Sergio Pitol (1933-2018) + In memoriam
«Un escritor debe, desde el principio, ponerse un modelo altísimo»: Sergio Pitol
Entrevista de Víctor Ortiz Partida
El casete en la grabadora comienza a girar. Es diciembre de 1997, en Expo Guadalajara, durante la Feria Internacional del Libro. Más que una entrevista, Sergio Pitol da una conferencia a su interlocutor. Pura generosidad. Luvinarecupera este texto publicado originalmente en el número 18-19 de la revista El Zahir, en 1998.
El cine ha marcado mi forma de narrar
El cine es uno de los grandes sostenes de mi narrativa. Ahora, ya con perspectiva, veo que el cine ha marcado mi forma de narrar, de relatar. Empecé a escribir mi primera novela en una época en que la narración, la trama, el relato estaba condenado. Era la época del nouveau roman francés, la nueva novela francesa, donde se suponía que el personaje no existe, existen las cosas. Se llamó también la técnica del chosisme, del cosismo, en que las gomas de un coche, los objetos en un escritorio, las ventanas, son los personajes, y la trama —por decirle de alguna manera— son los cambios de luz, los cambios de la mano de un lugar a otro. Fue una novela que causó sensación porque tuvo mucho poder a través de ciertas editoriales, y sobre todo de una revista que era como la dictadura del intelectual: Tel Quel, donde se dieron las nuevas normas, las nuevas maneras. Si uno en esa época decía que Balzac era un escritor que le interesaba mucho, consideraban que era una puntada, una provocación, o que uno era verdaderamente un burro, un asno que no había salido todavía del rancho.
Me interesaban mucho cosas nuevas, experimentos nuevos, pero sentía que mi vocación, lo que me había llevado al cuento y a la novela, era poder narrar historias, contar historias, que es lo que siempre me ha gustado en la literatura. Tratar de encontrarles una forma, un ángulo novedoso, donde no desapareciera nunca ese elemento de interés narrativo. Fui a contracorriente, en mis primeras obras, de lo que generalmente se hacía.
Los hijos del nouveau roman —porque todavía los creadores Michel Butor, Alain Robbe-Grillet, tenían una concepción estética— cayeron de lleno en la parte más epidérmica, en los tics, en la parte más banal de esa literatura, al grado de que sus libros no existen ya, ni sus nombres están en las historias de literatura, ni encuentran un solo lector. Ahora es inexplicable abrir eso y pensar que generaciones en España, Italia, Alemania, en Francia desde luego, hubieran enloquecido por esta moda que los aplastó, los debilitó, a diferencia de los maestros, que en un momento supieron dar el paso de esa experiencia, de esos experimentos, y llevarlos a la narracíon con las reglas básicas de trama, personajes y tiempo evolutivo.
Veo que, quizá, una de las cosas que me fortalecieron fue mi gusto por el cine, esta capacidad que tiene el cine para crear un mundo que parezca real, que tenga cierta magia de realidad, donde se cuentan historias. Mi infancia y mi adolescencia están llenas de cine, están nutridas por el cine, por tramas. Yo conocí el mundo, más que por los libros, al principio, por la pantalla. Supe que había lugares donde caía nieve, lugares donde había leones, fieras y ríos gigantescos que podían arrasarlo todo; por la pantalla supe que uno podía ir hacia atrás, no sólo moverse horizontalmente, sino también verticalmente, ir hacia atrás contemplando la guerra de Troya o la época napoleónica y la destrucción de Moscú por los ejércitos franceses. El cine me daba una cantidad de elementos que después se han ido transparentando de otra manera: no quiero hacer una novela que parezca un argumento cinematográfico, que parezca algo filmable, sino crearle todo el peso que el lenguaje puede dar, todas las texturas, que permita varias lecturas, varias interpretaciones, y eso sólo el lenguaje lo puede dar.
En mis novelas hay siempre una oquedad
Siempre me quedó, desde el principio, una idea básica: una novela, un cuento, un relato, deben tener un punto de misterio. En mis novelas hay siempre una oquedad, algo que sucedió, que es difícilmente explicable; ya la novela va girando, girando, girando, dando vueltas, acercándose, hasta llegar ahí sin revelarlo, de manera que el lector pueda tener todos los elementos para dar una interpretación, la que quiera, de lo que yo estoy contando. Mis novelas son como el soneto a Violante, de Lope, que dice: «Un soneto me manda ser Violante…», y va Lope hablando de cómo lo podría hacer, qué podría contar, y al final se da cuenta de que ya acabó, y no llegó a nada.
En mis relatos hay eso: una serie de espesores, por momentos, y luego de levedades, que se van acercando, acercando, a un crimen, por ejemplo, como en mi novela El desfile del amor, donde van hablando gentes, testigos, contando, donde cada testigo va, al parecer, haciendo avanzar la novela, pero va destruyendo al mismo tiempo, en lugar de una suma va haciendo una resta, porque va destruyendo el testimonio anterior. De manera que todo se va acercando, va girando en torno a un asesinato que hubo en 1942, llega la palabra Fin y nunca doy más que versiones que pueda tomar el lector, para decir: «Seguramente, posiblemente, lo que sucedió es esto y esto». Eso, de una manera más explícita o más implícita, es lo que rige mi literatura.
El lenguaje crea una eternidad
Estuve pensando, al preparar una conferencia acerca de la traducción, por qué los libros clásicos tienen que ser retraducidos cada cierto tiempo. Cada cincuenta años, cada cien años, hay una nueva traducción porque ya no es suficiente la anterior. Pienso que el lenguaje crea una eternidad, crea una infinitud. El espíritu creativo, la capacidad creativa de Voltaire, digamos, para dar un ejemplo, es enorme, y eso se cuaja en la palabra. Puede usarse ahora otro lenguaje, el lenguaje es un animal vivo, una entidad que se mueve, pero ese lenguaje que Voltaire utilizó en sus novelas filosóficas sigue estando vivo y sigue teniendo una irradiación que procede de la inteligencia y el genio.
En cambio, los traductores lo hacen con el lenguaje de la época, sin esa capacidad creativa, y en cien o doscientos años son ilegibles, y es legible el original. Porque el lenguaje muere también, cambia, aunque el lenguaje sea de un muy buen traductor. Están las traducciones de Voltaire hechas por el abate Marchena en el siglo xviii, que era el lenguaje de la España de esa época, equivalente al lenguaje de Francia. Pero ese lenguaje se queda en la superficie porque no es el de la creación, aunque sea un hombre muy inteligente y conozca muy bien el lenguaje; y eso ha sucedido con Homero, con Shakespeare, con Dante, que necesitan retraducirse porque las traducciones ya no dan lo que da el original.
Unas de las primeras traduciones de Shakespeare fueron de un señor que tenía nombre inglés, Macpherson. Fueron el descubriemiento para los españoles, que no sabían inglés —que eran la inmensa mayoría. Al leer Otelo, Romeo y Juieta o Hamlet, enloquecían. Existen las referencias a esas lecturas. Las lee uno ahora y dice: «Pero qué cosa más espantosa es esto, qué cosa más espantosa». Después las tradujo Benavente o Echegaray, luego la traducción de Aguilar, pero las lee uno como cosas de época, cuando Shakespeare en inglés está vivo, a pesar de que muchas palabras ya no se usen, pero la germinación, la irradiación del idioma sigue estando viva.
Creo que el escritor que no pone todo lo que pueda de sí mismo en el lenguaje es un traductor que está condenado a muy pocos años de vida. Lo vemos en los best-sellers, que han existido desde que existe la novela. Existe una novela paralela a la novela de un artista, que es técnicamente muy buena —es un oficio respetable hacer esa novela de entretenimiento—, que se ha hecho en todas las épocas, pero que tiene una vida efímera. Cuando era niño o adolescente uno las leía, se entretenía mucho, estaban muy bien hechas, había disciplina, talento, pero esas novelas, después de cierto momento, son sustituidas por otras novelas de entretenimiento, porque toman muchas cosas que hay en el aire, en el imaginario de una época, las pescan, las trabajan y salen, pero no hay el elemento de gran creatividad que tiene el escritor.
Dickens se sotiene ahora como si fuera nuevo, y Balzac, Stendhal, Galdós, Leopoldo Alas Clarín y muchos otros. En cambio, gran parte de aquella novela muere. En mi tiempo había una diferencia sabida: una cosa era literatura de veras, la otra de entretenimiento. Ahora las editoriales, la política editorial, la prensa, ciertas variantes de nuestro tiempo, ciertos componentes, hacen que los autores de best-sellers piensen que son Stendhal, que son Virginia Woolf, exigen que se les trate de la misma manera que a Borges, Cortázar o Marguerite Yourcenar. Aquí se está creando una confusión. Imagino que el tiempo va a poner las cosas en su lugar.
Lo fundamental es el lenguaje
Un escritor debe, desde el principio, ponerse un modelo altísimo, ponerse el modelo de Faulkner, de Stendhal, de Thomas Mann, de Calvino. No lo va uno a alcanzar, pero va uno a poner todo su esfuerzo, va a sacar de sí mismo todo el esfuerzo, todas las posibilidades para hacer una obra que pueda no desmerecer demasiado frente a estos maestros. Para eso, lo fundamental es el lenguaje: trabajar el lenguaje, repensar el lenguaje, sentir el lenguaje. De otra manera queda como las traducciones o como los libros best-seller: con una vida muy reducida.
La obra de arte salió de la sangre, salió de una alquimia rarísima. Las obras de Sófocles, las obras de Hölderlin, las obras de Baudelaire, las obras de Stendhal, salieron de una conjugación de muchos elementos interiores, que una persona catalizó, fue como el catalizador y las dejó. Las otras son esfuerzos que pueden ser muy meritorios, pero el tiempo las destruye porque el lenguaje es un organismo extraordinariamente dinámico, cambiante. Lo que no cambia, lo que no va a cambiar nunca, es la belleza, la perfección de ese lenguaje que escribió el autor de genio, el autor de gran talento.
Un lenguaje es bello porque es el apropiado para lo que se quiere decir; puede tener las palabras más atroces, la sintaxis más atroz, como el de los libros de Louis-Ferdinand Céline, el autor de Viaje al fin de la noche, que transformó el lenguaje francés de los años treinta y cuarenta. Sus obras son terriblemente soeces, a veces, pero de cualquier manera era el lenguaje que él necesitaba para plasmar eso que sentía o que quería realizar. Hay que marcarse el nivel más alto, no el de la gloria local; lo más seguro es que no se alcance, pero el escritor que empieza va a encontrar tal cantidad de capacidades, de reservas, que posiblemente se haga buen escritor y dé a conocer su mundo interior, su manejo propio del lenguaje.
Un río que viene desde más atrás
La literatura es como una forma de sentir el lenguaje, como un río que viene desde Homero, desde más atrás, desde que el hombre descubrió los sonidos y los pudo articular, y que va a seguir. Cada uno de nosotros tiene que contribuir, tiene que bañarse en ese río, y quizá, si es posible, contribuir con alguna zona, con alguna cadencia, con alguna ondulación, a este gran río del lenguaje.
Puede ser aparentemente simplísimo, como el de Balzac en Un cuento sensible, que es una novelita corta que es perfecta, que es modelo de escritura, donde no hay nada que parezca artificial, donde todo parece ser muy sereno, muy sobrio, muy cotidiano. O Chéjov, que escribe relatos donde cuenta trivialidades: de la señora que se peina, que se puso mal el zapato, del niño arañado por un gato. Pero la suma de aparentes trivialidades va a construir un mundo de una inescrutabilidad inmensa. Cuando termina uno un cuento, lo que se siente es que se ha comunicado con un aspecto fantasmal y profundísimo del alma. Cada quién tendrá que encontrar su modo, su manera, su lenguaje, pero hay que estar siempre sobre eso, siempre.
La literatura es plural, es abierta, tiene miles de facetas, miles de características, miles de zonas en donde se puede todavía trabajar, que están inexploradas. Es todo un globo terráqueo con miles de recovecos, con miles de cosas a veces muy evidentes, a veces muy enterradas. Cada quien es un lenguaje cuando se es un escritor.
Treinta años después de muerto, Céline es el gran clásico de la novela francesa contemporánea, y el único gran creador del lenguaje, junto a otros que eran de cadencia perfecta, de reglas esctrictas por los cánones gramaticales, todo eso, y que se los llevó el viento. Es un misterio, es una parte muy misteriosa de la lectura.
Nadie sabe cuánto va a durar su obra
La lengua es el país que es uno mismo. La lengua es el país que uno encierra. Cuando uno se sienta a escribir no dice: «Voy a escribir como colombiano, como mexicano», sino que sabe que el lenguaje que está expresando es su país, ése es su país y su mundo.
Ahora, la historia de la literatura va delimitando todo. Uno lee, por ejemplo, un periódico literario del siglo pasado, de cualquier país, o, en la pintura, una revista de artes, de principios de siglo, de hace cien años, y uno ve qué cantidad de nombres no pasaron el tiempo, y luego, otros que han traspasado el tiempo y que son ahora figuras inevitables, necesarias en la historia del arte, tenían ahí un rengloncito, o a veces eran omitidos, porque parecían tan extraños que no se podía ni siquiera pensar en incorporarlos, y hay nombres y nombres y nombres que no pasaron, que nadie recuerda, ni los historiadores del arte actual ni nadie, porque tuvieron un momento de nombradía, porque su pintura se acercaba a cierta moda del tiempo, a cierta convención, a cierto canon que las familias querían para sus casas, pero que no trascendieron.
Ésa es la gravedad de la literatura. No sé, nadie sabe cuánto va a durar su obra. Malcolm Lowry, que luchó toda su vida para publicar su novela Bajo el volcán, y que tuvo tan pocos lectores en vida, tan poca atención de la crítica a su obra, es ahora uno de los grandes clásicos de la literatura inglesa, uno de los genios de la lengua inglesa que van a quedar para siempre, o por mucho tiempo.
Me ha tocado ver, desde la adolescencia, autores gigantescos que ahora no son absolutamente nada; me ha tocado ver glorias que se elevan y se derrumban, y me ha tocado también ser testigo de muchas resurrecciones, desde la novela centroeuropea, la novela austriaca que no se conocía para nada: Musil, Broch, Canetti. A Canetti todavía en vida, en su vejez, le tocó ver el resultado de su obra, pero a Musil no, ni a Broch, y ahora sus libros son imprescindibles para la historia literaria y la literatura viva, son libros que le dan a uno muchos elementos, mucha fuerza.
Son muchos escritores de esta región, por ejemplo Leo Perutz. Borges publicó una novela de él que se llama El maestro del juicio final, en la colección de novelas policiacas El Séptimo Círculo, que dirigían él y Bioy Casares. Ahí incluyeron a Perutz, que era desconocidísimo. Cuando leíamos todos el libro, nos parecía una novela diferente a lo policiaco, tenía un elemento policiaco pero había algo más que uno no sabía de adolescente o de joven. ¿Qué es lo que había? Bueno, que era un genio, con muchas capas de interpretación, con muchas capas de expresión. Uno tomaba la novela policiaca como la más sencilla, pero vuelve uno a leer a Perutz ahora, y es un novelista al que se le considera hermano de Kafka, al nivel de Kafka, y ahora vienen apareciendo en todo el mundo las traducciones de sus novelas, que durante años estvieron enterradas como si no valieran nada.
Eso sucede, eso sucede, vamos a ver, la humanidad va a presenciar resurrecciones y entierros estrepitosos, caídas estrepitosas. Dicen —no recuerdo quién, un escritor reciente, no sé si fue Calvino— que el valor real de un autor sólo se va a conocer a los veinte, veinticino años de su muerte, porque en vida hay muchos elementos que lo van sosteniendo, que lo van apuntalando: intereses editoriales, de otro tipo, relaciones con la política, pero después de veinticinco años puede que ya no sea nada, después de entierros pomposísimos, como gloria nacional, como gloria del universo, y a los veinticinco años son nada, glosa muerta. Ése es uno de los grandes peligros. Ahora, no hay que pensar en los peligros sino en el esfuerzo, dar todo lo que uno pueda, llegar a los límites a los que uno pueda llegar.
Esos límites se condicionan fundamentalmente por la verdad, la verdad que un escritor expresa en su relato es lo que puede hacerlo vivir. Aunque sea como Chéjov, el escritor que yo más admiro en el mundo, aunque parezca que son cositas de nada, sobre las cosas más minúsculas de una vida cotidiana. Bueno, ésa es su verdad, le logró dar una verdad tal que ahora lo lee uno y se maravilla del misterio inmenso que esos cuentos y esas obras de teatro encierran.
Pero si un escritor empieza a mentirse, a falsearse, a maniobrar con su talento, para adular a los poderosos o para adular al populacho, al lector común, a coquetear con ellos, con los de arriba o con los de abajo, entonces tiene mucho peligro de perderse.
El ejemplo tope de nosotros es Borges, que no cedió a nada, a nada, vivía para su obra, para su trabajo, o para muchas otras cosas que no dejaba entrar a su obra, no hay adulación a nadie, ni al lector común, ni a los cenáculos académicos, ni a los críticos para que lo elogiaran, no les hacía guiños por ninguna parte. Y ese escritor que a los sesenta años vendía quinientos ejemplares de cada título, a los ochenta años era un autor popularísimo, y ahora ya es un clásico.