Atenas 317 o un hombre corriendo en llamas a través de la casa

Baudelio Lara

Teocaltiche, Jalisco, 1959. Es autor, entre otros libros de poesía, de Aquí no hay un bosque (Universidad de Guadalajara / Quimera, 2013).

Un hombre mira caer una jacaranda frente a un mundo deslavado. Escribe sobre una imagen que lo acosa, lenta como un paquebote que entra a un río, o que se adentra en varios ríos situados a kilómetros de distancia. Escribe desde un lugar de enunciación que parece una misteriosa referencia culterana, Atenas 317. Alude al nombre de la calle de una casa en Guadalajara, misma que quizá alguna vez fue un hogar. Ahora, empezamos a preguntarnos si esa casa ha sido siquiera un sitio seguro. Ahí, un poeta ve a un colibrí entrar por el balcón mientras se afana en atrapar la imagen escurridiza que lo persigue, un Buda de la Misericordia, dios de las cosas perdidas. En el proceso, esas cosas perdidas se transforman en imágenes de un paisaje paulatino en el que se repite, como un mantra, la afirmación del deseo: «Tiene que haber un poco de felicidad no muy lejos de aquí». Se trata de la descripción de un paisaje interior desde donde el viaje se anticipa como una huida, acto que anula, por tanto, el lugar que antes cobijó a sus habitantes.  

Atenas 317, libro con el que León Plascencia Ñol ganó el Premio Ramón López Velarde en 2016 con el título de Excavaciones de una casa ateniense, se presenta ahora en una nueva edición en El Ala del Tigre de la Dirección de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM. Como algunas de sus otras obras, este libro es inclasificable. Fragmentario, contiene diversos géneros e intenciones en los que el autor nos muestra su variada caja de herramientas como poeta, editor y pintor: un prólogo y un epílogo; una sección de poemas con imágenes intervenidas; poemas a base de imágenes de radiografías y encefalogramas; citas, notas a pie de página, enumeraciones; ejercicios de poesía visual con referentes médicos y tipográficos; un poema y su borrador puestos en el mismo nivel categorial; relatos, confesiones; poemas en prosa despedidos en ráfagas textuales y detenidos en seco por barras; una historia clínica pudorosamente cancelada en versión pública; canciones o boleros; una lista de autores y apropiaciones que son epígrafes, pretextos, guiños, fundamentos. 

En palabras del autor, Atenas 317 se asume como una falsa novela, esto es, como un gran simulacro. Ahora bien, antes de que el peso de la carga semántica de esta palabra o de sus derivadas nos lleve a un equívoco, es preciso aclarar su acepción. Usamos aquí el concepto propuesto por Jean Baudrillard para observar las producciones culturales en las sociedades posmodernas. Según Baudrillard, es un doble movimiento de simulación y disimulo: «Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia» (Cultura y simulacro). Pero la cuestión es más complicada, «puesto que simular no es fingir». Hablar de simulación no es lidiar con el contenido de una mentira pura y dura, sino con un artificio. La complejidad del simulacro radica en que no cuestiona la existencia de lo «verdadero» y lo «falso», de lo «real» y lo «imaginario»: «hay una diferencia clara [entre las partes], sólo que [su relación está] enmascarada». Baudrillard habla, no de la inexistencia ontológica de lo verdadero y lo falso, sino de la imposibilidad epistemológica de distinguirlos. El simulacro diluye el principio de realidad (Freud dixit), y abre paso al dominio del principio de incertidumbre que afecta todo tipo de relaciones humanas, entre ellas, por supuesto, las del amor. Esta disolución cuestiona las categorías binarias de lo verdadero y lo falso, lo real y lo imaginario, el yo y el otro; en consecuencia, se produce la caída inevitable en el orden de la simulación.  

En Atenas 317, el primer acto de simulación consiste en presentarse como un libro de poemas que tiene como origen una novela, o como una falsa novela en forma de libro de poemas. Ostentarse con esta figura narrativa nos da pistas sobre un posible abordaje. En cuanto al tema, es el retrato de la descomposición de una pareja, vale decir, de la destrucción de un pacto amoroso, tópico por excelencia en la tradición literaria occidental. En relación con los personajes, interesa observar el papel que ocupan las voces en el relato, sobre todo el yo lírico central. La trama se sostiene sobre una serie de falsos diálogos: entre dos personajes y más propiamente, entre sus alteraciones; entre poesía y prosa; entre el lenguaje visual y el literario, entre diversos niveles y dimensiones textuales; entre el autor y otros autores; entre la originalidad y las apropiaciones. 

Organizada en once apartados, su estructura abierta, fragmentaria y aparentemente inconexa, prefigura un inexistente arco dramático de autoficción que obliga a los lectores a llenar los huecos. Su extensión y duración sólo puede ser, por tanto, imaginaria. Articular las posibles correspondencias depende enteramente del lector, de su experiencia, de su capacidad para apropiarse de las reglas del juego. De ahí que el resultado sea aleatorio, por lo que el lector tiene la libertad de leerlo como una novela, un cuento, una anécdota, un libro de poemas, todo esto a la vez o una combinación azarosa de sus partes. 

El diálogo entre el autor y otros autores se articula temática y orgánicamente con algunas figuras, por decirlo de algún modo, tutelares. En el tema de la enfermedad y los trastornos mentales la lista incluye a escritores como Marguerite Duras, Ezequiel Zaidenwerg, Raúl Zurita, Philippe Brenot, Rodrigo Lira, Antonin Artaud, Émile Cioran, George Perros, Georges Bataille y Joaquín O. Giannuzzi, invitados que aportan referencias y apropiaciones, tanto a pie de página como en el cuerpo de los textos. Esta es la fuente de un diálogo entre la prosa y el verso sobre preocupaciones mórbidas semejantes, entre niveles y dimensiones textuales y paratextuales, donde una cita o una nota al pie adquieren igual o mayor importancia que el texto mismo, una estrategia que permite que un poema acabado se ponga en el mismo plano que su borrador. Como estrategia documental, representa el antes y el después, el hiato entre el bosquejo y el cuadro terminado, un procedimiento para mostrar, aprehender y regular el tiempo. 

La analogía con las artes visuales no es gratuita. Las capas del proceso de escritura se exponen a la vista del lector en un paralelismo con el flujo de la trama como la metáfora de una exhibición en términos plásticos. Se establece así un diálogo entre dos lenguajes, el visual y el literario, en el que se equiparan los actos de leer y de ver. Las imágenes intervenidas provenientes del imaginario clínico, los ejercicios tipográficos que recuerdan la poesía concreta, las referencias a artistas contemporáneos como Damien Hirst y sus Medicine Cabinets, se muestran a un espectador/lector del mismo modo que los trazos enérgicos o frágiles de un pintor expresionista. 

El diálogo con las figuras tutelares se funda en diferentes planos, uno en el que la referencia es implícita pero, en mi opinión, necesaria, y otro en el que adquiere el carácter de homenaje.

De Barthes y sus Fragmentos de un discurso amoroso aprendimos que no se puede reducir la pasión amorosa a la simple elocución de los síntomas de un sujeto. Más bien se trata de comprender «lo que hay en su voz de inactual, es decir, de intratable», esto es, de incurable. Aprendimos que el discurso amoroso no es otra cosa que la afirmación de una extrema soledad, la elocución de un discurso al que nadie sostiene, que es ignorado, despreciado y escarnecido por los lenguajes circundantes. Aprendimos también otra lección de método: en Fragmentos… Barthes elige el diccionario como formato «dramático» y, ante la imposibilidad de tomar el lugar del «yo real», opta por describir el discurso amoroso a través de su simulación. De su filiación psicoanalítica aprendimos, por último, que la resolución de una pasión amorosa es la aduana necesaria para cuestionar y superar el narcicismo. Barthes desmonta la ilusión del sujeto de la pasión amorosa como un sujeto dialogante: lo sitúa en el lugar de la palabra, «el lugar de alguien que habla en sí mismo, amorosamente, frente a otro (el objeto amado) que no habla». Para Barthes, el verbo del amor siempre se conjuga en primera persona del singular, nunca en plural. 

De Pessoa, la segunda figura tutelar implícita, aprendimos la relatividad del yo como instancia integradora de la personalidad y su carácter ficticio, ya sea que hablemos desde un punto de vista literario o psicológico. Inmerso en la ficción de la ficción, Pessoa creó un drama em gente, esa invención dramática donde los personajes funcionan como sus máscaras y en las que cada una de estas dramatis personæ tiene su propio biografía, ideología, estilo y voz individual, es decir, un coro de identidades múltiples perfectamente consolidadas que se reconocen, dialogan y debaten entre ellas. 

Formulado a partir de la estructura de pensamiento de una persona con depresión, Atenas 317 se muestra como un diálogo, no entre los amantes, sino entre sus respectivas alteraciones mentales: 

Diálogos contra la costumbre y algo se repite

a: —Lamento mucho que el grifo haya quedado abierto.             

14:05 

b: —No esperaba que eso fuera el inicio de otra pelea.

15:22  

c: —Me gustaría pintar nubes elementales o nubarrones.

15:44 

d:—¿Qué pasó con nuestro árbol?

15:55 

e: —Ya casi olvido todo.

16:06 

f: —¿Acaso era necesario que tu mano fuera una fiebre repentina en mi cuello?  

17:15 

h: —No podríamos mentir, no deberíamos dejar que el olvido destruya nuestros miedos.

18:24 

i: —Eres mierda. Un pedazo de basura, lo saben mis amigas y nada hay de retórica en esto, dice ella.

18:32

Los personajes se reducen a dos categorías clínicas que simulan hablar entre sí a través de los códigos de sus expedientes médicos, un juego de naipes en el que gana quien presenta, no la mejor carta, sino el peor cuadro. Los personajes, uno depresivo y la otra borderline, no son entes sino entidades, vale decir, entelequias: es un diálogo de síntomas que se confunden, se atraen, se seducen y se repelen alternativamente en el curso natural de la enfermedad cuyo fin todos anticipamos: la fatal destrucción del otro. Por añadidura, destruir al otro significa destruir la relación. Por el contrario, en Pessoa, el diálogo entre los personajes no puede considerarse, barthesianamente, como un discurso amoroso. Los heterónimos se apoyan, se critican, debaten entre sí, pero no se aman, no buscan al final su ruina recíproca. Diríase que el mérito de Pessoa fue haber inventado a sus heterónimos como una forma de afirmación gregaria para enfrentar la «deriva de lo inactual», es decir, la angustia básica de ser sujeto de «una extrema soledad». Se trata de un diálogo múltiple de máscaras narcisistas que se reconocen como tales.  

En el diálogo de síntomas que propone en Atenas 317, Plascencia Ñol elige un paradigma de enunciación distinto al yo fragmentario y múltiple de Pessoa y más inactual: el del yo dividido de la antipsiquiatría de Ronald D. Laing y el de la novela gótica (Jeckyll vs. Hyde, Frankenstein vs. su creador, el hombre invisible vs. su sombra), quizá porque conviene más para construir el relato de dos seres amorosos en camino de su autodestrucción. Siguiendo a Pessoa, se alinea a la conclusión del vate portugués que anticipa la tesis lacaniana de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Plascencia Ñol dice: «El lenguaje es un avispero: / estoy enfermo de lenguaje». En contra de Pessoa, se alinea a la idea de un yo binario que en última instancia es un espejo. Pessoa sabe que, a pesar de su carácter ficticio, el yo nunca pierde su papel integrador: el ortónimo crea sus heterónimos. En aras de preservar la distancia expositiva, de alejarse de la grandilocuencia, de evitar desgarrarse las vestiduras, Plascencia Ñol elige la máscara de un falso narrador que relata lo que sucede a esos dos personajes. Al mismo tiempo, sale y entra de la escena como un «falso testigo» que intenta contar lo que les está sucediendo a él y a la otra persona. A pesar de que utiliza la divagación como estrategia narrativa, que salta de una imagen a otra, de un objeto a otro, de un recuerdo al que le sigue, estamos en la presencia de un yo lírico que quizá se duele de la situación, pero que nunca pierde el control del relato. Con ello, se asegura de no abismarse, de no caer en su propio despeñadero.  

Quien tampoco pierde el lugar de la enunciación es Anne Carson, pero desde una perspectiva distinta. Su inclusión en esta trama es pertinente porque ocupa, con mucho, un lugar central como, literalmente, pretexto de esta falsa novela. Carson es la protagonista principal de la lista de autores que León incluye al final del libro. Su obra es al mismo tiempo referente, motivo y homenaje. Como ha señalado el poeta, Atenas 317 establece un diálogo directo, por cierta afinidad temática, con La belleza del marido, la famosa obra de la poeta canadiense en versión de Andreu Jaume: 

Anotaciones al borde

La manipulación es un arte que destruye. Y ambos, / ella y yo, nos destruimos. La belleza / existe pero daña. La historia no es lineal. / Me muevo / para no salir en la instantánea. // —Maldito, me destruiste, dice ella por teléfono. // ¿Cómo se aniquila lo inmediato, la culpa, la casa? / La manipulación es un arte que destruye.

Para completar el cuadro, añadiría también que tiene una afinidad formal con otra de las obras de Carson, Nox, la elegía dedicada a su hermano. Como Nox, Atenas 317 podría haber tomado la forma de un libro objeto, de ese libro caja que contiene una serie de facsímiles, traducciones, borradores, fotografías y, por supuesto, poemas, que giran en torno a la pérdida y la memoria del hermano desaparecido. 

La conexión con La belleza del marido es tópica, esto es, remite a un lugar común: la ficción sobre el derrumbe de la pareja que deriva en la precipitación de cada sujeto en su propio abismo personal. La pareja como entidad consciente no existe: existen los sujetos que comparten y deciden vivir un simulacro amoroso, una ficción doble, una follie à deux. 

Las similitudes terminan aquí. En ambas obras, de los dos cónyuges sabemos muy poco, aunque por razones diferentes. En Atenas 317, de él, sabemos lo que el «falso testigo» nos dice de él mismo y la interpretación que hace de ella, «Ele», ese personaje misterioso cuya inicial coincide con el nombre del autor aparece poco y siempre bajo la voz del falso testigo. Lo hace en un tono grave e incierto en el que la emoción se convierte indefectiblemente en duelo por la enfermedad, distancia expositiva o reflexión sobre el lenguaje:

7
hice una muralla en la enfermedad que tiene la belleza de un cuerpo incinerado. // nada dije de los accidentes verbales, ni del desconcierto de las fugas que produce este animal herido. estoy en una habitación blanca con fondo amarillo. // estoy en lo visible de una mancha que se extiende. // estoy morido, no descanso en el afuera de un lenguaje que fracasa. no hay niebla. sólo quedan las señales evidentes. stop. stop. nadie vio lo que tenía que ver. la enfermedad es un barranco.

En Carson atestiguamos también esa distancia analítica y similar reflexión sobre el lenguaje, aunque en un simulacro distinto. Al tratarse de un falso ensayo sobre la tesis de la belleza de John Keats, el desapego expositivo está implicado en la inteligencia que presupone escribir un ensayo. El lugar de la enunciación lo ocupa conscientemente la poeta misma y es uno solo, no transita dentro y fuera de la escena. Si hay un diálogo, se trata de un diálogo oblicuo con Keats, no con el cónyuge. Como resultado, obtenemos un retrato más cercano del marido, (casi diría, entrañable, temiendo las consecuencias patriarcales de este gesto simpático) a través de este soliloquio poético disfrazado de ejercicio erudito. Aunque ambas obras tratan del quebranto de una relación, el tono emocional es diferente. Mientras que Atenas 317 desde el prólogo anuncia la huida como respuesta al desencanto y anticipo de la disolución, Carson no parece haber salido nunca de casa. Aunque sabemos que no fue así y que protagonizó igual desgracia, la poeta enfrenta la catástrofe amorosa con un tono emocional no exento de ironía y humor. 

Leal a nada

mi marido. ¿Entonces por qué le amé desde la temprana adolescencia hasta entrada la madurez

y la sentencia de divorcio llegó por correo?

La belleza. No tiene mucho secreto. No me da vergüenza decir que le amé por su belleza.

Como volvería a hacerlo

si se acercara. La belleza convence. Ya sabes que la belleza hace posible el sexo.

La belleza hace al sexo sexo.

Tú lo entiendes mejor que nadie… silencio, pasemos

a las situaciones naturales

La razón puede ser muy simple o muy compleja. Quizá se trata simplemente de problemas líricos similares abordados desde lugares de enunciación distintos, es decir, desde diferentes posiciones en las que importa menos relatar la vivencia del desastre que experimentar el poder que confiere la posibilidad de contar el relato. Porque la alternativa es quedarse callado, preponderar los espacios de silencio que se producen en los intersticios que dejan las partes, en donde todo se comprende, pero de cuya naturaleza, diría Wittgenstein, no se puede hablar. Quizá en esas hendiduras se ubique el artificio literario sobre las relaciones amorosas, pues, aunque quizá nunca hayamos abandonado el terreno donde los simulacros se producen y adquieren sentido, las ficciones se impregnan de valores reales y actuales como los de la equidad, el poder y la perspectiva de género. 

En palabras de Carson, «si la prosa es una casa, la poesía es un hombre corriendo en llamas a través de ella». El escenario que queda es siempre devastador. Una casa que no existe, dos personajes que hablan a través de sus síntomas, un diálogo que simultáneamente es y no es testimonio, una huida que se anuncia como un lento viaje a través de un río imaginario, un duelo que es la contumaz reafirmación del deseo; un deseo que se resuelve en dos palabras finales: «Borrarnos. Desaparecer.» 

Sobre este ejercicio de escritura que representa Atenas 317 me asalta una pregunta: ¿En qué medida el poeta ha logrado sus propósitos? No lo sé. A mí también me gustan los finales abiertos. Ya sea que lo veamos como una falsa novela o como un libro de artista, pienso que los habrá alcanzado en tanto sus lectores acepten las premisas del simulacro y adopten al menos algunas de sus reglas de juego. Si la razón de ser del simulacro es hacer desaparecer la realidad ante nuestros ojos, esto es, ofrecernos el panorama de un mundo deslavado que avanza lentamente hacia su decadencia, queda por completar una última operación de este acto de ilusionismo: la de desaparecer, simultáneamente, esa desaparición.  

Atenas 317, de León Plascencia Ñol. UNAM, 2023.

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