Bailar la escritura del cuerpo

Lucía María

Mexicali, Baja California, 1983. Su libro más reciente es Delta de sol (Dharma Books, 2020).

Cuando nacemos damos un primer salto fuera de la caverna del cuerpo de nuestra madre, es posible que la misma voz de nuestra madre sea la que nos incite y nos provoque esas ganas de salir al mundo. La voz de nuestra madre como parte del fuego que nos llama y nos muestra que hay algo más que aquello que estamos viviendo. La voz de nuestra madre como el primer acorde que pertenece a la música del mundo, que es parte del coro de sirenas que nos invita a lanzarnos al mar. Podemos sentir más de lo que estamos sintiendo, entonces saltamos. Porque primero sentimos con la escucha y luego sentimos con el resto de nuestros sentidos. Queremos salir a tocar el mundo, queremos que el mundo nos toque, sentir todo el placer que significa la manifestación de nuestro cuerpo vivo, y vivir esa presencia en comunión con el tiempo.

La primera vez en mi vida que decidí que quería seguir intentando eso que estaba haciendo fue una vez que me bajé de un pequeño escenario después de haber bailado una serie de coreografías durante más de dos horas. Fue en una feria que cada año se celebra en Mexicali. La vez que bailé en uno de los escenarios de esa feria yo tendría alrededor de dieciséis años, y la coreografía más compleja, de la serie que llegamos a bailar, fue un montaje de Cats que preparó el maestro de la escuelita donde yo llevaba un par de años bailando. Ese momento de entrega hacia la danza me llevó al éxtasis de esa libertad en movimiento.

En el mero comienzo de nuestras vidas, la mayoría de las personas hemos llegado a sentir la infinita libertad del cuerpo sin hacer absolutamente nada al respecto. Siendo bebés vamos experimentando con nuestros sentidos el instante y el espacio, y todo se va volviendo motivo de gozo. Tocar los colores con los ojos, que el sonido de las voces nos toque, la textura de las manos de papá en la piel, quedar con el cuerpo envuelto en el olor de la lluvia, el sabor de un plátano en nuestros labios y en nuestra lengua. Así nuestros brazos van estirándose cada vez más hacia el mundo, queremos fundirnos en eso que nos devuelve las sensaciones y entonces sabemos que nuestro cuerpo está plenamente vivo.

La segunda vez que sentí esa necesidad de entregarme al vacío, de buscar lo desconocido, de encontrar en la realidad toda esa apertura que estaba llamando a mi cuerpo, fue cuando comencé a leer el primer libro que leí de Roberto Bolaño, El secreto del mal. Lo que sentí es que yo quería y podía escribir, en esa lectura lo sentí. Yo había escrito antes y lo había hecho a manera de diario, pero las ganas de crear algo más fuera de mí, de aventarme a crear algo que no tenía idea de cómo iba a suceder ni cómo iba yo a hacerlo las sentí con ese libro.

«¿Qué hay en el fondo del deseo de arrojarse al agua? ¿Qué hay en el fondo del deseo de sumergirse en la cosa que obsesiona; de dar el último salto; de lanzarse sin demora y decididamente en pos de lo que se ignora; […]?», escribe Quignard dentro de las primeras páginas de Butes.

A veces las personas tenemos a la mano las historias de escritoras, poetas y artistas que han alcanzado ese «ser ellas» después de haber cultivado la búsqueda del conocimiento con los insumos más preciados de la cultura. Pero no siempre es así. En mi caso lo que me abrió las ganas de bailar no fue una escuela de danza en Nueva York, fue en una escuelita pequeña en Mexicali a donde recién se había mudado un maestro desde el entonces Distrito Federal; en esa escuela pequeñita toqué la libertad del movimiento. Y las ganas de arrojarme hacia la escritura no se suscitaron con la obra más importante de la literatura. Incluso, El secreto del mal es un libro que se publicó después de la muerte de Roberto Bolaño. Las obras de Bolaño más preciadas por la crítica, 2666 y Los detectives salvajes, las leí mucho tiempo después de haberme decidido a salir del lugar y del momento de donde me encontraba leyendo El secreto del mal. Pero pude lanzarme y salir de donde estaba, pude iniciar con la búsqueda. Con estos gestos, una pequeña escuela y un maestro que por alguna razón había llegado a Mexicali desde el DF, y un libro de relatos póstumo, gestos que para otras personas pueden o pudieron haber pasado desapercibidos, para mí significaron el canto de la sirena que me incitó hacia el movimiento y hacia comenzar la búsqueda. El canto que me movió, con el cual me pude arrojar al mar y del cual, además, pude salir viva. Porque el arrojo hacia una posible transformación muchas veces significa la destrucción o la muerte. Es cierto que ambos instantes en mi vida —comenzar a bailar y decidirme a leer y a escribir— han tenido que ver con un momento en el cual me sentía completamente abierta, una apertura que había surgido a partir de la pérdida. Busqué el baile porque mis padres en casa se peleaban cada vez más y estaban por divorciarse. Cuando quise leer y aprender a escribir fue después de haber roto la relación con mi entonces pareja de Mexicali. Hay saltos que se sienten como lanzarte desde un último piso de un edificio. 

Y, ¿cómo saber hacia dónde lanzarte? Si son tantas las posibilidades y si es tan vasto el espacio, si son miles las formas de vivir y de experimentar el mundo. Me pregunto si esa apertura que comienza con el dolor y con la pérdida, con el rompimiento que sucede en el cuerpo, si esa apertura es la que abre el espacio dentro del mismo cuerpo hacia el recibimiento de algo nuevo, hacia la entrega de una nueva manera de conocer el mundo.

De las artes, la música es aquella que está más conectada con el espacio, con el infinito, es la que más viaja y más alcanza del alrededor, es la que más se adentra en el cuerpo. Luego también vamos creando una pieza musical con cada cosa que hacemos, con cada minuto que nos entregamos a sentir, que nos decidimos a actuar, con cada cambio y revolución que va surgiendo de nuestro cuerpo, nos exige la realidad, con nuestros sentidos y nuestra intención, con el entorno y sus elementos. La música existe para que podamos tocar el espacio. Entregarme al baile al que me invita cada pieza significa que puedo morir buscando la expansión, significa que puedo intentar amarlo todo. Escribe Quignard que cuando Butes deja su remo, se levanta, que cuando Butes sube al puente, salta. Y que Butes baila, escribe Quignard.

La posibilidad de bailar sucedió en un instante durante mi adolescencia en donde el conflicto entre mis padres era tan fuerte que en nuestra casa había una guerra, parecía que si mi hermano y yo nos atravesábamos en un momento de discusión, nuestra vida iba a quedar embarrada en medio. No era así, pero así se sentía. Dentro de casa yo estuve mucho tiempo sintiéndome congelada; una gran parte del tiempo la vivía encerrada en mi cuarto y casi siempre fantaseando en cómo salir. Así que ese pequeño salón de duela en donde empecé tomando una clase de jazz y terminé ensayando durante casi cuatro horas diarias, fue el espacio que me dio la libertad que yo estaba buscando, el espacio que me hizo sentir todo aquello que estaba dentro de mi cuerpo, el dolor y la fuerza, el llanto y el arrojo.

Escribir primero fue para entenderme, cada vez que yo escribía en mi diario, era con un intento de conocerme, quería saber qué estaba sintiendo con respecto a lo que estaba pasando a lo largo de mis días. Y, al escribir, me daba cuenta de que yo reconocía muchísimo más de todo lo que yo había sentido, mucho más de lo que muchas veces podía aceptar que había pasado, experiencias que definitivamente no podía expresar a alguien más dentro de mi casa. Escribir me llevó a darme cuenta de que yo podía entender, que yo podía sentir y que yo podía ser. Y cuando se abrió la posibilidad de creer que yo podía escribir más allá de mí misma fue cuando me encontré con Bolaño, y sentí en esos relatos que leí que yo podía transformar lo que estaba sintiendo, lo que estaba viviendo, en algo más. 

La música no representa nada: resiente, escribe Butes. La música es el espacio que nos toca con su infinidad. Y los libros también son ese coro que cuenta la historia de la existencia del ser humano en la Tierra, un coro que nos relata los encuentros y desencuentros entre las personas, un coro que nos va develando las ganas que tenemos hombres y mujeres de ser el espacio, no nada más de ocuparlo.

Como todas las personas en el mundo, en algún momento de mi infancia empecé a guardar en mi cuerpo mucho de lo que yo estaba sintiendo, después me fui encerrando en un cuarto, y más adelante comencé a trastocar aquello que alguna vez me había dado seguridad, que me había llevado a buscar la libertad y a sentir que yo podía amar.

Pasan los años y de pronto veo que estoy como he estado varias veces durante tanto tiempo, en el encierro de un mismo espacio que durante un periodo llegó a ser un lugar seguro. Pasan los días, pasan los meses y justifico mis circunstancias, digo que estoy encerrada porque no tengo suficiente dinero para moverme y salir al mundo. Digo que me hacen falta proyectos de trabajo que me puedan llevar a un mayor flujo económico y entonces sí pueda tener las herramientas para salir de la caverna en la que me he encerrado. Me justifico con la hipótesis de que en las ciudades es muy desgastante el movimiento, y que como es necesario invertir demasiado esfuerzo, al final, ni siquiera vale tanto la pena intentar salir de casa. Sobre todo porque el instante de placer, una vez que ha llegado, se termina fugando casi de inmediato. Y todo esto es cierto, pero también es cierto que llevo años alimentando el sometimiento de mi cuerpo a un pequeño espacio y a un pedazo de papel, someto mi cuerpo a la estrechez de querer entender lo que no voy a entender, someto mi cuerpo a mis intentos de escribir para nuevamente reconocer lo que estoy y no estoy viviendo. Así, lo que alguna vez fue el descubrimiento de un lugar seguro, el momento en el que yo podía sentarme a escribir para reconocer todo lo que estaba sintiendo, de pronto me doy cuenta de que se ha vuelto en mi propia caverna de Platón en donde he terminado por esconderme. Luego también busco bailar a solas para transitar con seguridad todo lo que no logro sentir por completo, todo eso que sé que está albergado en mi cuerpo. Y al final veo que, más bien, creo que puedo alcanzar la claridad encerrando lo que siento, en medio del dolor y del caos, todo ese miedo que a veces no dejo de sentir, veo que decido permanecer en un pequeño refugio en donde el aire se me va acabando. Yo misma me he llevado a desear cada vez menos, a forzarme a entender cada vez más, a sentir dentro de los límites que puedo nombrar, en lugar de encontrar la forma de tener más recursos para vivir y experimentar más de lo que estoy viviendo. ¿Cómo voy a salir ahora de la caverna que tanto tiempo me tomó erigir, la caverna que llegó a ser un lugar sagrado?

Han pasado algunos años desde que comencé a tomar clase con el Dr. Carlos de Léon, un terapeuta que en alguna ocasión se describió a sí mismo como hacker espiritual; he llevado clases de terapia y sobre diferentes tradiciones espirituales. No recuerdo en cuál de las múltiples clases el Dr. Carlos de León hizo la mención de que todos los sentidos en nuestro cuerpo son un solo sentido, pero habló de eso, de que, en realidad, el tacto es el único. Cuando escuchamos sensores en nuestros oídos se activan y sentimos la música, cuando olemos sensores en nuestra nariz se activan y sentimos el aroma de aquello que huele. Cuando vemos una imagen y observamos el mundo, sensores en nuestros ojos se activan y lo sentimos en nuestra vista. Nuestra piel es el gran órgano que siente los cambios de temperatura, las emociones y las texturas. En nuestra lengua, en nuestra boca, sentimos los sabores. Al buscar en la web información que pudiera desarrollar este dato, que dice que nuestros sentidos son un solo sentido, encontré un texto, «El tacto, los ojos de la piel», de Pedro Luis Castro Alonso, en la página de internet The Conversation. Castro Alonso estipula que el tacto no es la piel en sí, dice que son «cinco millones de estructuras especializadas denominadas receptores», lo que son, «terminaciones de neuronas sensitivas que pueden encontrarse encapsuladas, formando discos o terminaciones nerviosas libres». Después Castro Alonso especifica que no es que estén en la superficie del cuerpo, sólo hay ciertas regiones con mayor densidad y sensibilidad, y al final describe que los receptores envían señales eléctricas o químicas a las neuronas y luego el mensaje va para la médula espinal hasta que deriva en estímulos para la corteza cerebral: cada vez que sentimos dolor, presión o calor, estos receptores envían señales eléctricas o químicas a las neuronas, que a su vez transmiten el mensaje a través de la médula espinal hasta regiones especializadas de la corteza cerebral, las áreas somatosensoriales.

Para mí ha sido un descubrimiento el darme cuenta de que todo mi cuerpo está verdaderamente siendo tocado por el mundo, que la música me toca, que las palabras me tocan, que los olores también llegan a tocarme el cuerpo. Además, durante este último año he tenido la oportunidad de estudiar con una chamana, Gretchen Andersen, y lo que me gusta (y me asusta) de las enseñanzas con Gretchen es que cada momento se trata de un continuo lanzamiento hacia el vacío, hacia el desaprender de lo que conozco para reaprender de nuevo, un ciclo que parece que no va a terminar nunca y que por eso es maravilloso y terrible, porque así es la experiencia humana. El acercamiento con Gretchen ha sido también como el canto de las sirenas. Todo aquello que alguna vez pude nombrar y describir deja de ser, entonces es necesaria la apertura hacia un nuevo conocimiento del mundo, se trata de un salto constante hacia lo desconocido.

Confieso que ahora es mayor el esfuerzo que necesito hacer para generar una explicación de lo que (creo que) voy entendiendo. Confieso, también, que por ejemplo este texto lo inicié y escribí con cuatro posibles inicios y textos, en donde un nuevo cuestionamiento me llevaba de regreso al inicio, a no dar por sentado lo que percibe y formula mi cabeza porque es mucho más lo que percibe, siente y entiende todo mi cuerpo.

Cuando comencé a bailar, en ese arrojo hacia el movimiento, incluso con las canciones que llegaban a elegir otras personas, que podían o no gustarme, también sentí mucha más libertad de la que había experimentado antes, esa libertad del flujo del pensamiento, del flujo del movimiento, del flujo de las emociones y de los sentimientos; eran más las posibilidades de vivir y experimentar mi cuerpo. Cuando comencé a escribir me sentí más libre porque podía entenderme y podía aceptarme, podía salirme de mí para ver y reconocer el alrededor. Y finalmente me fui dando cuenta de que no había tal cosa como un límite ni aún en mi cuerpo.

En el mito griego el personaje de Orfeo, el músico, no quiere escuchar el canto de las sirenas, ¿no quiere sentir? Ulises pide ser amarrado de manos y pies para que cuando el barco haga su paso por el pedazo de mar en donde cantan las sirenas, él pueda escuchar su canto pero sin abalanzarse sobre ellas. Ulises quiere sentir pero también reprimir cualquier reacción. ¿Qué pasa con Butes? Cuando Butes sabe que está a punto de cruzar el tramo de las sirenas, salta hacia el mar, salta hacia el canto, salta hacia la vida que puede querer decir la muerte. Quignard asegura que en toda música hay una llamada que yergue, una conminación temporal, un dinamismo que agita, que empuja a desplazarse, a levantarse y dirigirse hacia la fuente sonora. Escuchas y sientes. Hueles y sientes. Ves y sientes. Pruebas y sientes. Imaginas y sientes. Y quien se desborda de vida puede sentir la muerte, y quien se desborda de muerte puede volver a sentir la vida. ¿Hasta dónde vamos a experimentar el placer antes de ser arrojados hacia el dolor? ¿Hasta dónde vamos a experimentar el dolor antes de volver a sentir placer?

Bailar es hacer el amor con el espacio hasta fundirte en el espacio. Escribir es alcanzar un instante de revelación, en el que abrazas la existencia por completo. Y hay un silencio antes de la música, antes de lo que se despliega, un silencio que conjuga la vastedad y el vacío, antes de que comience a contarse la historia de la belleza y del mundo, y del único intento que es vivir que es amar hasta la muerte. Hay un silencio que es toda la luz y oscuridad, música y sentido; un silencio en el que te extingues en la aceptación y mueres, aceptas que no vas a poder bailarlo todo y tampoco describirlo pero vas a poder sentirlo; es el momento del salto. 

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