ¿Del dolor con el gozo?). (¿Es el gozo felicidad? ¿Es el gozo placer?).

¿Qué hacer con la pérdida, qué con el dolor? ¿Se libera el espacio del alma para dejar entrar el gozo, como limpiar la casa en primavera? ¿Y para qué?

Para poder mejor morir; no es poca cosa.

 

viii
El descenso al inframundo es un viaje en espiral: bajamos al centro del yo, con sus fantasmas.

De vez en vez extienden sus manos retorcidas: en sus palmas brillan gemas de inaudita perfección, como sus ojos.

 

ix
La dicha, comulgar una mañana con los pájaros que viven en el árbol tras mi ventana, confundidos con el movimiento de la luz entre el verdor profuso de las ramas. Las rosas rojas mecidas por el viento.

 

x
La luz del espíritu (la paloma) desciende, asciende, atraviesa el cuerpo tranparente y arraigado, nos toca desde la visión de otros, la locura de otros, la obsesión —las nuestras, quienes hemos sido, todas nuestras vidas desplegadas ante los ojos de nuestra piedad, espíritus propios y ajenos que nos acompañan, la Humanidad Divina, jugando y llorando aquí, como niños: eso somos. ¿Cómo darle un orden a la algarabía del espíritu que regresa, la aventura humana entera reunida en un instante de reconocimiento?

Ella sufre en la médula y las venas de su carne, estrujada en mente y espíritu.

Ahí nace la revelación. En el limbo entre la oscuridad y la luz encontró la figura de la tristeza de este mundo: era un vicio. Vi la forma de una mujer, un árbol a sus espaldas completamente marchito y sin hojas y por cuyas ramas era abrazada la mujer. Atada. Desnuda. Pies de madera. Yaciente a merced de los espíritus malignos que emanan de una nube pestilente. Obsesión. Multiplicación. Aniquilación. Impotencia. Dice la tristeza: He oído mucho a los filósofos que enseñan que hay mucho bien en Dios, pero en todo esto Dios no me ha hecho ningún bien. Si es mi Dios, ¿por qué ha apartado de mí toda su gracia? Y el gozo señala el sol y las estrellas y responde: Cuando el día llega a ti, lo llamas noche, y cuando la salvación está cerca, la llamas condena.

Se abisma en la visión: Mientras la miro, toda tristeza y todo dolor se apartan de mí, así que soy como una niña inocente y no una vieja. […] Cuando mi alma ve y prueba las visiones consigno todo dolor y sufrimiento al olvido.

¿Reside la felicidad toda en la fe? ¿Y qué es la fe? ¿Puede ser la conciencia de lo concreto y real: la perfección de las formas, por ejemplo, los círculos brillantes de madera en unas sillas bajo el sol plateado de después de la lluvia?

 

xi
El Diablo es un enemigo del arte y un aliado del arte al mismo tiempo. Vive sólo en libertad. No bien ha sido establecido algo, lo abandona… Semejante poder demoniaco es el poder que provoca el ferviente deseo de libertad espiritual en la eternidad. El surgimiento de aquello que es inexplicable le permite a la gente ver el mundo más allá, donde nuestro espíritu obtendrá la inspiración para liberarse.

(Quizá sí: es ésta mi locura. Quizá. Desacralizada la visión, es la alucinación que me atormenta. Sí. Ésta es mi fuente de belleza. El diablo. La libertad. Lo he dicho. No tengo yo. Lo busco para tocarlo. Lo muestro para volverlo real. En el empeño, me aniquilo. ¿Qué más quieren saber? ¿Qué más quieren desmembrar que no haya ya reducido a su más ínfima esencia?).

Una noche hermosa de luces diminutas que se encienden y se apagan en un palacio de espejos, extraña y santificada. Un cosmos. Belleza multiplicada, infinito —y no es sino una jaula de reflejos. Y qué. Vine a demostrar que la prisión del yo y el infinito se cruzan, rayos a través de un mismo prisma.

Obsesión. Contemplación. Enterrarse en los propios miedos. Aniquilación. Rendición. Abandono. Oración.

From within the radiantly shining sky, / appear quietly my infinitely earnest wishes for finding the truth. / From the end of the universe, they have finally come out / to talk to the dead and the living.

El claustro. El hospital. El huevo. El alma.

In the midst of this despair, / I wonder if I can still live tomorrow. / Shall I ask my heart everyday for an answer. / From time to time, and with utmost sincerity.

 

xii
La felicidad es la sangre que corre —en nuestras venas. Cada glóbulo invisible.

Cada segundo: orbe sagrado. Este que transcurre, pasa. El grano de arena, la hora del día que no puede encontrar Satán.

La felicidad es el salto. Hacia el centro. El punto fijo. Porque nada en esta vida es cierto, y así está bien. O, más importante aún: así es. A esa raíz nos aferramos, como la hierba a la tierra y luego al aire puro, en su vaivén adormecidos, hasta que vemos las formas de las nubes besándose en el cielo, su beso que después se desvanece.

Enraizados en la herida, desde el cuerpo ofrendamos el ritual, el sacrificio. Así nace la belleza. Así la libertad, el otro que emerge de la piel seca y ya inútil de la herida.

 

xiii
El centro del universo: el Cristo sustraído de la cruz. La luz (el rostro, el ojo abierto) en la cámara de espejos.

La esfera de la santa. El alma bola de fuego que emana de Dios. The globe of life blood trembling. El sol. El punto de la artista multiplicado en universo. Eón: el tiempo eterno. El círculo. El mandala. El capullo. El grano de arena.

La mariposa que tras el sueño nace, resplandece en la luz, copula y muere es la belleza, eterna en la retina, el centro de la esfera.

La paloma se refugia en el alero. El zureo casi inaudible nos alcanza. En la visión de la lluvia deformada por la doble cortina de las lágrimas, el hallazgo del cielo vuelto eterno (intocable) en un reflejo, los tejados que brillan en un charco de agua agitado por las gotas que caen. Eso es la dicha. ]

(1*)            Las citas entretejidas en este texto provienen de obras de Yayoi Kusama, Hildegard von Bingen y William Blake.

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