Mateo desde la ventana observaba cómo Ciria cortaba cebolla antes de arrojarla al sartén.
Mateo siempre observaba a Ciria.
Ciria lloraba.
Pero no era por la cebolla.
La conversación que tuvo en el teléfono hacía cinco minutos le había hecho trocitos el corazón. Más de los que ella había hecho de la cebolla por la que no lloraba.
Mateo sabía muy bien que posiblemente ese día la comida tendría una sazón de tristeza.
Pero Mateo no hablaba.
Con un pañuelo anaranjado que colgaba de un clavo al lado de la alacena, Ciria se secaba las pupilas inundadas, que la tristeza hacía que fueran negras en vez de los siempre verdes ojos de Ciria.
Ella le contaba de su angustia a Mateo mientras observaba una pequeña planta que resbalaba de la cornisa de aquella ventana que da a la calle, por la que tantos pasan.
Pero Mateo no pronunció ninguna palabra.
El silencio se interrumpió con el ruido de la licuadora, el cual no era tan armonioso como un nocturno de Chopin, pero, a pesar de las diferencias, encerraba quizá el mismo dolor.
Tal vez era la oportunidad para que Mateo dijera algo.
Pero no habló, y ésa fue una razón por la cual Ciria se preguntaba si el amor se deba llorar como se llora cuando se corta cebolla…
Los azulejos –que por cierto, ni eran azules ni estaban lejos (así que deberían llamarse “verdecerca”)– fotografiaban la escena.
Mateo no hablaba, y Ciria no escuchaba otra voz que no fuera el caminar del segundero del reloj de pared, esa cojera de tic tac.
El silencio era más grande que la cocina, que la casa entera, más grande que aquella corta primavera.
Ciria se dirigió al refrigerador y pensó en abrirlo, para colocar en la repisa de en medio su tristeza hasta que se hiciera hielo. Y cuando esto sucediera, sacarla de ahí y colocarla junto a la planta asoleada de la cornisa.
Para poder desaparecerla.
Lo pensó en voz alta.
Pero Mateo no dijo nada, lo cual hizo pensar a Ciria que era una mala idea.
Entonces, “compuso” otro “nocturno” en plena mañana con la licuadora y su voz ronca.
Ciria se quedó ahí, en medio de la cocina, al lado izquierdo de la mañana.
Sus verdes ojos negros aún se bebían el luto de su tristeza.
Ciria se bebió dos vasos de jugo de zanahoria.
Y Mateo nunca dijo ni una sola palabra.
Quizás eso se deba a que Mateo es un gato.