(Guadalajara, 1989). Su última publicación es San Juan de la Cruz en México. Apuntes para su recepción lírica en la poesía mexicana (Universidad de Guadalajara, 2020).
Desde Edipo —esto es, desde siempre, al menos para Occidente—, Sigmund Freud nos ha hecho ver que es necesario matar al padre para conquistar nuestro propio reino. Una inversión llamativa de esta fórmula se da en la mitología cristiana cuando Yahveh, el padre, mata a su hijo. Por la lectura reciente de dos libros, El cordero carnívoro[1] y El gabinete de las maravillas,[2]me he preguntado desde la confirmación de esta sentencia: sí matar al padre, pero ¿qué hay, por ejemplo, de asediar al padre?
No todos los padres son esa presencia asfixiante, como el (otra vez) Yavé de Blas de Otero, un «pulpo viscoso»[3] que hiñe sin tregua el cuello de su hijo hasta el ahogo. Hay padres esquivos, padres huidizos, padres hechos de esa viscosidad oteriana no por constrictiva sino por escurridiza. Padres ocultos que devienen obsesión. «Aclarar el misterio se convierte en mi obsesión. Durante las ausencias de mi hermano Antonio, que me dejan suspendido en la nada, acecho sin descanso el obsesivo rectángulo de madera que encierra, las veinticuatro horas del día, la presencia de papá», dice el protagonista, todavía infante, de la novela de Agustín Gómez Arcos.
Nuestros genes de cazadores-recolectores generan en nosotros una pulsión que empuja por ser desahogada, ya no en su materialidad más literal. Habiendo comida en la mesa, perseguimos otros deseos, nos lanzamos cada día al acecho de otras punzantes carencias. Acechamos a nuestro padre, lo imprecamos, y si más escapa, más lo asediamos con torpes maniobras de caza y armas improvisadas:
Identificamos a la presa y teníamos que separarla del resto: atraerla. Reunimos granos y raíces que, junto a otras yerbas, dejamos en el piso. Para nosotros siempre ha sido fascinante ver cómo se desintegran las parvadas. [...] Queríamos atraparlo para verlo: diseccionarlo y al fin comprender en cuál de los costados tiene el corazón, de qué tamaño. Creemos que en su pecho late el corazón amarillo y dulce de un diabético. Queríamos comprobarlo. Ver ese astro diminuto y radiante alrededor del cual hemos girado. No estamos seguros del calor que de ahí se desprende, pero sí de la fuerza con la que nos atrajo, y es la misma con la que ahora nos distancia de la casa nuestro padre.
¿Lo asediamos para conquistarlo o es el asedio tan sólo una táctica previa a su muerte? Los rizomas entre El cordero carnívoro y El gabinete de las maravillas se diversifican y se tocan más allá de la obsesión desde la infancia con el padre. Quiero sacar de la tierra uno más: la también edípica prohibición del incesto. ¿La ausencia del padre quema tanto por dentro que legitima su busca erótica desde las entrañas?
[1] Agustín Gómez Arcos, El cordero carnívoro, trad. de Elvira Rodríguez, Cabaret Voltaire, s/l, 2007.
[2] Gustavo Íñiguez, El gabinete de las maravillas, Mantis Editores, Guadalajara, 2020.
[3] Blas de Otero, «Muerte en el mar», en Obra completa (1937-1977), ed. de Sabina de la Cruz y Mario Hernández, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2013.