Durante los primeros días de junio de 2007, prácticamente me instalé en la Biblioteca Pública de Salamanca, España. Largas horas pasé en el salón discretamente iluminado, en la parte antigua del edificio que alberga la zona de lectura. Con la mirada acostumbrada a ciertas carencias bibliográficas desde que salí de México —una adversidad que se trasladaba conmigo y jugaba al libro mil veces negado al pie de las mesas de préstamo, ante los rostros amables de bibliotecarias contrariadas por la búsqueda—, un apetito de letras casi domesticado por el viaje trasatlántico, los ires y venires entre Salamanca y Madrid y el traslado obsceno de las maletas casi prehistóricas, me infiltré en los estantes y busqué con una calma más bien resignada dos o tres novelas de cierto uruguayo de fracasos y ternuras malditas, legendarias; también localicé otro par de libros de pastosa opinión literaria sobre la obra de este uruguayo.
En unos de esos días iniciales, días mansos como el cielo azul con nubes en forma de grandes botones celestes, previos al inicio del verano, emprendí la búsqueda de cierto libro que parecía imposible para mí. Los dos tomos de Faulkner. Una biografía, de Joseph Blotner, escapaban siempre, desaparecían en forma de préstamo a lectores anónimos y enemigos justo cuando se me ocurría asaltar su lectura e internarme por fin en la genealogía literaria del entrañable endemoniado del Sur, cuyo acceso estaría condicionado, en mi caso, por la escritura rigurosa, altamente poética y casi novelizada de Édouard Glissant y su Faulkner, Mississippi.
La biografía de William Faulkner escrita por Blotner brotó del último piso de un estante pequeño. Me agaché un poco, fascinado por el hallazgo y por haber encontrado una edición corregida y puesta al día por el autor en el año 1984. Hojeaba el libro mientras distraídamente me sentaba en esa silla que se encuentra al pie de los estantes y que inmediatamente se adivina que está al servicio de la consulta obsesiva de textos. Creo que me levanté cuando leía las primeras líneas sobre la infancia de Bill, el pequeño Bill de cólicos espantosos y nocturnos que al mismo tiempo probaban la fortaleza de su pequeña madre y ponían a vibrar a toda su tribu, a las barbas ralas, discretas y opacadas por el sudor arenoso de tíos empecinados en permanecer en su geografía salvaje a través del disminuido Bill. Descarté mirar el tremendo árbol genealógico que Blotner pone al servicio del lector en las primeras páginas. Un pasado de sangre reconstruido de esa manera delirante tan sólo para que William se encargara de reventarlo con una alteración que era también una parodia y una crítica a la idea de historia que dominaba a ese Sur estadounidense de inicios del siglo xx, de gesto aristocrático y racista, trágico y para siempre maldito: el Falkner originario era prácticamente devorado y borrado por una «u» invasora, por el Faulkner que el pequeño Bill escribiría para sí, como una pequeña bomba contra el pasado de los suyos.
Creo que hojeaba de pie algo sobre el padre de Bill cuando escuché la breve rajadura de algún papel cercano. Instintivamente volví la vista al estrecho pasillo, en el cual se encontraba un hombre sentado al pie de la sección de revistas, sección que hacía frontera con la de biografías; un hombre que con ojos culpables me miraba de reojo. Me di cuenta de que el hombre había roto una hoja entera de la revista que ahora hojeaba como si no hubiera pasado nada. Yo también sentí un breve desdoblamiento que me partía momentáneamente en dos: sentí el reflejo ridículo de lector ofendido que le recriminaría aquel acto al tipo aturdido; al mismo tiempo, quería que esta posible respuesta fuera vencida por otras razones inalcanzables para mí; deseaba que la figura de aquel hombre que a mi costado había arrancado la hoja de una revista escondiera una historia inaudita que me pudiera hacer cómplice de aquel acto.
El hecho de saber que el objeto editorial destrozado era una revista de espectáculos calmó un poco la contradicción que en ese momento vivía y que corría por mi semblante de lector que vigilaba y de alguna manera alargaba la culpa de aquel lector de revistas. Quedé paralizado ante el hecho, y todavía no definía si le haría caso a mi reacción de militante en el culto occidental por el libro y el texto escrito o si seguiría mi débil olfato de perseguidor de historias cuyas razones o últimas consecuencias son inesperadas. Entonces imaginé que el tipo actuaba en clave melodramática, que algo de esa revista lo sentía como profundamente suyo, que entre los encabezados que sellaban su pacto con lo efímero, con los relatos de artistas felices por sus hijos rubios y mediterráneos,
con glamorosas cantantes y actores simple y dulcemente aturdidos por el flashazo ingobernable de la fama, estaban las huellas de algún hecho que había modificado drásticamente su vida. Imaginé que entre las historias de estas mujeres desdichadas ante la traición de maridos perfumados y musculosos, entre las fotos de bikinis desquiciados y salvajes o de pechos sublimados por la arena, el viento, el mar y cierto aire de humanidad envenenada y fingida, estaba algo que para este hombre sería tan importante que lo llevaría a arrancar un pedazo de revista y quizás después a una acción más temeraria.
Pasó un minuto o quizás más, no lo sé. El tiempo se alargó en una pausa que me dejó atrapado en esa rasgadura interior. La historia melodramática del ladrón de recortes de revistas era también imposible. Ahora yo pensaba que su incapacidad para voltear hacía mí y su convicción de quedarse sepultado en la culpabilidad a través de su cabeza bajada y metida en la revista vejada se transformaría en un jeroglífico. ¿Qué lleva a un hombre cualquiera a entrar en la Biblioteca, subir hasta la sección de revistas, confundido entre los demás lectores, para sentarse plácidamente a arrancar pedazos de esa vida escrita y fotografiada en clave melodramática? ¿Qué hace que este mismo hombre sea incapaz de alzar el rostro y romper con un gesto distraído el desgarramiento infantil de la vergüenza?
Una parte de mí, la más ridícula, como ya lo dije, la de vigilante de la letra escrita y de una tradición literaria más bien formada a punta de asesinatos ilustrados de baja intensidad y de traiciones consumadas (quizás como aquella que excluyó a escritores como José María Arguedas o Roberto Arlt o Efrén Hernández del gran canon de escritores latinoamericanos dignos de presentar, con un dulce sabor a subordinación casi colonial, ante el «gran público» español), decía que esta parte de mí, que había surgido como un león hambriento en busca del arrepentimiento de aquel hombre cabizbajo, reflexionaba sobre si sería capaz de acercarse con su mueca de juez implacable y murmurarle al oído que lo había visto todo y que más valía que fuera la última vez que se atrevía a mancillar el patrimonio escrito de la humanidad, esa humanidad que jamás le perdonaría el hecho de haber despedazado una parte mínima de esa memoria activa que era la Biblioteca Pública de Salamanca, enclavada en el formidable edificio conocido como la Casa de las Conchas. El hombre pediría perdón y se entregaría a las autoridades de la Biblioteca, dispuesto a reparar en la medida de lo posible el daño y restablecer esa memoria en la que seguramente algo de este mundo presente viajaría hacia un futuro improbable, cuando en unos miles de años el mayor interés que podamos generar pertenezca únicamente a la arqueología, a la reconstrucción de mundos antiguos a través de ese pedazo de papel melodramático que el hombre había arrancado para regalarme también, seguramente como una maldición de largo tiempo, el sonido del papel cuando es arrancado.
Tuve una vergüenza inaudita en lo que pensaba todo esto. Permanecí parado y con un giro de mi cuerpo le di completamente la espalda al hombre de la silla. Tan sólo alcancé a escuchar lo que debería ser el sonido de cinco o seis revistas entrando en la parte trasera de su pantalón, un «hasta luego» desangelado y breve, los pasos sobre el piso de madera del hombre en fuga de mí, de la Biblioteca, de alguna arqueología futura que seguramente también encontraría, en el cementerio de los jeroglíficos milenarios, los restos mortales del pequeño Bill y de sus interminables noches en las que todavía se le escucha llorar el horror en el estómago.