Ascensión solemne al paraíso / Ana García Bergua

José María Ortega, acordeonista, intenta poner más ritmo a su ejecución de «Aires del viejo puente», esa tonada alegre que suele levantar a las parejas de las mesas y conducirlas a la pista. Algunas ya estaban dando giros, otras pocas se levantan, moviendo artísticamente los brazos. La pieza se baila dando dos pasos hacia cada lado, seguidos de una vuelta que se remata con un salto. Ortega quedó de ver en un café que queda por su casa, como a una hora de ahí, a una antigua novia que lo contactó por teléfono. La idea de encontrarse con Fabiola, a la que no ve desde que se besaron por última vez, cuando ambos eran muy jóvenes, lo tiene sumido en una inquietud que le cuesta trabajo disimular. Acordó con sus colegas, el guitarrista Álvaro Pedroza y el contrabajista Arturo Valencia, que esa noche sólo tocarán un turno: el dueño del salón no les pagará más. Como casi todos los viernes, no hay más clientela que algunos profesores y alumnos del muy cercano Instituto Superior de Contaduría, quienes suelen rematar ahí la semana.
     Las parejas ríen, el tablado tiembla bajo los saltos, la canción no acaba. Ortega improvisa un poco, toca unas escalas rápidas, pero no tarda en volver a la simple melodía. Quisiera pensar en Fabiola, recordar aquella vez, hace más de veinte años, el beso que fue el último, cuando llegan los acordes finales de «Aires del viejo puente». Los tres músicos ponen mucha atención, se miran entre sí para el remate, que no es fácil. Las parejas aplauden. Por un momento, Ortega olvida a Fabiola. Después, a la hora de escoger la pieza siguiente, le entran las ansias. Vamos a tocar «La máquina de escribir», le dice a Pedroza, una pieza que es muy ligera y rápida, casi una broma. Pero Pedroza no trae la partitura y no se la sabe. «Voces del Fujiyama», sugiere el contrabajista. Ni loco, con las partes A, B, C, el interludio y el coro. Es muy aburrida, dice, la gente está animada. «Los tres cactos», propone Pedroza. Bueno, «Los tres cactos». Valencia regresa a su contrabajo y marca el compás. Esa canción trata de una muchacha que le va entregando cactos a su cortejante para rechazarlo, pero inevitablemente los cactos florecen, dejando al descubierto su amor soterrado.
     A Fabiola se la llevó su padre a vivir a la capital. Ambos salían del bachillerato; Ortega quería continuar unos estudios de piano que había abandonado, ella no sabía qué iba a hacer. Se despidieron aquella vez terriblemente tristes, sin saber las razones del padre para separarlos. Quizá le ofrecieron algún trabajo en la capital y a Fabiola no le quedó más remedio que partir con su familia. Incluso recuerda que ella le envió una carta poco después. ¿La tendrá todavía? Acomete el estribillo de la canción: los cactos florecen, los cactos florecen, un poco valseado. Los alumnos del Instituto Superior de Contaduría cantan a coro. Entre ellos se encuentra el director, don Armando Vaca, que, como en otras ocasiones, baila con su secretaria Carito, excesivamente maquillada. Ojalá no se maquille tanto Fabiola, será un desastre si lo hace, piensa Ortega. Su voz sonaba grave por el teléfono: ¿José María?, ¿te acuerdas de mí? Estaré unos días en nuestra ciudad, quisiera verte… Él respondió un poco atontado. Por ejemplo, no le preguntó dónde se quedaba, sólo le dijo que sí, claro, que se vieran.
     Quedó con Fabiola a las diez y media, el lugar está lejos. No es que no haya tenido otras mujeres después de ella, de hecho se casó. Veinte años después, sigue casado. Ya le avisó a su mujer, Elena, que va a llegar muy tarde. Elena nunca se pone a averiguar esas cosas, desde hace años que se acuesta temprano y sabe que él llegará en algún momento. Quisiera llegar a tiempo y ver a Fabiola, saber cómo es ahora. Ni siquiera se hace ilusiones de otra cosa, eso depende de muchos factores, de que el tiempo no le haya jugado chueco. Era muy bonita, Fabiola.
     Ortega introduce, en los adornos que improvisa con agilidad, un ritmo un poco más rápido. Los maestros del instituto son torpes para bailar, aunque muy entusiastas. Se ve a sí mismo besando a Fabiola por última vez; ¿será posible que retomen lo perdido, que haya quedado un mínimo rescoldo de esa escena atesorada en la memoria? Lo cierto es que la tuvo olvidada mucho tiempo, machacada por el trabajo, algunas aventuras, el matrimonio adormecedor. Pero esa llamada despertó las ansias dormidas, los cactos que florecen. Después se pregunta si se verá parecido al joven que besó a Fabiola aquella vez. Ese joven delgado, ansioso, que se dejaba llevar por las cosas y sintió que se quedaba al garete cuando Fabiola se fue. Luego pasó lo de la clausura de la academia de piano, las dudas, lo de Elena, la vida que se va por un rincón, como con vergüenza.
     La música le estorba. En una mesa los parroquianos cantan, ya bastante borrachos. En la pista, un grupo de alumnos rodea al director con las manos entrelazadas. El director hace el gesto de iniciar un zapateo y Pedroza, que siempre está pendiente de esas cosas, interrumpe de golpe y rasga con la guitarra una muy animada: «Jolgorio indio». Ortega y Valencia lo siguen, interrumpiendo la anterior. Lo malo de empezar con estas cosas es que dan lugar a las peticiones.
     Le había dicho a Elena que en el salón había un festejo especial; no se le vaya a cumplir. De hecho, siempre dice mentiras probables. Igual, a Elena no le importa, mientras tenga sus cigarrillos mentolados; ella ve la telenovela del empresario travesti y se duerme. Don Armando Vaca mueve los hombros hacia adelante y hacia atrás, mientras marca con los pies compases de dos y cuatro tiempos, con mucha habilidad. Es como si los estuviera contando, piensa Ortega. Bueno, y este reencuentro con Fabiola ¿no será una especie de señal, una manera de las que tiene la vida de retornar al punto en que se quedaron las cosas para tomar otro camino? Como esas puertas en el tiempo que salen en las películas. «Nuestra ciudad», le dijo ella. Se ve que la recuerda como algo especial. Él debería hacerlo también, pero ya han pasado tantas cosas que la ciudad se le ha gastado; ahora es como si se coloreara de nuevo. Ataca la pieza con enjundia, sus dedos corren por el teclado, oprimen los botones, abren y cierran el fuelle apasionadamente y el director, a pesar de sus cuentas, tropieza y cae sobre una alumna. Pedroza voltea a ver a Ortega, Valencia se detiene en seco. Ortega hace un gesto de disculpa y retoma la pieza. El remate les sale horrible, desafinado.
     Luego empieza lo que temía: la muchacha con que tropezó don Armando Vaca —quién sabe si no fue a propósito— se acerca tímida, dulce, y pide «Ascensión solemne al paraíso». Lo tiene que repetir un par de veces, porque habla tan bajito que Pedroza no entiende. Ortega mira disimuladamente el reloj; ésa es una de las canciones más lentas que conoce. Hasta ahora ha dominado más o menos los nervios, pero le preocupa que la tanda dure más de lo acostumbrado. Toca los primeros acordes y algunas parejas se apresuran a la pista. Pero qué casualidad, piensa con ironía, Vaca le pide a la muchacha que baile con él y deja en la mesa a Carito, la secretaria. Ésos sí que se las saben todas, piensa Ortega, y se pregunta si Fabiola conservará la frescura de aquella muchacha tan bonita, a la que imagina desnuda —no lo puede evitar—, tendida en una cama del hotel La Almería Gitana, ése al que fue con Elena en alguna ocasión —¿o fue con Sonia, aquella amante de paso de hace unos años?, no se acuerda; en todo caso aquella experiencia fue decepcionante. La imagen de la chica desnuda se estropea cuando don Armando la toma por la cintura: ¿estaría dispuesta a todo con el director? Él no es mucho más joven que Vaca, pero indudablemente se ve mejor, más delgado.
     Fabiola no ha de haber cambiado mucho, porque no se atrevería a buscarlo, sería una desvergüenza, una gorda romántica como Carito, que se está empinando dos vasos de aguardiente sola, en su mesa, y mira con rencor a don Armando y la muchacha. El papá de Fabiola era gente de dinero, seguro que la separó de él por la cosa de la clase social: cómo te vas a casar con un músico, diría, ésos no tienen futuro. Seguro casó a Fabiola con uno de estos empresarios que tienen a la mujer de adorno y le pagan cirugías, pero no les dan el amor, la pasión, todo eso que él, mal que bien, ha guardado en lo más recóndito. Porque Elena, bueno, Elena. Elena y la nube de sus cigarrillos y el café con leche de las siete. Hasta ahí llega Elena.
     Qué aburrida es «Ascensión solemne al paraíso», pensar que faltan todavía treinta y dos compases. Si Fabiola, tal como está imaginando las cosas, es una mujer de sociedad, quizá sea un error haberse citado en el café La Jungla, tan de medio pelo. Tendrá que decirle que se vayan de ahí, conducirla a algún lugar elegante, acorde con ella. Quizá el restaurante La Cascada.
     Para eso necesita dinero. Ojalá no tarden en pagarles, siempre hay que esperar a que paguen, siempre esa falta de respeto por el trabajo. De la rabia le salen unos acordes muy sentidos, conmovedores. Don Armando mira con intensidad a la muchacha. ¿Será esa intensidad que cruza de los años del director a los de la muchacha la misma que los reúna a él y a Fabiola luego de tanto tiempo? Terminan la canción y Ortega tiene los ojos enrojecidos.
     De repente, Valencia se lanza con los golpes del bajo de «Rásgame la ropa», una versión folclórica de la canción de moda en Estados Unidos. La gente se arremolina entusiasmada en la pista de baile, un muchacho corre a sacar a la joven compañera del director, que regresa junto a Carito un poco resentido. Carito le propone bailar, pero él niega vagamente con la mano y pide un trago. Ortega arremete con la melodía, contento porque ya es la última, luego sólo cobrar y a correr con Fabiola. Hasta le ha comenzado una erección de pensarlo. Se cubre lo mejor que puede con el acordeón y se concentra en las feas caras de Carito y el director intentando que se le baje. Incluso le echa una ojeada a la infaltable partitura de Pedroza, que siempre desconfía de su memoria, y comprueba algunos de los acordes. Mira, aquí es Re sostenido y yo siempre he tocado Re, con razón sonaba tan mal. Los jóvenes dan saltos y lanzan gritos. Ortega los mira con benevolencia, con alegría, después de todo, ahora él también tiene ilusiones. Se acerca el final, los tres músicos se ponen de acuerdo con la mirada; sobre los acordes de la coda, Ortega improvisa una frase inspirada, cae la última nota.
     La chica se ha vuelto a acercar. Le susurra algo a Pedroza, Pedroza los voltea a ver. Quiere cantar una. ¿Y quién nos la va a pagar?, responde Ortega, la tanda es la tanda. Bueno, pero faltó el encore, dice Valencia. Podemos preguntarle al dueño si nos paga otra tanda, propone Pedroza. El dueño del local cuenta el dinero tras la barra. Yo otra tanda no puedo, refuta Ortega, si ustedes quieren, siguen en dúo. La muchacha interviene: pero sin el acordeón no es lo mismo. Sólo ésta, yo no los quiero meter en un lío, sólo una. Valencia y Pedroza dicen que sí. ¿Pues qué te pasa? Claro, para ellos es fácil porque ninguna mujer los citará jamás: Valencia pesa doscientos kilos y a Pedroza la mujer lo espera siempre a la salida. Ortega no está nada contento. Para colmo, su reloj parece haberse parado. Voltea disimuladamente para echar un vistazo al de Valencia; todavía, si se va ahora, llegará a tiempo, quizá cinco minutos tarde, no estaría tan mal.
     Una rápida, dice, ¿cuál quieres cantar? «Comprensión», responde ella. Bueno, un bolerito. Salió romántica la niña, dice Valencia con picardía. Le dan un micrófono y se hace un silencio. Voy a cantar esta canción para nuestro director, don Armando Vaca, anuncia la chica.
     «Comprensión» trata de una muchacha que comparte sus temores con un hombre viejo. Pedroza toca unos acordes melosos y Valencia cierra los ojos, recargándose en el contrabajo. Ortega está convencido de que lo hacen para molestarlo. Mientras, Carito sonríe con malignidad viendo a don Armando agriarse en la silla. La muchacha no tiene voz y desafina que da gusto. Hay una sensación de incomodidad solemne. Ortega está desesperado, siente que los minutos se le escapan; se da cuenta de que los acordes de «Comprensión» son los mismos que los de «Rásgame la ropa»: ¿y si retomara ese tema para animar la cosa y acabar pronto?, como cuando les cortan la canción a los que lo hacen muy mal en un concurso. Eso si cobran rápido y se va volando, porque sin dinero ¿cómo va a invitarla a La Cascada? Necesita dejar una buena impresión, no quedar ante Fabiola como un fracasado. Dejarle ver que, aunque ella se fue, él hizo una vida.
     De repente, la canción le da una oportunidad: podría terminar ahora, cuando la muchacha repite el coro un poco gangosa. Casi no lo piensa: espera una nota y antes de que hile la siguiente, toca un remate rápido: tan tan. Y se calla. Hay un momento de azoro, Pedroza le hace gestos para que sigan, Valencia se ha interrumpido, desconcertado. Don Armando Vaca ya pagó la cuenta y está a punto de salir. Suenan unos aplausos más bien tristones.

Ortega cierra el acordeón a toda prisa. Sus compañeros le reprochan lo que hizo. ¿Por qué no la dejaste terminar? Mira, se fue a llorar a una mesa. Vamos con el dueño, les contesta, antes de que se nos esconda. Los otros se ponen serios. Pídele perdón, le dice Valencia. ¿Por qué?, contesta Ortega desencajado, ¿por qué le tengo que pedir perdón? Que pida perdón ella por desafinar. Algunas personas voltean a verlo, se avergüenza. Bueno, le pido perdón, pero por lo que más quieran, alcancen al dueño para que nos pague. Se dirige a la mesa donde está la muchacha, rodeada por sus amigas, pensando qué le va a decir. Espía a sus compañeros que guardan sus instrumentos con una lentitud desesperante. Ve el reloj que está encima de los baños y se da cuenta de que ya no llegó, ya no llegó a verse con Fabiola. Ella no lo volverá a buscar, es una cuestión de dignidad. Como si él, al faltar a la cita, admitiera que no tiene nada que valga la pena mostrarle. Se para frente a la muchacha, que lo mira con rencor, pero en lugar de pedir perdón mejor se sigue de largo hasta la salida. Ya en la calle, el fuelle del acordeón se suelta, y al abrirse y cerrarse con sus pasos parece lanzar carcajadas un poco asmáticas, como las que soltaría Elena si se enterara.

 

 

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