Ismael Vargas libera el tiempo en ideas que se entrelazan como el viento y el aire. La cruz es uno de los símbolos eternos de la cultura occidental, ocupa los sueños más dulces, las protestas más álgidas y algunos fantasmas terribles. Sirve también para crucifixiones y ensanchar el cuello. En este caso, el artista la dota de una expresión de catacumba luminosa donde las cajas torácicas indican una colectividad igualitaria y fraterna hasta el final, sólidamente unida en ese emblema cuyo nombre todos conocen; junto a lo escalofriante, se percibe cierta pureza, sin duda una intención conminativa del artista.
La cruz de Cristos crucificados mantiene el sentido colectivo, sin embargo, el demiurgo exacerba su poder de tal suerte que poco se interesa por multiplicar panes o mejorar el vino, le parece más interesante multiplicar a Cristo, barroco y minimalista como cualquier humano, y envolverlo en un Quetzalcóatl de hierro muy próximo a la incandescencia. Sin duda, una pieza desafiante.
Vargas desarrolla una estética de lo agudo, suave e inteligente, con una carga de provocación que es difícil ignorar. Elementos con los que convivimos toda nuestra vida y que definen ciudades, naciones y cierta poesía, emergen de su obra como un borbollón de razones que muchas veces tememos enfrentar. No es difícil encontrar acomodo emocional en estos ensambles que sacuden neuronas y sentimientos, que generan un resplandor que Vargas regula desde su espacio de esmerado paint joker.
Sus sarcófagos son equipajes para el más elemental de los viajes, donde el vestuario puede ser sencillo, aunque el dorado es el conducto más directo y disimula el rojo de las partidas inminentes. La muerte es un tema significativo en la cultura mexicana y Vargas la relaciona con toda clase de sueños lejanos y faraónicos. Es un destino manifiesto en el que el valor más notable es la unidad.
Era autodidacta y entendió que la base de esa actitud es la disciplina. Cada día, mientras descubría a los otros, se descubría a sí mismo. Descifró en la artesanía elementos que satisfacían parte de su idea sobre qué utilizar en su obra sin ser antropológico. Es así como sus piezas se llenan de señales,donde la abstracción pura se autofagocita para dar paso a un estilo lúdico donde lo turbio es una línea de pensamiento y lo sagaz una escalera al cielo. Vargas consigue figuraciones con elementos definidos como pequeños objetos fabricados por artesanos de todo el país. Células que en sus manos adquieren una nueva energía y una significación abierta.
La columna clásica resulta dotada de una calidez arrepentida, como si parte de su cuerpo fuera una página desprendida de la Ilíada arrebatada por el mar. Ismael Vargas es un artista de imaginación desbordada y de manos hábiles. Un inventor de significados. En su taller vuelan mariposas de todos los colores y los duendes se ponen máscaras oscuras para contrarrestar el color blanco. Es posible ver sus ojos y sentir el influjo mágico y la fuerza del hombre que los concibió. Una experiencia alucinante.
Ismael Vargas es un gran artista, un pintor que se ha entregado, que no admite el silencio ni el vacío, que ha pintado para todos. Su cotidianidad gira alrededor de un sueño: una estética de la conciencia. El suyo no es un arte inocente que ignore el entorno. No es un arte para dormir. Es un arte social. Un deseo enfático de sumar. Cada pieza es un texto que el espectador debe concluir con su propio dolor o su alegría. Con sus revelaciones más íntimas. Vargas sabe que vivimos en una época y en un país donde somos víctimas propiciatorias, donde la injusticia tiene nombre propio y la desesperanza parece haber penetrado todas las ventanas. El arte de Ismael Vargas es para reconquistar el orgullo, para superar los pésimos tiempos, la duda mediática, la mediocridad. Es para pensar que es posible diseñar un futuro más habitable y más justo, sobre todo por las posibilidades de estar unidos y en armonía.
Élmer Mendoza
(Fragmentos editados para Luvina de un texto de próxima aparición)
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