La profesora Christianne Bernard corría en un enloquecido jeep hacia el Instituto Astrofísico de Orsay, en las afueras de París. Un sudor frío le empapaba las manos agarrotadas sobre el volante, y evitaba sucumbir al vértigo cuando, como una ráfaga, atravesaba su mente la convicción de que ella era la única que ¡lo sabía! Y tal vez lograría evitar la catástrofe si se actuaba de inmediato. Sus cálculos se lo habían demostrado en su computadora casera, pero necesitaba verificarlo en la poderosa computadora del Instituto, antes de prevenir al Gobierno del peligro inminente.
No vio al motociclista. Unos instantes más tarde su cuerpo ardía en llamas entre los hierros retorcidos de su vehículo estrellado. A la semana siguiente se produjo el holocausto.
Todo comenzó cuando un coronel del Ejército Soviético, pasando por Finlandia, se refugió en la embajada americana de Copenhague. De inmediato informó a los funcionarios de la cia de la existencia de un arma secreta, absolutamente imparable, desarrollada por los científicos soviéticos, y que estaba a punto de volverse operativa. No pudo dar demasiados detalles, pero explicó que se trataba de algo que tenía que ver con la Teoría del Campo Unificado, la que buscaba Einstein en los últimos años de su vida: los rusos habían logrado integrar la fuerza de la gravitación con las otras tres fuerzas que rigen el universo, y eran capaces de actuar sobre el Tiempo con fines militares. Esta información logró ser verificada por otros conductos, y los americanos decidieron desencadenar una guerra nuclear preventiva contra la Unión Soviética.
Se empleó la estrategia del primer golpe: miles de misiles americanos partieron de todos los silos subterráneos, de los bombarderos y submarinos estratégicos, rumbo a la Unión Soviética y sus países aliados. La respuesta soviética, que fue lanzada apenas unos minutos más tarde, fue inexplicablemente limitada, y sólo dirigida a algunos puntos clave de Estados Unidos y Europa. Pero los misiles americanos nunca llegaron a tocar a la Unión Soviética, pues llegados a una invisible barrera, que era imposible determinar, desaparecían misteriosamente en el espacio, sin dejar rastro alguno, y ninguno llegó a destino. Los proyectiles soviéticos, por el contrario, sí llegaron a sus objetivos, en Estados Unidos y Europa, destruyendo el poderío militar occidental encarnado en la otan y causando cientos de miles de muertes.
La Unión Soviética ganó, pues, esta guerra relámpago. Su arma secreta había enviado a los misiles americanos a otra dimensión del Tiempo, que aunque indeterminada, no por eso era menos efectiva. Dueños absolutos del terreno, los soviéticos dominaron el mundo. Un poderoso movimiento de renovación al interior de los países socialistas hizo retomar los antiguos ideales de sociedad sin clases. Se propiciaron revoluciones, por la razón o por la fuerza, en todo el planeta, y a la larga se realizó el viejo sueño de la revolución mundial, que en el espacio de dos décadas hizo reinar la justicia, la abundancia y la armonía a escala planetaria. Moscú se convirtió en la capital de un mundo que al fin respiraba en paz, luego de siglos y milenios de guerras fratricidas. Pero nadie ni siquiera sospechaba lo que la profesora Bernard iría a descubrir.
Y esa hermosa mañana de domingo, cuando los niños correteaban en los parques y las parejas paseaban frente al lago, los millares de misiles nucleares americanos desaparecidos misteriosamente hacía dos décadas, reaparecieron súbitamente sobre el límpido cielo de Moscú, oscureciendo el sol: habían vuelto a ingresar a nuestro Tiempo.