Arte y tecnología: neutralidad, interacción y el dilema del consumo / Naief Yehya

A primera vista, si algo diferencia al arte moderno de cualquier otra expresión artística del pasado, es su aparente descuido, crudeza, estado fragmentario, cacofonía, disonancia, provocación y expresión de inconformidad. El arte tradicional buscaba la armonía, el equilibrio y la precisión de la reproducción de la realidad con el fin de imitar y, de ser posible, superar la belleza de la naturaleza. El arte contemporáneo ha desviado su atención a una serie interminable de preocupaciones diversas, dando énfasis a las ideas, a las propuestas más innovadoras, al debate y a la controversia por encima de la realización misma de la obra. El predominio del discurso sobre la estética expresa un notable cambio en el gusto que refleja los vertiginosos cambios que han traído las sucesivas revoluciones políticas, sociales, tecnológicas y científicas. La guerras mundiales del siglo xx jugaron un papel fundamental para inyectar a las artes una sensación de incertidumbre, malestar, vértigo e inestabilidad.
    Los factores antes mencionados han sido importantes en la evolución de las artes, pero la tecnología bélica cambió para siempre la visión del mundo y las expectativas de los dadaístas, los suprematistas, los surrealistas y los futuristas, entre otros artistas de vanguardia que dieron sentido al arte contemporáneo. Por otro lado, la tecnología ha sido siempre particularmente relevante para las artes debido a que ésta no solamente influencia el contenido o fondo de la obra, sino que determina también la forma y el estilo. Esto es obvio en las artes que dependen de equipo de alta tecnología, como el cine o el video, pero es igualmente cierto en el caso de artes tradicionales como la pintura. La posibilidad de crear imágenes bidimensionales con texturas, brillos, la ilusión de perspectiva y volúmenes de un realismo pasmoso se debe, por supuesto, al talento de los artistas, pero también a la calidad, riqueza y vitalidad de los materiales empleados, en particular de la pintura de aceite, un medio capaz de ofrecer insólitas transparencias, intensidades de color, oscuridad y luminosidad sin precedente y una colección de efectos maravillosos.
    Durante siglos, el óleo permitió crear representaciones de un realismo extraordinario que, a su vez, se convirtieron en el estándar de la imagen de la realidad. La tradición europea de la pintura generó una iconografía que validaba a la cultura como un todo, y establecía las expectativas y certezas de una forma de vida que habría de exportarse e imponerse en otras naciones del mundo entero, mediante invasiones, conquistas y colonialismo. Independientemente de cualquier otra función estética, la pintura legitimaba el orden establecido, las jerarquías seculares y divinas, la manera en que las clases poderosas se veían a sí mismas, sus costumbres, tradiciones, posesiones y fantasías de dominio. El hecho de contar con una asombrosa tradición pictórica no fue un factor determinante para el expansionismo europeo, por lo menos no en la misma medida que las flotas navieras y las armas de fuego; sin embargo, jugó un papel fundamental como un pesado ariete ideológico y propagandístico que se usó para convencer a los pueblos sometidos de que la cultura de los invasores era «superior».
    La tecnología del óleo, desde esta perspectiva, no puede ser considerada como una herramienta neutral. Esto no le resta absolutamente nada al arte pictórico europeo, sino que tan sólo nos lleva a ver que las tecnologías, aun aquellas que parecen primitivas e inofensivas, están cargadas de ideología. Todo arte requiere de tecnología, y es claro que los requerimientos de los artistas en términos de equipo han aumentado de manera exponencial en la actualidad. Además, en nuestro tiempo —que Walter Benjamin denominó «la era de la reproducción mecánica»—, la idea de que la obra de arte es única y está situada en un solo lugar físico quedó en un distante pasado. La mayoría de la gente se aproxima desde hace décadas al gran arte a través de reproducciones en revistas o libros, así como en la televisión y, más recientemente, en internet. Esta amplia difusión del patrimonio de la humanidad no puede ser más que benéfica para la cultura, pero es importante tomar en cuenta las palabras de J. B. Thompson: «Lo que define a nuestra cultura como moderna es el hecho de que la producción y circulación de formas simbólicas se ha enredado, desde finales del siglo xv, incremental e irreversiblemente en el proceso de mercantilización y transmisión que actualmente tienen un carácter global».1

    En la era de internet, la forma de acercarnos a la gran mayoría de las obras de arte y toda clase de expresiones creativas de la cultura es a través de imágenes en la pantalla de la computadora. Esto añade un elemento de incertidumbre, confusión y azar, ya que las representaciones digitales pueden ser distorsionadas, falsificadas, modificadas maliciosamente y multiplicadas hasta lo inverosímil. La red digital se transforma en el medio dominante de acceso a las ideas y creaciones, e incluso se vuelve el medio preferido de comunicación y contacto con nuestros semejantes. Una de las características más inquietantes de internet es que, en términos mcluhanianos, es a la vez un medio caliente y frío, de alta y de baja definición. Para McLuhan, un medio caliente es aquel que ofrece una gran cantidad de información, como el cine o la radio, mientras que uno frío, como el teléfono, ofrece poca información pero da al usuario la oportunidad de participar y «completar» la experiencia. Entre los numerosos paradigmas que impone internet tenemos que tan sólo quedan tres tipos de personas: los programadores, que son todos aquellos productores de contenido; los usuarios, que son los consumidores; y, por último, las personas que son «invisibles» a la red, ya sea porque no participan en ningún aspecto del ciberespacio o bien porque lo hacen ocultando su identidad y por tanto convirtiéndose en espectros digitales.
    Ahora bien, si hasta la pintura de óleo tiene ideología, es obvio que internet es un medio que también tiene la suya propia, misma que algunos, como William F. Birdsall, el autor de The Myth of the Electronic Library, definen como la ideología de la tecnología de información. En buena medida esta ideología, la cual se ha tornado dominante y es reiterada obsesivamente por todos los medios de comunicación, asegura que la «sociedad red» avanzará de manera inevitable hacia un renovado crecimiento económico, a nuevas y mejores formas de participación política ciudadana y a nuevos recursos de vinculación social. Fuera de ciertas amenazas puntuales como el acoso sexual, las estafas 419 (conocidas como nigerianas y que consisten en asegurar que alguien está dispuesto a darnos cantidades fabulosas de dinero a cambio de nuestra información bancaria) y el robo de identidades, la red es presentada por los medios masivos de comunicación como una poderosa fuerza del bien.
    Es claro que internet es un medio prodigioso y enriquecedor, pero está muy lejos de ser un recurso sin implicaciones y, dado su inmenso poder para transformar e influenciar todos los dominios de la cultura y la vida, es indispensable despejar ilusiones de neutralidad. No es la ambición de este ensayo analizar todos los valores que mediante internet han logrado permear a todos los ámbitos y esferas de la política, la cultura y la economía. La intención es solamente esbozar cómo el arte se ve afectado por la ideología de la tecnología de información, la cual es «una serie de valores y proposiciones que representan una extensión inherente de la intención capitalista de convertir en mercancía todos los aspectos de la vida económica y cultural», como apunta el canadiense Birdsall.2
    Para poner en perspectiva la transformación que implica suscribir la ideología de la tecnología de información, debemos considerar que, durante décadas, las sociedades modernas han adoptado lo que el crítico cultural Robert Fulford denomina la ideología del libro, la cual es un compromiso con la accesibilidad universal del conocimiento, con la idea de que la cultura es un bien público al que todo mundo debe tener acceso irrestricto. Esta ideología se refleja en la creación de bibliotecas públicas, en la educación gratuita provista por el Estado, en tarifas postales reducidas para libros, en la divulgación gubernamental de la información, en las leyes de protección de los derechos de autor y en otras políticas destinadas a promover el acceso a los libros y la literatura. Por su parte, la ideología de la tecnología de información aparece alrededor de la década de los sesenta, cuando comienza a cambiar el enfoque tecnocientífico en los Estados Unidos, de los grandes proyectos o Big Science (como el desarrollo armamentista, la construcción de la bomba atómica y la exploración espacial) a proyectos más «pequeños», de efectos más inmediatos y potencialmente rentables (como secuenciar el adn o desarrollar los motores de búsqueda en internet), que a menudo echan mano de capital privado y gubernamental. Basta ver lo que está sucediendo con el proyecto de libros de Google y su ambición de escanear las principales bibliotecas del mundo para, eventualmente, poder comercializar las páginas de millones de libros de difícil acceso.
    Ésta es una ideología netamente tecnocrática que hace a un lado las metas del beneficio común que podría traer el progreso, para enfocarse en las ventajas que ofrece el libre mercado. Los profetas de esta visión del mundo prometían que, al dejar atrás los valores de la sociedad industrial, el progreso llegaría en forma de una sociedad postindustrial o de la información, globalizada, donde la seguridad social, las conquistas laborales, los beneficios para las clases desposeídas, toda clase de regulación de los mercados y los programas sociales no productivos dejarían de tener sentido, ya que la información habría provocado una transición planetaria que produciría prosperidad y bienestar sin precedentes. No olvidemos que el capitalismo siempre ha echado mano de las innovaciones tecnológicas (ya sea el ferrocarril, la telefonía, la electricidad, el auto y la aviación, entre muchas otras) para reinventarse, fortalecerse, sobrevivir a sus crisis y extender su poder para generar riquezas. El empuje que dan los gobiernos a la vida en el ciberespacio no sería tan controvertido de no ser porque se da a expensas de abandonar los espacios públicos a cambio de un universo digital privatizado.
    En la primera década del siglo xxi podemos constatar que semejantes ilusiones han resultado en gran medida catastróficas. No solamente la miseria en el mundo sigue devastando naciones pobres y ricas, sino que personas, asociaciones y empresas en el mundo entero fueron estafadas y despojadas de sus ahorros y sustento por megafraudes planetarios. Los nombres de hampones y pillos como la empresa Enron y el financiero Bernie Madoff se volvieron conocidos en todo el mundo, ya que se valieron de sofisticados sistemas de información para explotar a sus víctimas a nivel internacional.
    Como señalamos antes, internet ha democratizado el acceso al mundo del arte y ha creado canales para que los artistas (productores) exhiban su trabajo de manera independiente del asfixiante sistema de las galerías y los museos. El usuario puede tornarse aquí comprador o curador de su propio museo virtual. Pero internet no sólo es un descomunal almacén de imágenes de obras de arte, sino que, como otros medios digitales, también es un espacio particularmente singular para la creación, debido a su peculiar característica de permitir la comunicación entre grupos de manera no jerárquica. Esto ha influenciado en gran medida el enfoque de buena parte de las obras realizadas con «nuevas tecnologías» al enfatizar la interactividad, esa vieja ilusión de convertir al espectador en participante que se ha vuelto, en esta era, un dogma de fe y una obsesión compulsiva. El arte de la era digital ha recuperado un poco de su fascinación por la perfección, el equilibrio, los acabados deslumbrantes, y ha adoptado una imagen de juego de video, de parque de diversiones, de centro comercial. Esta necesidad de hacer que todo mundo se involucre y participe en la creación suena idílicamente atractiva, pero eliminar distinciones tradicionales entre creador y público, así como entre el escenario, las gradas y el proscenio, más que crear una convergencia creativa, tiende a tornar la obra en entretenimiento frívolo, en atracción de feria o baratija artesanal de fácil consumo. Por supuesto que puede haber excepciones, pero basta revisar la historia del arte para ver que las más altas obras no son divertidos ejercicios comunitarios, sino intensas exploraciones del ser y expresiones egoístas de la amargura, la pasión, el placer, el dolor y el delirio. 

            1            J. B. Thompson, Ideology and Modern Culture: Critical Social Theory in the Era of Mass Communication, Cambridge Polity Press, 1990, p. 124.

 

 

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