Arquitectura efímera / Hernán Bravo Varela

 a Ezequiel Larraquy

La panza del arquitecto (1990), de Peter Greenaway.
El reconocido arquitecto estadounidense Stourley Kracklite (Brian Dennehy) es invitado a Roma para curar una magna exposición de Étienne-Louis Boulleé, un oscuro arquitecto francés del siglo xviii por quien Kracklite siente una profunda devoción. A tal punto llega su empatía hacia Boullée —«un arquitecto visionario por quien siento tanta pasión desde niño», en sus propias palabras— que la vida y la obra de Kracklite comienzan a experimentar cambios dramáticos e irreparables. Tras el abandono de su esposa Louisa (Chloe Webb), habérsele diagnosticado un cáncer fulminante en el estómago y haber sido la víctima de una conjura que fraguaron los organizadores de la exposición para removerlo de su cargo como curador, Kracklite es condenado a padecer el mismo destino «silencioso e ignorado» de Boullée por el resto de sus breves días.

Al enterarse de la aventura amorosa que Louisa sostiene con su archirrival, el también arquitecto Caspasian Speckler (Lambert Wilson), Kracklite decide reunirse con Flavia (Stefania Casini), la hermana de Speckler. La escena a la que aludo («Lucha por el placer», según el nombre de la pieza musical que la acompaña, compuesta por Glenn Branca y Wim Mertens) transcurre en la casa y el estudio fotográfico de Flavia. Después de haber posado para ella como Andrea Doria representando al dios Neptuno, el barbón y robusto Kracklite se pasea distraídamente por las habitaciones, enfundado en una bata blanca. Por fin decide meterse en un cuarto donde encuentra, junto con diversos materiales y equipos de fotografía, un perturbador mosaico de imágenes en blanco y negro dispuestas sobre una pared que retrata el paso del matrimonio Kracklite por Roma desde su llegada, ocho meses atrás. Conmovido, repasa uno a uno los capítulos de su biografía visual, cuyo epílogo es un acercamiento de su vientre velludo y prominente. Junto a éste se coloca Kracklite, conmovido hasta las lágrimas, apretando en su mano derecha un hilo rojo que, como un misterioso ecuador, atraviesa las imágenes por la mitad. Flavia sale entonces de una puerta al fondo del cuarto, igualmente ataviada con una bata blanca. Entre ambos destaca un ventanal cubierto por una tela, blanca también, que el aire agita.

Flavia se detiene ante él. Ella, amorosamente, toma el hilo rojo de la mano de Kracklite y rodea su cuello un par de veces con él. Sujetando la punta del hilo con delicadeza, Flavia atrae a Kracklite hacia sí mientras abre su bata y deja al descubierto los senos y el pubis; lo conduce al ventanal y se funden en un abrazo que se dan sus sombras, proyectadas en la tela y mecidas por el aire.
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Toda mi vida está pasando delante de mis ojos. Está pasando. Ahora mismo. Me está pasando a mí. Está pasando inevitablemente.

Yo, mirando a alguna parte, en un recuerdo que perdí para siempre…
Mi mujer y yo, recién llegados, vestidos de blanco, sonriendo, deslumbrados por el sol veraniego de Roma…
Caspasian —el arquitecto mediocre de Caspasian, el futuro padrastro de mi hijo—, mi mujer y yo partiendo el pastel con el que la gente del museo nos dio la bienvenida, ese pastel de azúcar glas que reprodujo el monumento que Boullée construyera en memoria de Newton, ese hermoso pastel que daba pena comerlo…

Y un hilo. Un hilo rojo en medio de estas fotos, como el separador de un libro, el libro de mi vida, que jamás leeré.

Yo, enjuagándome la cara frente al espejo empañado del lavabo, después de vomitar.
Yo, en consulta con el médico, sentado, juntando las manos a la altura de mis ojos y recargando los pulgares erguidos en la frente.
Caspasian y Louisa, viéndose de perfil. Sonrientes. Serenos. Satisfechos. Recién cogidos.
Caspasian y Louisa, de lino blanco. Bajando por una gran escalinata, sin quitarse los ojos de encima.
Caspasian y Louisa, tomados de la mano.
Yo. Mi propia cara. Los ojos atónitos, desmesuradamente abiertos ante una noticia que he olvidado. La nariz regordeta. La barba encanecida. Mi cara pegada a un vientre informe que podría ser el mío.
Sobre mi cabeza, el alfa y omega de Boullée en letras rojas, como el hilo que sostengo en mi mano. El hilo tenso y rojo de mi vida que pasa delante de mis ojos. Mis ojos ciegos y minúsculos como las dos tachuelas que mantienen pegado el hilo a la pared.

Flavia sale de una puerta, frente a mí, al otro lado de la habitación. Me arrebata el hilo rojo que sostengo en mi mano. Se abre la bata y me enseña sus senos diminutos y su sexo poblado. Nos deslizamos hacia el ventanal. Nuestros cuerpos, como dos batas blancas, caen al piso. Nuestras sombras, como dos cuerpos blancos, se levantan.

 

 

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