Autómatas, robots y demás ingenios para no trabajar / Juan Nepote

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En una carta del vulcanólogo, meteorólogo, astrónomo, fotógrafo, antropólogo, filólogo, profesor y antiguo sacerdote católico jalisciense José María Arreola dirigida a quien durante 1925 fuera gobernador de Jalisco y gestor de la refundación de la Universidad de Guadalajara en ese mismo año, José Guadalupe Zuno, le confirma un dato explícitamente solicitado, casi exigido, de aquellas sesiones del grupo que organizó las actividades de la nueva versión de esa Universidad: «Me consta que el lema “Piensa y Trabaja” fue iniciado por Ud. y aprobado por unanimidad». Pero hay otro asunto de interés en esa carta con fecha del 20 de abril de 1954: «Sólo yo hice advertir su origen latino, “Cogito et labora”, pero del cual convenimos en adoptar su traducción española», recuerda Arreola, con oportuna candidez o con irónico disimulo. Y es que no cuesta trabajo pensar en las derivaciones que de esa redacción latina hubieran realizado los estudiantes universitarios: Cojeando y Trabajando; Coges, luego Trabajas, etcétera.
     Latinazgos aparte, la anécdota viene a cuento para repasar la pertinencia de la separación entre trabajo y pensamiento. Aceptar esa dicotomía equivale a asumir que quien trabaja lo hace sin pensar, o que quien piensa lo hace precisamente porque no trabaja. Y parece esconder un programa filosófico de tradición ancestral, cuando en la Grecia clásica se practicaba la esclavitud de manera corriente para liberarse del afanoso trabajo, mundano y cotidiano, a fin de ocuparse entonces de comprender el universo y el lugar que tenemos en él.
Así, la filosofía natural, primero, y la ciencia, después, habrían seguido la lógica de piensa o trabaja.
     A pesar de que tengamos, en general, una buena opinión de la ciencia y aceptemos que los científicos «trabajan mucho», una mirada aguzada puede encontrar en el desarrollo de la ciencia una luenga búsqueda de razones para no trabajar. Recientemente el ingeniero Gabriel Zaid elaboró una historia abreviada del progreso, una cartografía que nos descubre la perseverancia que ha mantenido la humanidad por hacerse la vida más fácil, menos trabajosa: hacia el año 500 antes de Cristo se inventa la grúa, que disminuye el trabajo de cargar objetos pesados, y los mayas crean un calendario con el que evitan que la gente tenga que hacer de forma individual los complejos cálculos para organizar sus siembras y cosechas: hacia el 300 ac se administra el agua mediante canales, norias y molinos, razón por la que las personas trabajan menos en procurarse el agua; por el 150 ac, Hiparco inventa el astrolabio y él solo cataloga un millar de estrellas, facilitando el trabajo de millones de astrónomos que lo sucederán; en el año 300 de nuestra era alguien concibe el mecanismo biela-manivela y los trabajos de desplazamiento se facilitan considerablemente; en el 850 se inventa la pólvora, y demoler grandes objetos se convierte en un trabajo menor; para el año 1000 ya existe la brújula, y el arduo trabajo de ubicarse a partir del conocimiento exacto de la posición de las estrellas queda abolido; en 1287 la humanidad conoce el ingenioso artefacto llamado anteojos,y mirar con nitidez deja de ser un esfuerzo trabajoso; se inventan máquinas para construir más máquinas, materiales para levantar edificios, herramientas para realizar con precisión absoluta cualquier tarea, desde preparar un jugo de naranja hasta intervenir quirúrgicamente un corazón en funcionamiento, maneras para viajar más rápido y más lejos, computadoras para hacer cosas que ni siquiera necesitábamos.
     ¿A mayor progreso menos trabajo?
     Sin embargo, la cuestión del Piensa y Trabaja como lema universitario se resuelve de forma bastante menos filosófica: el grupo de trabajo que organizó la reapertura de la Universidad de Guadalajara estaba compuesto por un antiguo sacerdote (Arreola), una profesora que habría de colaborar con la Asociación Cristiana Femenina (Irene Robles), un sacerdote en activo (Severo Díaz Galindo), un arquitecto formado entre sacerdotes en la universidad católica de Notre Dame en Southbend, Indiana (Agustín Basave), más otros pocos personajes. De manera que no es difícil entender que estas personas eligieran como derrotero una adaptación de la Regla de Benito de Nursia: Ora et labora, «reza y trabaja» si quieres recibir el favor de Dios, premisa que rige a los benedictinos.

 

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Se dice que José Ortega y Gasset se sabía convencido de que «el esfuerzo inútil conduce a la melancolía». Feliz es el que trabaja, triste el que piensa, si continuamos con la dicotomía anterior. Pero en franca oposición al filósofo español, Italo Calvino —italiano nacido en Cuba— pensaba que «el empeño que los hombres ponen en actividades absolutamente gratuitas, sin otro fin que el entretenimiento o la satisfacción de resolver un problema difícil, resulta esencial en un ámbito que nadie había previsto, con consecuencias de largo alcance. Esto es tan cierto para la poesía y el arte como lo es para la ciencia y la tecnología».
     Este gozo, en apariencia inútil, resultado del trabajo minucioso, preciso y precioso, se verificaba en la región alpina de Neuchâtel en el siglo xviii, cuando prácticamente todos sus pobladores se dedicaban a fabricar relojes, en procesos de peculiar alquimia. En aquel paraje suizo vivieron geniales fabricantes de autómatas. Baste mencionar un nombre, una dinastía: Pierre Jaquet-Droz. E hijos. Y colaboradores, autores de una serie de increíbles maquinarias que han sobrevivido hasta nuestros días: El escribiente, capaz de mover la pluma de ganso que sostiene su mano hasta mojarla dentro de un tintero y luego trazar las letras del alfabeto sobre un pedazo de papel, o El dibujante, que puede realizar cuatro diferentes, inesperados y precisos diseños.
     El ocio o el juego. Como imitando al Wagner de José Emilio Pacheco:

 

Esta gran antigualla es hoy una novedad
y la exhibo a la entrada del espectáculo.
Quiero decirlo por qué sorprende mi Autómata:
hay un robot
es una maquinaria vagamente humanoide;
más bien parece
computador o cualquier trasto electrónico.
En cambio mi Autómata
es un espectro ambiguo
como un muñeco de cera.

 

– 3 –
Antes de que existieran los científicos —es decir, antes de que hubiera una palabra para identificarlos—, Leonardo da Vinci, en Florencia, previamente a cumplir quince años de edad, consiguió ser admitido en el taller de Andrea del Verrocchio. Allá se trabajaba constante, cotidiana, directamente con los materiales y sus procesos de elaboración: entre todos los aprendices fabricaban las pinturas, preparaban los yesos, modelaban la cera. Cada quién aprendía a procurarse las herramientas necesarias para trabajar, además de colaborar en obras de creación colectiva. Allá Leonardo valoró las infinitas posibilidades de la experimentación: descubrió que el vuelo de las aves —un acto en principio misterioso— encaja justamente con las conocidas leyes de la mecánica y que la representación visual de las ideas es un soporte de riqueza profunda; posiblemente en aquel taller se independizó de la metafísica, renunciando a recurrir al pensamiento mágico-religioso en su diálogo con la naturaleza, y allá, finalmente, probó diferentes respuestas para las mismas preguntas que extraía de múltiples áreas: anatomía, óptica, matemática, música, pintura, dibujo. Todo parecía estar íntimamente relacionado para la profusa imaginación de Leonardo, lo cual es verificable en el carácter casi onírico de sus creaciones, dotadas de una dimensión necesariamente útil pero también, invariablemente, lúdica.
     Así fue que Leonardo se interesó en la creación de autómatas. Él sabía —lo había visto en el interior de los cadáveres que compraba de manera clandestina y que después diseccionaba, acomodaba, interpretaba— que el cuerpo humano es poco más que un conjunto de palancas y contrapalancas, preciso, obediente. Reproducible.
     Del casi infinito conjunto de anécdotas —la mayoría de ellas insostenibles— que involucran a Leonardo da Vinci, se cuenta que llegó a construir un pequeño autómata que se movía con libertad entre los invitados a una pomposa fiesta de la monarquía de Florencia, provocando estupor y maravilla en dosis idénticas.
     Lo cierto es que entre sus apuntes hay un bosquejo donde se adivina un soldado enfundado en su armadura, con la capacidad para trabajar: mover los brazos, sentarse, ladear la cabeza. Leonardo jamás realizó este proyecto, como tampoco fabricó prácticamente ninguna de sus invenciones. Así como el personaje de Herman Melville que en Bartleby, el escribiente hacía como que trabajaba en Wall Street (realmente vivía en su oficina), dueño de una facha «pálidamente pulcra, lamentablemente respetable, incurablemente solitaria» que ante cualquier requerimiento de su patrón respondía: «Preferiría no hacerlo» y que, consecuente con esa convicción, se dejó morir, Leonardo da Vinci evadió el cargante trabajo que supondría construir sus inventos, simplemente dándoles vida con su lápiz sobre los folios de esos incontables cuadernos en los que registraba sus días y sus sueños.

– 4 –
Al historiador y filósofo holandés John Huizinga le debemos el haber defendido la premisa de que el juego ha tenido un papel destacadísimo en el origen de la cultura, una actividad irrenunciable y básica para la humanidad, tan importante como el pensamiento analítico o la fabricación de herramientas; inventar y acatar las reglas de un juego, crear un lenguaje nuevo y nombrar cada elemento del juego, experimentar con tácticas y estrategias, divertirse, ganar o perder. ¿A eso se refería Gustave Flaubert con eso de que «los juguetes siempre deberían ser científicos»?
     Evitando el trabajo, como jugando, hacia 1641 Blaise Pascal logró fabricar una especie de rudimentaria calculadora, posibilitada para realizar operaciones básicas de sumar y restar cantidades de hasta ocho cifras, mediante sistemas de engranajes, ruedas dentadas, ejes y otros portentos mecánicos. Unos años después, el filósofo alemán Gottfried Leibniz supo elaborar su propia calculadora, superior a la de Pascal. Pero ninguno de sus contemporáneos se interesó por su invención, así que Leibniz se ocupó de otros asuntos. Tuvo que aparecer el millonario inglés Charles Babbage para perfeccionar cualquier diseño anterior de una maquinaria con verdadera capacidad para proezas en materia de cálculo. (Imaginemos todo el trabajo que nos ahorraría una máquina de ésas). Y, poeta improvisado, la llamó Máquina diferencial número 1. Fue más lejos: también elucubró la Máquina diferencial número 2, el primer autómata dotado de cierta capacidad analítica. Pero ni la vida ni el dinero le ajustaron para terminar de fabricar sus apologías a la automatización.
     Al lado de Babbage siempre —sobre todo en su época más prolífica— estuvo presente la insólita Ada Lovelace. Mujer de invencible talento, intrusa en el universo dominado por los hombres, que en cierto instante de debilidad dudó de su desenfrenado entusiasmo por las máquinas, Lovelace alcanzó a sentenciar que ninguna máquina sería capaz de elaborar un «pensamiento original», y que estaban condenadas a «simplemente realizar las tareas que se les encomiendan».
     Esas máquinas que nos liberan del asfixiante yugo del trabajo.
     Doscientos cincuenta años después, un romántico de las matemáticas habría de sumarse a la conversación: «Cuando programamos una computadora, apenas tenemos una leve noción de qué le hemos pedido que haga», se mofaba con cierto orgullo el improbable Alan Turing.

 

– 5 –
El escritor estadounidense Edgar Allan Poe dedicó una porción considerable de sus cuarenta años y poco meses de existencia a huir del trabajo entre Richmond, Baltimore y Filadelfia, casi siempre moribundo y erudito, dependiente de la caridad de los demás. Aficionado a la observación de las estrellas a través del telescopio, estudiante bien dotado para la memoria, dueño de una imaginación ilimitada en una época de esplendor para la literatura y la ciencia británicas, escuchó por primera vez de Lord Byron —esposo de una destacable matemática de nombre Anna Isabella Milbanke y padre de Ada Lovelace—, quien se ufanaba de haber descifrado que «la ciencia no es otra cosa que el intercambio de un tipo de ignorancia por otra de diferente clase». Hipersensible al alcohol, nervioso, adquiere deudas con una facilidad difícil de creer. Comienza a experimentar el alegre vértigo de escribir y publicar en diarios, va fraguándose una carrera literaria. Para no trabajar escribe sin parar, con una admirable eficacia productora: cuentos, reseñas, poemas, ensayos. Nunca deja de corregir sus textos, como quien protege un experimento, minuciosamente. Escribe crónicas de aquellos inventos que están de moda. Así encontramos una de las primeras crónicas sobre el daguerrotipo, aquel antecedente de la fotografía actual que en 1840 estaba por cambiar para siempre la historia. Poe hace una descripción detallada y precisa, explica su funcionamiento, y con cierto desencanto ubica su importancia en un plano más bien filosófico. Escribe un libro de texto sobre conchas marinas, luego un largo poema en prosa, Eureka, donde deja claras sus intenciones desde el principio: «Me propongo hablar del Universo físico, metafísico y matemático; material y espiritual; de su esencia, origen, creación; de su condición presente y de su destino. Seré, además, temerario al punto de contradecir las conclusiones y, en consecuencia, poner en duda la sagacidad de muchos de los hombres más grandes y más justamente reverenciados».
Y un día memorable se topa con el Turco jugador de ajedrez, artefacto creado por el barón húngaro Wolfgang von Kempelen. Una suma de fierros de diversos calibres —una suerte de complejísima maquinaria relojera— y una cabina enorme en cuyo interior brillaba un intrincado sistema de engranajes que dotaban de movimiento a un autómata vestido a la usanza de los turcos, que desafiaba a todo aquel que se atreviera a jugar una partida de ajedrez en su contra. También Poe jugó. Y también perdió. Pero sacó de ganancia un texto: «El jugador de ajedrez de Maelzel».
     Aquel autómata pretendía hacer más sencilla una labor esencial para cualquier ser humano: vencer al contrincante. De él se hablaba como una «máquina pensante». Pero en sus últimos años, habiendo vencido a todas las mentes más brillantes con las que se topó, a los ajedrecistas más avezados, a todo aquel con dinero suficiente para pagarse una partida en contra del autómata irrepetible, se descubrió que el Turco jugador de ajedrez de Wolfgang von Kempelen estaba más cerca de un espectáculo teatral que de un desarrollo tecnológico: en un doble fondo al interior de la caja había suficiente espacio para que una persona de talla regular pudiera permanecer en el interior. Mediante un juego de imanes, combinado con uno de poleas, el sujeto en cuestión podía conocer cuáles piezas habían sido movidas por el contrincante, así como provocar que el maniquí se pusiera en funcionamiento, propinando históricas derrotas.
     Pero el autómata funcionaba: hacía más fácil el trabajo de engañar al prójimo.

– 6 –
Los hermanos Čapek fueron tres: Helena (1886), Josef (1887) y Karel (1890). Nacidos en territorio del Imperio Austrohúngaro, hijos de un médico que escribía poemas y era propietario de una biblioteca inmensa con volúmenes «de todos los temas», a los tres Čapek los cuidó su abuela durante la infancia; lectora incesante, aficionada a los juegos del lenguaje, liquidaron horas completas en refranes, adivinanzas, acertijos. De diferentes maneras, quizás complementarias, los tres se dedicaron a escribir. Pasaron más tiempo con la abuela que con sus padres, quienes apenas conversaban entre ellos. Al paso de los años, el menor, Karel, será una figura con una notoria influencia en la cultura de su país, el escritor checo más popular en los primeros cincuenta años del siglo xx. Comprometido, en el sentido exacto de su época, Čapek terminó sus años asediado, vigilado por la Gestapo, transformado en un enemigo prioritario del Reich. Su hermano Josef, con quien tanto trabajó en textos a cuatro manos, moriría antes en un campo de concentración. Atentos ambos hermanos a la evolución social del trabajo, en 1920 los Čapek varones firmaron un libro de trascendencia incontestable: R. U. R., las siglas para Robots Universales de Rossum, que se estrenó exitosamente al año siguiente en los escenarios de Praga. Después repetirían la dulce experiencia en Londres, Nueva York…
     La anécdota relatada es sugerente y sencilla: en una isla fabrican a un nivel industrial robots, un tipo de autómata idéntico a los humanos, fabricados con material biogenético, destinados a sustituir a los humanos en el trabajo, abaratando la mano de obra. ¿La fantasía del progreso? «Los Robots Universales Rossum producirán tanto trigo, tantos tejidos, tanto de todo, que las cosas carecerán de valor. Cada cual podrá coger lo que quiera. No habrá pobreza. Sí habrá desempleo, pero no habrá empleo. Todo lo harán las máquinas vivientes. Los robots nos vestirán y nos alimentarán. Los robots fabricarán ladrillo y construirán edificios para nosotros. Los robots llevarán nuestras cuentas y barrerán nuestras escaleras. No habrá empleo, pero todo el mundo estará libre de preocupación y liberado de la degradación del trabajo manual», se lee en esta obra que nos presenta a los robots que habrán de poblar nuestros sueños al mismo tiempo que nuestras pesadillas. Luego las cosas se van al garete cuando a los robots les da por exterminar a los humanos, pero su imprevista incapacidad para reproducirse por sí mismos los habrá de conducir a la desaparición.
     El énfasis de los hermanos Čapek no se localiza en el avance de la ciencia y la tecnología, sino en los problemas de los individuos y los desequilibrios de las sociedades, en las perversiones del sistema económico y político. Ése es el valor de este ejercicio literario. Por eso se acusó a León Tolstoi de haber plagiado R. U. R. cuando publicó su Rebelión de las máquinas.
     Pero el lugar del libro más célebre de los hermanos Čapek en nuestra educación sentimental está garantizado por una aportación muy puntual: la palabra de origen robot, que habría de reemplazar a autómata,de raíz griega; aunque Karel se convirtió en la celebridad literaria de su país, fue Josef quien procesó el nombre robot, a partir de la voz checa robota, «trabajo», que también podría estar relacionado con «esclavo».
     Los robots como el juguete suicida que al fin nos liberaría del trabajo. Otra vez Pacheco:

No es nada más relojería este triunfo mecánico. El creador
de Wagner hizo con él una obra de arte admirable,
un asombroso modelo
de eficacia, obediencia y método.
De seguro no fue un artista anónimo aislado
sino un equipo, maravilla en su campo.
Qué disciplina, qué inventiva, qué genio.
Nunca podremos alcanzarlos.

– 7 –
¿Qué fue primero: la obligatoriedad del trabajo o las excusas para no trabajar? ¿Es absurdo creer que los ingenios para evitar el trabajo son más antiguo que el mismísimo trabajo? ¿Pensar o trabajar?
«Trabajar cansa» escribió, en un instante numinoso, el enorme filósofo de la vida Cesare Pavese.

        Retrato de Guadalajara, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1974.

Las encuestas incluidas en trabajos como Science Report (http://unesdoc.unesco.org/images/0019/001918/191870e.pdf) y El estado de la ciencia (http://www.oei.es/salactsi/estado2011.pdf) son un buen termómetro para enterarse de que la mayoría de la población encuentra en los científicos a personajes «relevantes socialmente».

«Dos mil años de progreso (-500 a 1500)», Letras Libres núm. 183, México, abril de 2014.

 

 

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