Belfo / Jessica Dalhi Mateos Ramos

Ganador del VI Concurso Literario Luvina Joven, 2016
Categoría Luvinaria / Cuento breve

ACTA DEL JURADO: En pocos párrafos, la autora describe y narra el carácter obsesivo del personaje central. El suspenso nace, se sostiene y explota en el desenlace de esta historia que podría, en otras manos, no tener ese proceso de ansiedad creciente. La descripción de la obsesión del personaje no se queda en un simple retrato sino que avanza en la narración e involucra al lector, aún más, de manera inesperada.

Belfo / Jessica Dalhi Mateos Ramos
Licenciatura en Historia, CUCSH

El reloj de pared marca las diez menos cinco. El profesor llega. Está inquieto. Camina alrededor de la mesa mirando a sus estudiantes. No quiere estar allí. Sonríe a una chica que lo saluda, estrecha la mano de un joven, pregunta algo a otro. Es una rutina aprendida. Sabe fingir muy bien. Con el tiempo, como a veces lo permite, la chica hace cambiar el habito del profesor, lo obliga a llegar más temprano, a tener buena actitud, a comenzar por bañarse en las mañanas, a volver a fumar pero también a encubrir el olor con fragancias caras y trajes limpios, lo vuelve más metrosexual, lo hace suyo.

No hay mucho que seguir contando, se enamoran, se casan, a ella le gusta verlo al espejo, a él le gusta admirarse, han prosperado en una vanidad envidiable.

Cierto día, intentando casi asumir rutinas maritales, él volvió a casa, esta vez rogándole de manera suplicante que le pasase por los labios ese tono borgoña que tanto le gustaba en la boca de su mujer. Ella por instinto se acerca a besarlo, pero inmediatamente siente un tipo de rechazo que nunca le había manifestado. La aparta cariñosamente, despegando sus bocas; pero hace que conserven cierta cercanía en los rostros. Así, en un abrir y cerrar de ojos (cualquiera diría que se trata de un simple parpadeo), en él se asienta una mirada suplicante, de un deseo que no puede obtener por sí solo. Ahora son las cinco y diez.

–Píntame, ponme de tu labial.

Accede gustosa ante sus peticiones, sin hacer preguntas. Tomando entre las manos el tubo de ese mismo color que está usando, traza delicadamente el contorno de su boca,  rellenando cada uno de sus pliegues en los labios, hechos por falta de agua. Se ve precioso.

Ella piensa que todo es un juego. El encanto se rompe cuando vuelve a acercarse para llenarse de ese cálido y provocativo tono en él, quien de nuevo niega el contacto, congelando sus aspiraciones.

–Me arruinas el pintalabios –se excusa, y en ese momento abandona su lugar en la cama para acercarse a la silla que está enfrente del espejo del tocador.

A la mañana siguiente todo desaparecía con ese humo parecido al eco de un mal sueño que producen los cigarrillos, él seguía plácidamente dormido, sin rastro alguno del maquillaje que ayer llevaba. Parecía que algo se había hundido en la irrealidad. Los trazos desaparecieron en la madrugada, borrados por las sábanas, sin embargo nada pararía su continuo rondar, empezó a buscar métodos y técnicas para mantener su boca siempre roja, hablaba de nuevos trucos para que los pusiese en práctica sobre sus labios. Dejó de ser una manía secreta cuando no le importó salir en público mostrando una magnifica ejemplificación de guía Pantone exclusiva en tonos rojos, entonces se volvió algo obsesivo. Despertaba por las noches cada hora para revisar el color en su boca y si era necesario darse un retoque; buscaba cambiar la intensidad en la gama, se volvió una adicción, un yonqui de las marcas más populares o cualquiera que pudiese encontrar y aún no hubiese probado. Él pedía y obtenía, la labor de profesor le hacía tener atención de sus alumnos, eso lo impulsaba a seguir insistiendo. Cabe recordar que él sabía fingir muy bien, aparentaba no necesitar, no buscar, no suplicar, pero su verdadera conducta no podía cambiar. Incluso dejó de fumar, en él se encendía una ira impasible viendo cómo el centro de su boca se marcaba en el filtro de sus cigarros, sin importar la marca, ni de tabaco ni de labial, la huella siempre aparecía en el mismo sitio, conspirando constantemente ante el humo que también tocaba sus labios y seguro se llevaba un poco de lo que ahora era él, rojo. En algunos momentos se abstuvo de comer, encontró jeringuillas y sueros que se forzaba a suplir como alimento.

Era sólo él y el espejo, labiales indelebles, promesas de 24 horas y pomadas humectantes para reparar cualquier daño que su agitada compulsión pudiera dejarle. El único momento que pasaba sin su apariencia de toxicómano era cuando debía borrar todo y volver a empezar con un nuevo tono.

Perfeccionó su técnica, dejó de ser ella quién le propiciaba su éxtasis. Aprendió a delinearse sin error y a rellenar de manera uniforme, era incluso mejor de lo que podía ser cualquier mujer. No era capaz de negarse, ella no podía deshacerse de su colección de heroína en forma de lápiz labial, lo volvía atractivo, a pesar de ser algo que acentuaba más bien un rasgo femenino; todo él seguía siendo un modelo típico de masculinidad exceptuando su fulminante adicción.

La una menos cinco de la madrugada, momento en el que necesita satisfacerse, es mejor que masturbarse, encuentra en ello más que un clímax, absorto, abatido, absuelto de pecado, absorbido por una droga para muchos absurda y abstracta.

Ella se vuelve obsoleta ante su fetiche narcisista, lo pierde en el espejo, una madrugada en que el reloj no funciona. Sabe que sigue con su adicción, desde entonces lo busca, mirando siempre en cualquier cosa que pueda reflejar, usa los mismos labiales que él dejó sin acabar, con la intención de provocar su regreso, porque aún conserva las mismas ganas de besarlo como la primera vez que le pintó la boca.

Aquí es cuando le pregunto a usted después de haber escuchado la historia, ¿ha visto a un hombre con los labios pintados de rojo?

 

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