Animal

Roberto Ramírez Flores

(Guadalajara, 1990). Su libro más reciente es Líneas imaginarias (Editorial Veinti6 Veinti8, 2023).

Se da cuenta de que no es una broma hasta que lo ve en medio del Zócalo. En más de veinte años trabajando como conductor nunca había tenido un encargo así. Hasta ayer, el cargamento más raro eran los mil maniquíes y los diez kilos de cocaína escondidos en unas lámparas. Pero esto es diferente, ¿cómo llevar a otro lado lo que no cabe en ninguna parte? Un animal hecho para tiempos de gigantes. Si un animal así podía aparecer de la nada en la ciudad, era en el Zócalo.

Llevarlo hasta Baja California, treinta y dos horas, deshidratación. El chofer no pone atención a todo lo que dicen, observa la maquinaría dispuesta para mantenerlo con vida: grúas que echan agua, ventiladores industriales, bloques de hielo para enfriar el piso. Los veterinarios frotan sus cicatrices y arrugas con trapos blancos sin percatarse de lo pequeños que son. El animal hace un sonido que no sólo se escucha, sino que se siente en la piel. En redes sociales abundan las teorías: narco, cortina de humo, obra de arte, protesta. Da clic a una nota que relaciona el suceso con la aparición repentina de otros animales en Medellín, Cataluña y El Cairo, como parte de las manifestaciones realizadas por un colectivo que lucha por la desaparición de zoológicos y laboratorios de animales. Más abajo, una imagen del animal y Felipe Calderón junto a una del chupacabras y Salinas de Gortari. Se ríe mientras guarda el celular.

Tráileres con megacaja, caravana, veintinueve horas con cuarenta y cinco minutos. Escucha a su jefe decir las órdenes pero no le presta atención, es como si hablara en una lengua más incomprensible que la de los animales. Estiran unas bandas amarillas a cada lado, son tan grandes que se necesitan dos bomberos para cargar el rollo mientras otro lo va desdoblando en el piso. Una máquina bulldozer empuja al animal por la cabeza sin lograr moverlo. Otra bulldozer se acerca por atrás y empuja a la primera. Las llantas de tanque sacan chispas contra el pavimento, los motores rugen con mayor intensidad, logran girarlo un poco, luego otro poco, hasta que queda perpendicular a las bandas. Mueve la cola como si pudiera escaparse. Golpea un bloque de hielo que se desliza por los adoquines del Zócalo y luego se parte en dos.

Escucha a los veterinarios decir que se trata de un macho adulto por su tamaño y sus cicatrices a lo largo del cuerpo: señales de enfrentamientos por competir por hembras. Dos grúas enganchadas a las bandas lo levantan y el animal emite un sonido que recuerda al de los dinosaurios. Dos tráileres con una caja compartida entran al Zócalo. Nunca había visto algo así, seguramente ni siquiera es legal. Cuando se detienen bajo la grúa, el agua se agita y sale de la parte superior de la caja. Una fotógrafa corre mientras protege su cámara con su sudadera. Las grúas empiezan a bajarlo lentamente. Conforme su cuerpo entra en la caja, el agua sale por los bordes y choca contra el piso del Zócalo, mojando a todos con la brisa.

Que confía en él, que es uno de los cargamentos más importantes, que todos los ojos están puestos en ellos. Mira a su alrededor desde adentro del tráiler: camionetas con logos de animales, camiones de bomberos, un hombre toma fotos desde un Tsuru descarapelado. La caravana mide unos ochenta metros. Los dos tráileres con el animal encima que su jefe y él manejan, unos quince. Es hora, grita su jefe desde el tráiler de al lado y a él le sudan las manos al volante cuando prende el motor. Los tráileres rugen como si hablaran entre ellos.

Transitan por el centro de noche, buscan las avenidas más amplias y con menos tráfico. La catedral parece un sitio donde el animal podría caber, donde ancianas lo mojarían con agua bendita. Desde las aceras, niños con la boca abierta observan los dos tráileres sincronizados, como si eso fuera lo sorprendente. Una mujer que fuma desde el balcón de un edificio es la única que podría verlo, pero no mira hacia abajo. Llegan a Tepito. ¿Cuántos días tardarían en venderlo por partes?

Al llegar al Eje Central han alcanzado los treinta kilómetros por hora, que bajo esas circunstancias se sienten como treinta kilómetros por día. El volante de cuero se ha marcado con las manchas de sudor de sus manos. Respira detenidamente una y otra vez, pero es difícil relajarse si piensa en lo que llevan arriba. Los autos pasan a toda velocidad. Una mujer aminora la marcha y avanza junto a él, mira con cuidado la megacaja y luego le pregunta qué es lo que llevan. Como él no responde, la mujer continúa su camino a toda velocidad. Piensa en lo que diría su padre sobre esa carga, si estaría orgulloso o no. La caravana se expande para abrirle camino entre los demás coches como un calamar que abre sus tentáculos. Alcanzan los cuarenta y cinco kilómetros por hora cuando llegan a la carretera. Su jefe toca el claxon, le dice con la mano que baje la velocidad. ¿Todos los animales usan el lenguaje de señas o sólo los que tienen pulgares? Un coche se pasa el alto y la caravana tiene que frenar de golpe. El agua se tira de la caja, cae sobre el parabrisas, se derrama por las ventanas abiertas. Huele a agua estancada, a pecera. Los animales del mar huelen a lo mismo, no importa su tamaño.

Se detienen para reponer el agua. Dos bomberos sobre sus camiones apuntan a la caja con las mangueras. Él aprovecha para sacar su celular. Una nota asegura que el animal fue trasladado de Baja California al Zócalo con logística del gobierno federal. «Una cortina de humo para tapar la crisis de seguridad motivada por la guerra contra el narco, aunque en este caso no sería cortina y tampoco de humo, sino cascada». Más abajo hay una entrevista al hombre que se adjudicó el hecho como una obra de arte. «¿Qué tiene esto de artístico? Todo es una influencia entre el performance y la instalación, o una película de Herzog, pero en lugar de un barco por la selva hay que traspasar un». Deja de leer cuando escucha que su jefe ha prendido el tráiler.

El animal hace un sonido más fuerte y los ladridos de los perros empiezan a sumarse por aquí y por allá, hasta que ya no se sabe cuál es el de quién. El desodorante con forma de trébol de cuatro hojas se mece en el retrovisor, la misma marca que su padre usaba. No sabe si estaría orgulloso o no. Inhala y exhala el olor a suerte en repetidas ocasiones mientras las líneas punteadas le marcan el camino. Sus manos se han secado, ya no se resbalan por el volante de cuero.

Qué divertido ser un depredador al que nadie puede comerse. En otra página, un meme muestra al Chapo Guzmán apuntando al animal por la espalda mientras lo obliga a caminar por una carretera con la forma de Guerrero y el D.F. Su jefe aplaude para que ponga atención y señala el semáforo en amarillo. Se ha acostumbrado a manejar así después de unas horas. Los peces pequeños se pegan a los grandes para recorrer grandes distancias, pero si un pez grande lo necesita, no hay otro que pueda ayudarle.

El sol empieza a salir y todo se pinta de un gris casi azul. Las cosas duran así unos minutos, como sumergidas solamente un poco, para no ahogarse. A su padre le hubiera gustado que aventaran sus cenizas al mar, de preferencia en Veracruz. Su urna sigue dentro de un nicho que le puso su madre, así que ahora podría conformarse con cualquier lugar que tenga agua si no quiere quedarse ahí.

El sol ha terminado de salir, cae con fuerza sobre cofres y cajuelas, sobre los bordes metálicos que obligan a entrecerrar los ojos. El reloj del tablero marca las ocho cuarenta y cinco, faltan veintitrés horas para que se cumpla el plazo. Voltea a ver a su jefe a través de la ventanilla. Conoció a su padre cuando eran jóvenes, eso es suficiente para creer que su padre se le parecería un poco, eso y la profesión. Aunque a veces, principalmente cuando le grita sin razón alguna, le borra la cara de su padre y le pone la de algún personaje que odia: Hitler, Capulina, el presidente. Los coches delante de ellos forman una línea que serpentea cuando dan vuelta sobre el camino de un solo carril. Suena una sirena y los coches se detienen, obligando a los tráileres y luego a toda la caravana a hacerlo.

Se orillan en la carretera y bajan. La sirena de los bomberos aturde. Una mujer con bata blanca se acerca para preguntarles si han escuchado al animal en la última media hora. Cuando responden que no, pregunta desesperadamente cómo puede subir a la caja. Él señala unos barrotes soldados al lateral que funcionan como escalera y ella empieza a subirlos de dos en dos, pero se resbala y lo hace de uno en uno. Al llegar arriba, mira con atención dentro de la caja. Mete su mano y la mueve despacio, como si acariciara al animal, luego mete la otra y empieza a mover ambas cada vez más fuerte, hasta que el agua salpica a su alrededor. Se detiene y huele sus dedos, baja de la escalera con mucho cuidado. Está muerto, deshidratación, mucho cloro en el agua, dice apenas al tocar el piso. La noticia y la sirena de los bomberos no le dejan poner atención a lo que dice después. Su jefe se le queda viendo, parece molesto, así que antes de que le diga algo le pone la cara del presidente cuando está borracho.

Seguir hasta Baja California con el animal muerto, reducción de costos y de la caravana, aumento de la velocidad. Los camiones de bomberos arrancan en medio de un silencio que vuelve más notoria su partida. A su jefe se le ha bajado el coraje: un pan y un refresco siempre ayudan. Lo ha regañado por revisar el celular en los altos, como si ese pequeño error hubiera sido la causa de que un animal de más de quince toneladas hubiera muerto. Se acerca y le ofrece de su mantecada. Él arranca un pedazo que se desmorona en sus dedos, del cual sólo unas migajas llegan a su boca. Su jefe le dice que va a continuar el viaje solo, que ya no se necesita una caja doble. Él responde que el animal no va a caber en una. Partido sí, y se mete el último pedazo de pan a la boca.

Cuatro hombres con sierras metálicas lo rebanan con las manos metidas en la caja. Luego, porque tal vez se ha hecho más espacio, entran por completo y el sonido de los aparatos no deja identificar a los otros, ni al de la carne, ni al de los huesos. Todos miran sin el menor rastro de tristeza, como si no sucediera lo que pasa adentro solamente porque no puede verse.

La fotógrafa les pide a los veterinarios que se pongan junto a su camioneta y les toma unas fotos, después apunta con su cámara a los hombres manchados de sangre. Mientras se mueve de aquí para allá, platica con el chico que sostiene el reflector acerca de un hombre que desapareció en el sur y fue encontrado muerto en Monterrey. El chico responde con un movimiento de cabeza, luego encandila al chofer con el reflejo del sol y le toman una foto en donde seguramente saldrá con los ojos cerrados. Le piden que se ponga junto al tráiler, que se siente en la defensa. Su jefe se une a la foto, sonríe tímidamente, le pasa la mano por los hombros y entonces él también siente una sonrisa en su cara.

El animal, si es que se le puede llamar así aunque esté en pedazos, ha cabido en una sola caja. Su jefe mueve uno de los tráileres, lo detiene entre la tierra y el pavimento, le dice adiós con la mano y se va. El tráiler sin caja parece un esqueleto. Él suspira y entra a la cabina del tráiler que tiene la caja. El olor a hierro hace que se le revuelva el estómago, así que se acerca al aromatizante y lo huele varias veces.

«El presidente asegura que la aparición repentina del animal no tiene que ver con el despliegue militar en distintos puntos del país ni con la cumbre próxima a desarrollarse en Estados Unidos». Guarda su celular, ajusta los retrovisores, el nivel de gasolina está arriba de la mitad. La caravana avanza sobre el asfalto, que saca vapor de tan caliente. La fotógrafa asoma su cámara por la ventanilla del Tsuru y toma una foto. Se la imagina: primero los dos coches negros que van abriendo camino, después la combi de la veterinaria, el tráiler y al final la camioneta de protección civil. También se imagina que las llantas se derriten con el asfalto y ese líquido negro y viscoso lo lleva al «animal», a la forma en que llamaría a eso que transporta si al final del trayecto su padre le preguntara: ¿de qué es tu carga?

Al sonido de un claxon se van uniendo otros hasta que la caravana se detiene. Un hombre que sale de un coche negro sube con rapidez la escalera de la caja y empieza a contar mientras señala el interior, luego baja los primeros escalones y a mitad de la escalera da un brinco. Lleva sus manos alrededor de la boca, grita que todos salgan de sus autos. La última en hacerlo es la veterinaria, que sale abotonando su bata como si todavía pudiera ayudar a alguien. ¿Un animal es alguien o algo? Se robaron tres vértebras, dice el hombre del coche negro cuando todos están juntos, no se sabe el momento exacto pero hacen falta tres vértebras. Por alguna razón nadie se nota sorprendido. A él se le aparece la cara de su jefe con bigote de Hitler diciéndole: no entregaste la carga completa. ¿Pero qué sería la carga completa cuando la carga ya se había despedazado?

Se han unido dos camionetas de la policía. Si tomaran otra foto desde adelante se verían así: primero los dos coches negros, la combi de la veterinaria, una patrulla, el tráiler, la camioneta de protección civil y al final otra patrulla. Su celular empieza a sonar en la guantera, es su jefe. Duda si contestarle, no sabe de qué manera se enojaría más. Toma el celular y le contesta. No deberías responder mientras manejas, haz lo posible por hacerlo bien, salimos en una foto. La patrulla reduce la velocidad hasta ponerse a su lado y él no presta mucha atención a lo que dice su jefe. Se despide y guarda el celular de nuevo en la guantera. El policía que va de copiloto lo voltea a ver, simula un teléfono con una mano levantando el meñique y el pulgar y con la otra dice que no, luego regresan a su lugar en la caravana.

Se detienen para dejar pasar a una vaca. Los del Tsuru empiezan a pitar para apresurar a la vaca y la patrulla de atrás prende su sirena. Él aprovecha y ve sus mensajes. Una captura de pantalla de la foto en donde están sentados en la defensa del tráiler. También se alcanza a leer: «Estos son los conductores encargados de llevar al animal desde el Zócalo del Distrito Federal hasta», y después se corta la imagen. Su mente termina por completar la frase: Baja California, aunque una parte de él ya se quedó quién sabe dónde.

Toman una curva tan cerrada que el tráiler debe abrirse lo más posible. Él sonríe después de librarla y el aromatizante se mueve de un lado a otro, como si también estuviera contento. Ojalá su padre también lo hubiera logrado. Prende la radio y deja la primera canción que sale, una que seguramente no le gustaría a su padre, pero no importa, escuchar música mientras maneja de noche hace que lo recuerde. Le hubiera gustado llevarlo de viaje en su tráiler, así como su padre lo hacía con él. De repente está ahí, en el sillón del copiloto mirando por la ventana. Tal vez espera que lleguen al mar para nadar hasta perderse de vista, así ya no tendrían que llevar sus cenizas a Veracruz.

Las sirenas suenan y comienzan a detenerse. Desde el retrovisor ve a los policías bajar y esparcirse entre los coches. El que lo vio hablar por teléfono se acerca al tráiler, sube un pie al escalón de metal y se recarga en la ventanilla. Le dice que deben esperar a que el tráfico baje, pero luego, cuando apenas un par de autos los rebasan, que estaría bien descansar unas horas. El policía baja el escalón y espera a que él salga del tráiler para seguir con los demás. Uno a uno bajan de sus autos. Ha oscurecido, así que no puede verles la cara, sabe quiénes son por el auto del que salen. Los fotógrafos del Tsuru se acercan a él como si no les hubieran pedido bajar, sino juntarse. Dicen que el hombre del sur encontrado muerto en Monterrey era un comerciante de televisores, aunque los mismos medios han insinuado que estaba metido en otro tipo de negocios. Uno ya no sabe a quién creerle, responde el chico cuando ella termina de hablar, ahora hay que cuidarse de los dos: del muerto y del asesino.

Regresa a la cabina, hace para atrás el asiento, se echa encima una cobija que lleva bajo el lugar del copiloto. Los policías han dicho que van a descansar dos horas antes de continuar el viaje. Ve el reloj: las doce treinta de la noche, van retrasados un par de horas. Cierra los ojos y escucha los ruidos de afuera. Con los ojos cerrados puede darse cuenta de más cosas: del sonido del aire contra los coches, de la canción que se escucha a los lejos, de su respiración, de una gotera que probablemente estila sangre, hasta que se queda dormido.

Escucha un ruido y despierta. El reloj marca la una con cinco minutos. Se pasa la mano por la frente cubierta de sudor y se huele las axilas, con los ojos cerrados otra vez. Hace a un lado la cobija, el aire le refresca los brazos y el pecho, cuando el sueño empieza a ganarle de nuevo escucha el ruido. Se incorpora en el asiento. Parece venir de arriba. Se talla los ojos y mira por la ventana. Alcanza a distinguir a dos personas cargando una pelota, un círculo blanco que refleja las luces de la carretera, que tal vez sea el ojo del animal. Él se talla más fuerte los suyos, luego ya no ve a nadie. Se recuesta de nuevo en el sillón y se queda dormido.

Abre los ojos. El policía golpea el cristal con los dedos mientras lo mira fijamente. Él no termina de quitar el seguro cuando el policía ya está intentando abrir. Le dice que se robaron otras partes del animal, aún no saben cuántas, pero que fueron varias. Él busca con la mirada el Tsuru de los fotógrafos sin hallarlo. En su lugar hay una camioneta del ejército con un par de soldados en la parte trasera. A uno de ellos le da el sol directamente en la cara sin que cierre los ojos, como si estuviera ciego. Vamos a seguir, pon mucha atención a cualquier cosa, y no le quita la vista de encima mientras regresa a su patrulla.

«El animal ha sido asesinado, partido en pedazos y vendido para distintos fines». Entre las fotos que aparecen en la página de PETA están él y su jefe sentados en la defensa del tráiler. Sabe que no le va a gustar todo esto, aunque ellos no hayan tenido la culpa de nada. En casos como éste lo imagina con la cara del presidente haciendo del baño. Los autos empiezan a moverse. Si los fotógrafos no hubieran dejado la caravana y tomaran otra foto desde adelante se vería así: primero el coche negro que abre camino, la camioneta de la veterinaria, las dos patrullas, el tráiler y la camioneta del ejército. Unos kilómetros después otra camioneta del ejército se une.

El reloj marca la hora de llegada y aún hacen falta treinta kilómetros, que a esa velocidad se harán en más de una hora. Una línea roja se desliza por el cristal. Prende el limpiaparabrisas pero sólo se embarra en varias líneas horizontales. Una segunda línea comienza a bajar lentamente por la ventanilla del copiloto, después otra y luego otra más. Es como si el animal se hubiera derretido. Se le viene a la cabeza un cargamento de helados no entregados a tiempo, de fresa, sandía, cereza. Siente una gota en su hombro y los vellos del cuello y los brazos se le erizan. No la limpia ni la voltea a ver, continúa el camino como si realmente transportara helados.

Las sirenas de las patrullas suenan y todos vuelven a orillarse. El soldado que va en la camioneta de enfrente baja con su rifle en la mano, se acerca al hombre del auto negro y le dice algo al oído. Éste vuelve a prender su auto y se va. Sucede lo mismo con la camioneta de los veterinarios, que ha salido a prisa por la carretera sin importar los policías, los soldados ni los anuncios de cuidado con las vacas. El soldado le hace una seña a él para que salga. Vamos a dejar al animal aquí, ya no tiene caso llevarlo al mar, dice en voz alta antes de que el chofer baje por completo del tráiler. Como él no responde, también agrega: es una orden, y apunta con el dedo hacia arriba. Él dice que no con la cabeza e intenta regresar al tráiler. El soldado lo toma del brazo y lo hace a un lado, truena los dedos viendo hacia los autos y aparecen dos policías. Le preguntan dónde están los seguros, pero él guarda silencio. No hablas o qué, dice uno de los policías. Acá, dice otro cuando los encuentra. Quitan los seguros y empiezan a bajar una de las paredes metálicas de la caja. La sangre se derrama, manchando la tierra de un círculo rojo tan claro que parece pintura. Cuando la pared metálica está más abajo, caen los pedazos de carne y hueso justo en el centro de la mancha roja. Los policías y soldados suben a la caja para terminar de sacar lo que queda y luego le dicen que se vaya.

¿Qué diría su padre? Que él nunca abandonó una carga en la carretera. Mira hacia atrás y aún puede ver la mancha roja, inmensa como el animal. Sube a noventa kilómetros por hora, que después de ir tan lento se sienten todavía más. Maneja así un rato, sin bajar la velocidad ni en las curvas. Siente cuando el tráiler se ladea y luego regresa a su lugar sin ningún esfuerzo, una y otra vez, una y otra vez, hasta que le llega el olor a mar. Lo busca a través de las ventanillas sin encontrarlo, baja la velocidad. Montículos de arena a los lados no lo dejan ver. Ahora puede escucharlo. Cuando ve el agua, detiene el tráiler en medio de la carretera. Arranca el trébol de cuatro hojas del retrovisor y sale de un brinco del tráiler. Camina por la arena lo más rápido que puede y cuando llega a la orilla del mar entra con todo y zapatos. Suelta el trébol de cuatro hojas, que flota sobre el agua casi inmóvil. Un verde se desprende de él y se confunde con el azul. Después se sumerge poco a poco, hasta perderse de vista

Comparte este texto: