(Lima,1987). De Famulus (Pesopluma, 2020), su primer libro publicado, se tomó el presente cuento.
En 1983, durante el segundo gobierno del arquitecto Fernando Belaúnde Terry, se creó el distrito de San Borja. Dos años después, mi padre compró el departamento de la familia. La mayoría de los lotes colindantes eran terrenos baldíos que pertenecían a Fortunato Brescia, la cabeza de unas de las familias más poderosas del Perú.
En los noventa, sólo los distritos hegemónicos de Lima contrataban empresas privadas de recolección de residuos domésticos. En los demás, la responsabilidad recaía en las municipalidades. A diferencia de los países desarrollados, que echan mano de los inmigrantes para la recolección de basura, en las municipalidades había un déficit de operarios públicos porque no sólo era un trabajo poco atractivo y mal remunerado, sino que suponía altos riesgos laborales: cortes en las manos por el mal estado de los botes de basura y por la maniobra de los residuos sin segregar, lesiones lumbares por la mala postura al levantar receptáculos de hasta cincuenta litros de capacidad, accidentes de tránsito por conductores imprudentes o porque los camiones se hundían en algún forado por rotura de tuberías y la constante exposición a infecciones respiratorias, gastrointestinales y dermatológicas que el uniforme —un mameluco y guantes de seguridad— no prevenía. La relación con el objeto de trabajo no acababa al término de la jornada. Al poco tiempo, la basura formaba parte de sus pieles ennegrecidas por la convivencia con la mugre.
En San Borja, hoy, la recolección se realiza a través del almacenamiento temporal en contenedores subterráneos segregados en residuos orgánicos, papel y plástico. Éstos se transportan después hacia la periferia de Lima para hacer la disposición final en rellenos sanitarios. Al inicio de los años noventa, la basura de las casas de las primeras cuadras de la calle Federico Chopin se recogía al mediodía. Por las huelgas del sindicato de trabajadores, a veces el camión de la basura no pasaba todos los días y los desechos rebasaban los botes. Algunos estaban en mal estado, oxidados o con huecos, y la basura se desparramaba en la vereda. De vez en cuando los vecinos solucionaban el problema formando montículos de desechos que luego quemaban en el terreno vacío que colindaba con la comisaría.
Con la basura siempre a disposición en las veredas, surgió una mafia de recicladores informales o «cachineros». Al principio se llevaban las bolsas. Esto aliviaba a los vecinos, que incluso agradecían el gesto. Luego sólo rebuscaban en las bolsas cosas para revender. Los cachineros se paseaban en triciclos y entraban a las casas a robar objetos que parecerían insignificantes, como las manijas de las puertas, grifos o focos. Los ponían en sus triciclos, confundiéndose entre los cachivaches que rescataban de la basura, y la fechoría pasaba desapercibida para la policía.
La mayoría de los camiones de basura operados por la municipalidad eran abiertos. Anunciaban su llegada un par de cuadras antes con el tilín-tilín del triángulo de percusión, y con el característico hedor que emanaba de la tolva abarrotada. Los operarios de estos camiones también se dedicaban al reciclaje informal. Buscaban entre los desperdicios algo que se pudiera vender y se lo ofrecían a los cachineros al término de la jornada. Con frecuencia, el serenazgo tenía que intervenir en las trifulcas que armaban ambos bandos. Los fines de semana pasaban vehículos de recolección más sofisticados porque había un mayor volumen de residuos. Éstos tenían una cabina para el conductor, una caja compactadora para el depósito de carga y una compuerta trasera para que la cuadrilla conformada por dos operarios pudiera cargar y descargar la basura.
En ocasiones, los camiones de basura reemplazaron a los coches bomba en la época del terrorismo. Los llenaban de explosivos o los incendiaban durante los atentados. Otras veces se les ha usado como morgue rodante. La mayoría de feminicidas y violadores en Perú los incluyen como escena secundaria del crimen. Ahí abandonan los cadáveres descuartizados dentro de bolsas negras. Un desperdicio doméstico más.
Siempre visitaba a mi vecina Mari los domingos después de la misa de ocho. A pesar de ser una de las primeras construcciones de San Borja, su casa era la única que aún seguía en casco. En el primer piso estaba el garaje del taxi carga de su padre y la bodega que sus abuelos construyeron gracias a la reforma agraria. Sólo vendían sal, azúcar, pan, leche en polvo y, de noche, bidones de gasolina a los camioneros que se dirigían a la Panamericana sur. En el segundo piso vivía su familia.
Ese domingo, sus dos hermanos mayores ayudaban al padre a lavar la camioneta Datsun con la que transportaban desmonte. Mari salió corriendo, pero su padre la jaló del brazo y puso una franela de color rojo en sus manos. Le dio una pasadita rápida a la tolva para que su papá la dejara salir a jugar.
—¿Qué tal la misa? —me preguntó Mari. Cargaba un balde con agua y unos palitos de anticucho amarrados con un trozo de pabilo en los extremos, formando un círculo.
—Mal. Dios no me escucha. Siempre le pido que mi papi regrese.
—No te preocupes. Ya va a venir —dijo acomodando su pelo lacio en una cola de caballo, negra como la crin de una frisona que, al sol, parecía azul.
Eché el detergente en el balde. Agitamos con fuerza hasta sacar espuma y empapamos los palitos para hacer burbujas.
—¡Nada! ¡No funciona! ¿No te pueden canjear las varitas de Monterrey?
—No. Mi mamá dice que es mucha plata.
—¡Esta cochinada! —gritó Mari y tiró la varita.
Durante el almuerzo, como no estaba mamá, pude invitar a mi amiga. Mari terminó el mondonguito en cinco minutos y mi abuela le preparó dos táperes para sus hermanos.
Mi abuela giró la perilla del televisor. Hablaban de «los monstruos de la basura». La señal llegaba con interferencia. Mari decía que era una carrera de miles de hormiguitas y no le molestaba quedarse viendo eso. Mi abuela bajó el volumen y siguió cambiando de canal, pero en todos aparecían los mismos camiones, bolsas negras y gente llorando. Apagó la televisión. Trajo el periódico y se sentó en su silla de siempre. Ahí se pasaba todo el día, viendo por la ventana lo que hacía el vecino, leyendo el periódico, viendo la televisión o, si no, salía a dar una vuelta a la manzana y echaba veneno para ratas en el perímetro del edificio.
—Señito, ¿qué es eso de «los monstruos de la basura»?
Mi abuela dobló el periódico y lo guardó en el bolsillo de su delantal.
—Son unos monstruos que se llevan a las niñas malcriadas—dijo haciéndome un ademán para que terminara el mondonguito.
—Ya tienes diez años. Come todo, no seas engreída —me regañó Mari al ver que dejaba las arvejas y las zanahorias al borde de mi plato.
—Eso no existe, señito. A mí no me engaña. Yo ya tengo doce años.
Mi abuela se levantó de la mesa haciendo un gran esfuerzo por mover su esquelético cuerpo y abrió la puerta del ducto de la basura.
—¿Ah, no? Vengan acá y escuchen.
Juntamos nuestras cabezas y nos asomamos al ducto de la basura. El olor a vómito y vinagre nos golpeó la cara, pero ninguna retrocedió. Queríamos saber qué había en ese hueco tan oscuro y profundo que podía llegar al centro de la tierra.
—¿Escuchan los gritos dentro del remolino? ¿Los escuchan?
Asentí. Parecía como si unos seres estuvieran atrapados en el fondo de una caverna. Luego escuché unas súplicas que resonaban con un eco gutural. Comencé a temblar. Mari me miró con el ceño fruncido y metió más la cabeza en el agujero.
—¡Es la puerta al infierno! —dijo mi abuela con voz tenebrosa y se mató de la risa. Mari se sobresaltó y cerró de golpe el ducto de la basura.
—¡Son puras niñerías! No le creas —dijo, intentando recomponerse—. Además, en mi casa no hay una puerta así para la basura, así que, en todo caso, yo estoy a salvo.
En los años noventa los noticieros eran una orquesta de violaciones y feminicidios que mi familia y yo desayunábamos todos los días. El caso que más recuerdo es el de Nicolás Gutiérrez Mendoza, porque sus víctimas tenían mi edad. Entre 1995 y 1996, el Monstruo de Parcona violó y asesinó a seis niñas en Villa María del Triunfo y Villa el Salvador. Su madre encubrió su fuga cuando la policía comenzó a buscarlo. En la ciudad del eterno sol, asesinó a cinco niñas más. Gutiérrez confesó que primero las asfixiaba porque gritaban mucho cuando las penetraba. No quería que sufrieran, dijo, así que violaba sus cadáveres para luego arrojarlos a una fosa o a un arenal en una bolsa negra. La prensa siguió los casos con morboso detalle, nutriendo los titulares de los diarios con guiños propios de una comedia de terror. Mi abuela solía comparar esos casos con el de Jorge Villanueva Torres, el Monstruo de Armendáriz, uno de los últimos criminales condenados a pena de muerte en el país, en 1957: «La prensa dice lo que le conviene. El Monstruo de Armendáriz era un pobre negrito que pasaba por el lugar y el momento equivocados y lo fusilaron. Yo ya no creo ni michi, hijita. Si será cierto que éste sea el verdadero Monstruo de Parcona o si será otro que sigue por las calles violando más niñitas».
Un monstruo es un ser fantástico que causa espanto. La prensa aborda las noticias de violadores empleando una atractiva fórmula de marketing. Los denominan con el sustantivo «monstruo» seguido de su área de acción, así que casi todas las provincias y los distritos del Perú tienen un representante. Con el tiempo, se sumó a la denominación el estilo: el Monstruo de la Bicicleta (un hombre que atropellaba niñas para ofrecerles auxilio y luego violarlas), el Monstruo del Martillo (un estudiante de medicina con una fuerza desproporcionada y una marcada debilidad por las herramientas de albañilería), el Monstruo del Garrote (un mototaxista que mataba a garrotazos a los pasajeros en estado de ebriedad) y el Apóstol de la Muerte (un homofóbico confeso que abandonaba los cuerpos de transexuales y prostitutas en las carreteras del sur). La era digital trajo consigo al Monstruo de las Redes, un violador que captaba niñas de cinco a doce años a través de cuentas de Facebook. Sólo un tipo de violador se salva de ser llamado monstruo: el que tiene un alto cargo religioso o político. A ellos, la prensa les denomina «presuntos violadores».
Sólo uno de cada cuatro monstruos es denunciado y obtiene algún tipo de cobertura mediática. Sin embargo, la prensa sólo vende monstruos que involucran a sujetos de sectores rurales o de la periferia de la ciudad,
«ciudadanos de segunda clase», como los llamó un presidente. ¿Y los otros monstruos? ¿Qué pasa con los abogados, los empresarios, los profesores y los artistas? ¿Dónde quedan los padrastros, los tíos y los abuelos de la clase media? Los que negocian silencio y compran memorias. Los que sonríen en las fotos familiares, en las reuniones de directorios y en las juntas de accionistas. Esa basura no se saca a la calle. Se esconde en casa y pudre las familias desde dentro. O devienen personajes de libros de ficción.
Después del almuerzo del domingo, Mari no quiso hacer burbujas gigantes ni jugar en el parque. Me sorprendió, porque ella sabía que era el único día que me daban permiso para salir. Se le metió en la cabeza buscar el final del ducto de la basura del edificio. Le expliqué que todo caía a un cuartito del primer piso que olía horrible y estaba lleno de cucarachas.
—¿Por qué? ¿Cómo sabes?
—Porque sí. Ahí cae toda la basura, pues.
—Repites todo lo que te dicen. Yo quiero ver de dónde vienen esos gritos.
—¡Mentirosa! ¡Ya ves que sí escuchaste los gritos! —le recriminé.
Entramos al cuarto de la basura y nos dieron unas arcadas tan violentas que se nos aguaron los ojos.
—Tápate la nariz y respira por la boca.
—¡Ni loca! Eso es comerte la basura.
Busqué el interruptor de la luz avanzando con mi mano sobre las paredes cubiertas de grasa. Su textura melosa me daba asco pero el miedo activó mi adrenalina. Sólo quería saber dónde terminaba el ducto y salir disparada de ahí. Mari caminó hacia la tubería oxidada que desembocaba en un contenedor grande de basura. Era la única parte iluminada.
gritos?
—No se escucha nada, qué raro —dijo caminando alrededor del contenedor.
—Ya vámonos, Mari. Huele asqueroso.
—Espera, sube a tu casa y dime si escuchas algo desde arriba. Porque, si no, ¿de dónde vienen los
—¿Qué haces? —preguntó mi abuela al ver que tenía la cabeza dentro del ducto de la basura.
—Estamos buscando al monstruo de la basura. ¿Escuchas?
—¡¿Quién grita?! ¡¿Qué pasa?!
Bajamos las escaleras al vuelo. Los gritos de Mari nos guiaron hacia la calle. Vimos cómo forcejeaba con
dos hombres que la tiraron por la compuerta trasera de un camión.
Dormí junto a la ventana toda la semana esperando que Mari regresara. Mi abuela me despertó para desayunar, pero no quise moverme. Seguí vigilando el lugar de donde se la llevaron. Me cambió la ropa y, mientras trapeaba los orines del suelo, me dijo que iría a la comisaría y a la municipalidad a averiguar, que no me preocupara, pero cada vez que pasaba un automóvil mi respiración se entrecortaba.
A las once de la mañana del día lunes, los gritos en la calle me llevaron hacia Mari. Arrastraba los pies en una marcha fúnebre que develaba sus muslos desnudos y ensangrentados, desde el vientre hasta las pantorrillas.
Mi abuela no me permitió visitarla. Dijo que ella iba a estar bien pero que estaba enferma y había que rezar mucho. Después de la cena, mientras mi abuela acompañaba a mi mamá para esperar que papá llegara, me escondí detrás de la puerta de la sala cuando me mandaron a dormir.
—Bueno, mamá. Esa mocosita era bien movida.
—¿A qué te refieres?
—Era media polillona. A veces cuando sacaba la basura de su casa, yo veía que era pura risita con los patas esos de la basura. Se expone, como en un escaparate, y los provoca —dijo mi mamá sorbiendo su café Amaretto.
—Estás igual que la socojuda de su madre. ¡Ni siquiera quiere llevar a la niña a la posta médica! —dijo la abuela persignándose.
—¿Y el padre qué dice?
—¡Ni los hermanos ni el padre saben! Dice que la vergüenza, que qué van a decir, que esto otro. ¡Encima me amenazó, la muy descarada!
Cogió su rosario sin poder concentrarse.
Pasaron dos semanas y aún no me dejaban visitarla. Dejé de comer hasta asustar a mi familia. La abuela me obligaba a rezar con ella todas las tardes. Pedíamos por la pronta mejoría de Mari, hasta que un día me harté y boté la imagen del Sagrado Corazón de Jesús por el ducto de la basura.
Mi madre no sabía qué hacer, así que canjeó en Monterrey la varita para hacer burbujas gigantes. Lo primero que hice fue preguntar si podía enseñársela a Mari. Mi madre y mi abuela discutieron un poco, pero al final me dijeron que sí y corrí a su casa. Nos quedamos paradas en la puerta y, media hora después, la madre de Mari por fin nos dejó pasar.
Mi amiga estaba sentada en su cama. Tenía la cara pálida, el cabello rapado y había un balde de plástico a su costado. La habitación olía a leche avinagrada. Quise abrazarla, pero pensé que le haría daño si la tocaba. Me acerqué para enseñarle la varita de Monterrey y me di cuenta de que en el balde había vómito.
No hablamos. Me esmeré en sacar burbujas perfectas de mi varita nueva. Deseé hacer una muy grande, una que nos encerrara a las dos y nos llevara lejos de ahí. Mari se quedó mirándolas en silencio, como si tuviera un manto invisible encima que la apretaba tanto que no la dejaba reaccionar.
Cuando salimos, mi abuela me explicó que Mari estaba enferma y era mejor dejarla descansar. En casa,
me sirvió patita con maní y se sentó a mi costado a rezar el rosario. Al ver que ni siquiera comí las papas, me recriminó en medio de un bostezo.
—Hijita, come toda la… —Abuela, así me coma toda mi comida y así rece todos los rosarios, los hombres de la basura igual me van a llevar.