JORGE EDUARDO EIELSON
Hay una voluntad de caminar y afrontar los accidentes del camino. Una oración donde el ruego, la partida de la hija, se convierten en pretextos para realizar una radiografía donde el cielo aparece al borde de la cama y el yo poético ve a su padre, a su hija, a él mismo, en una desnudez premonitoria, en un punto que comienza a cerrar un itinerario, una obra por concluir.
Aun cuando estemos quietos nos desplazamos o somos desplazados. El contorno sufre —junto con nosotros— no sólo un desplazamiento, sino también una incesante transformación. Los seres y los objetos son el mundo. El interior se nos vuelve exterior, y lo exterior es una prolongación de un espacio vital determinado, del todo señalado, por una activa y vigilante sensibilidad.
Uno de los mecanismos en el universo poético de Antonio Cisneros es la implicación e imbricación del imaginario (lo explícito) con aquello que lo dicta (la pasión) para finalmente presentificar un cuerpo, una anatomía, que viene a ser lo sugerido, lo atisbado, que brinda el acceso a la experiencia poética (lo implícito) que no sólo corona, sino que otorga sentido al canto, a la expresión del poema.
Pero ya de entrada nos hemos equivocado, porque en el universo lírico de Antonio Cisneros no existen los contornos, no hay un paisaje de fondo, una presencia ambiental, que soporte y destaque los seres y objetos privilegiados por la perspectiva de una mirada. Todo se conforma en una sola experiencia, en una pulsión retórica, que no jerarquiza; revela, muestra y expone. El aparente paisaje —en esta poética— se convierte en protagonista que corre junto con la voz del monólogo dramático; no tiene sentido sin esa voz y esa voz se adelgaza sin ese paisaje que, lejos de encuadrar, potencia, afina el blanco. De ahí el aparente minimalismo, la urgencia selectiva, en el imaginario de esta expresión.
Tenemos dos extremos de una misma línea. Por un lado el imaginario, los elementos y seres nombrados y convocados en el poema; por el otro, la dicción, la respiración, de una escritura que apela a un fraseo cuya esencia nos muestra un aliento, una sintaxis melódica, que puntualiza la imagen, la parábola y el retrato. Pero, obviamente, sin descuidar en modo alguno, sino, al contrario, remarcando el ritmo y sus compases melódicos, creando un lenguaje particular. El retrato se puede difuminar como el relámpago; sin embargo, el relámpago nos ha obligado ya a la experiencia de lo epifánico, a la contemplación en el instante de lo atisbado, de su morosa eternidad. La parábola nos presenta por medio de alegorías una historia, a veces sólo un fragmento donde comienza a gestarse el inicio de un desenlace, pero éste no se nos da, al menos no se nos da de manera explícita, sino que nos convierte en protagonistas del mismo. Tal vez en esto radique la máxima de que quien lee un poema se lee en el poema. Finalmente, la imagen, lo intraducible, el Logos poético, que ahora poseemos y antes de leer el poema no teníamos. Al escribir esto pienso en Rimbaud y sus vértigos como aprehensión de la realidad; de eso tan complejo que llamamos realidad.
José Emilio Pacheco, amigo y atento lector de Cisneros, escribe en un poema —al nombrar un bicho— que lo hace como si se tratara de un texto de Antonio Cisneros, a la manera de su poética. Los dos poetas comparten una propensión por el mundo animal, sus dos poéticas se abren a una voluntad de exploración donde la fábula se enriquece y cobra tintes de propositiva modernidad. La tradición de Félix María Samaniego y Tomás de Iriarte es leída de forma inédita tanto por Pacheco como por Cisneros. Cisneros blande la espada de una moraleja que igual horada el cuerpo social —en un sesgo moral—, como arremete en un harakiri despiadado de consecuencias emocionales. La ironía destella en ambos casos. Lo social es íntimo y lo íntimo social. El poeta es la voz de la tribu, pero también la conciencia de ésta. Ahora pienso en Pound, en ese pararrayos, en esa antena de resonancias dilatadas. Pero volvamos con la dicción, con el tono sostenido del dictado poético.
Qué duro es, Padre mío, escribir del lado de los
vientos,
tan presto como estoy a maldecir y ronco para el
canto.
Cómo hablar del amor, de las colinas blandas de tu
Reino,
si habito como un gato en una estaca rodeado por
las aguas.
Cómo decirle pelo al pelo
diente al diente
rabo al rabo
y no nombrar la rata.
(«Oración»)
Cisneros dilata el verso y lo vuelve versículo. El épos no le es ajeno, pero la historia es memoria y ésta ficción que a todos nos involucra. El poema se vuelve espejo, no sólo nos leemos en él, sino que también —como diría Doris Lessing con respecto a la novela— nos permite vernos como los demás nos ven, y esto —no pequeña cualidad— lo encontramos en la poética de Antonio Cisneros. Ese retrato que en una trabajada ficción, en un pasado aparentemente distante, que tanto abreva en la Biblia como en la epopeya, la historia y la literatura toda, llega y nos desnuda en el centro del parque Kennedy, en el corazón de Miraflores; y éste —el parque—, como ahora sabemos, está lleno de gatos.
El gato no se involucra, pasa de largo, pero no es ajeno; se sabe protagonista en una relación que por su misma implicación intenta establecer una prudente y fría distancia. El tono del poema se estandariza; a veces parece ser el de la crónica, a veces el de un manual o instructivo. Sin embargo, este aparente desapego funciona en sentido inverso. No se trata del tono confesional, del registro diario, de una sensibilidad vulnerada. Es una voz en off que registra lo próximo, lo muy próximo, a través de un tono distante que sube la llama de una emotividad en permanente acecho. El gato ronronea y estira el cuerpo sobre el regazo de la niña, pero sus colmillos son agudos y sus uñas se convierten, llegado el momento, en garras. Entonces aflora un sabio y cáustico cinismo desde donde ver el mundo y sus varios accidentes.
Pero el gato no está solo, al menos no llegó solo. Están Baudelaire y Lewis Carroll y el siglo XIX. Pero también están la novela y las grandes heroínas de Tolstói y Flaubert; Chéjov cierra el siglo y Cisneros aprende la lección y noveliza el poema. Se trata de una nostalgia que nos trae al aquí y al ahora. Bram Stoker sabe de la cálida morbidez de los interiores, de las sábanas y los cuerpos desnudos que se confunden con ellas, de los cuartos de hotel, de las travesías, de los muelles y los largos adioses; de vivir con los largos adioses que se confunden con las inmensas preguntas celestes donde la ficción —que sabemos no es sinónimo de mentira, gracias a Juan José Saer— nos recrea un siglo XIX que nos inaugura la sentimentalidad, el discurso amoroso, del XXI que corre y se pronuncia por pasillos no siempre del todo iluminados.
Un ejemplo brillante de este monólogo dramático que se distancia en su unicidad emocional, echando mano de un sustrato literario desde el cual edificar el fingimiento pessoano de la ficción lírica, es el poema «Monólogo del falso J. W. Goethe», de Antonio Cisneros. Sabemos que el poeta de Weimar escribió de manera dilatada —durante muchos años— una novelita titulada El hombre de cincuenta años, donde narra el enredo amoroso de un triángulo conformado por un hombre (el narrador), su hijo y su sobrina. El protagonista se ve obligado, por razones éticas y morales, a renunciar al amor de la sobrina que, aparentemente, se ha enamorado de él, para que ésta se case con su hijo, pues son de edades similares y, finalmente, se han atraído. Al tiempo que Goethe escribía esta obra, a sus setenta y dos años, se enamora de una jovencita de diecinueve, de nombre Ulrike von Levetzow. Se hicieron los pedimentos, intervino en ello el propio archiduque Carlos Augusto de Sajonia —amigo del poeta—, pero la chica no accedió. Goethe se retiró avergonzado y con el reclamo airado de toda su familia. Antonio Cisneros toma este asunto y nos ofrece un poema que viene a ser una emocionada y rotunda arte poética donde nos muestra los fondos apasionados de la ficción lírica. Cabe decir que la última palabra no la tuvo ni Goethe —en su novela— ni Cisneros —en su monólogo—, sino la propia Ulrike von Levetzow, que dejó testimonio escrito de su aventura finalizando con esta frase: «No se puede decir que no haya sido un amor». ¿El de Goethe, el de Cisneros, el de Ulrike? O el único que nos compete a nosotros, los lectores: el de la literatura. Dice así, en alguna parte del poema, el yo poético del texto de Antonio Cisneros:
Gracias a Dios
una muchacha bellísima (a cuarenta pies de mi
ventana) se detuvo por un instante exacto.
Pude así escribir un poema sobre la eternidad.
Aproveché algo del sol y los sauces llorones
del paisaje.
Las moras las eliminé por cosas de la rima. Agregué
un pino y un par de pastores.
Las imágenes —en esta poética— se dosifican por su peso y su radical singularidad. No sólo estamos ante un manierismo formal, sino conceptual. Todo es lo dicho y todo pertenece a este mundo. Pero este mundo es plural y nada es lo que parece. Estamos a la intemperie, a merced de una sensibilidad extrema, apasionada e inteligente, que nos da su relación de los hechos:
Las primeras lluvias son una oportunidad para
meterse en la cama.
Las siguientes para que los zapatos se desclaven y
rechinen como tiza mojada en la pizarra,
para que la casa se inunde (+ líquenes + musgos +
culebras),
para que el hígado engorde como un canto de guerra,
y después el silencio
que ya no ha de acabarse aunque cese la lluvia.
Nos dice en una de sus «Tres églogas».
El escenario del canto emerge de lo cantado, y lo cantado es lo sufrido a través de un horizonte lírico que se va armando con lo más próximo y cotidiano. Todo tiene cabida en este recuento que no cesa de cantar y subrayar lo cantado. Lo poético se dispara y la fórmula y el lugar común se revitalizan, se vuelven diáfanos, por el filtro de la forma. Vuelvo a pensar en el sabio de Pound. El desfile es variado, la pluralidad del imaginario pica esto y aquello, se devuelve y avanza, explora. Los metros se dilatan —hemos dicho—, pero también se recogen, también pierden sus contornos en una prosa melódica y sentenciosa que por momentos adquiere el tono de la oración, de la rogativa. Otro de los muchos rostros de esta poética.
El lenguaje de Antonio Cisneros sólo le pertenece a él y a sus lectores. Hay un ritmo que transcurre —aparentemente— en una sola tesitura; nos envuelve, conversa y lo vamos siguiendo. Pero, de pronto, se quiebra por la inesperada presencia de una imagen, o de una metáfora, que se ha venido construyendo en esa aparente calma, en ese contrato que el yo poético pareció establecer con su lector. Lo hizo, pero los términos y condiciones —las letras en pequeño— nos sorprenden. El cinismo moja su punta en la ternura, la inteligencia de su ironía hace maridaje con la emoción y la aspereza del tono coloquial remonta el vuelo en una plasticidad musical; tanto auditiva como visual. Los poemas pueden tener un final cerrado o abierto, pero siempre efectivo. Hay una tradición en la que lo escatológico se hace presente y nuestro mundo y sus accidentes tienen que ver con ese otro lado de la moneda que, sin dejar de ser de este mundo, apela al orden metafísico, al ángulo del milagro y de la fe, que obliga a transitar la calle a otro ritmo viendo un cielo que sólo pertenece a quien lo admira y sufre. Esta tradición en la que lo profano y lo sagrado juegan del mismo lado se desata en la obra de César Vallejo, pasa por la fina decantación de Jorge Eduardo Eielson y continúa en la expresión de Antonio Cisneros para brindarnos una de las poéticas más personales y necesarias de la actual poesía, no sólo hispanoamericana, sino de lengua española.