Anacrónicas / La clarividencia de lo ínfimo. Los microgramas de Robert Walser / María Negroni

María Negroni

Ser pequeño y seguir siéndolo.

Al momento de su muerte, Robert Walser (1878-1956) dejó quinientas vientiséis hojas rectangulares, escritas a lápiz, con una letra minúscula, de maniático o iluminado, completamente ilegibles. Las había escrito entre 1924 y 1931, en uno de los hospitales psiquiátricos en los que estuvo internado. La minuciosa labor de Werner Morlang y Bernhard Echte, que dedicaron más de quince años a descifrarlas, puso fin al desconcierto y produjo asombro y algo de consternación.
     ¿Qué son los microgramas? Un fárrago de textos breves, observaciones ambulatorias, sketches de poemas, dramas en verso, anti cuentos de hadas, scherzos estrafalarios, cadenas de especulaciones estéticas, segmentos narrativos que se interrumpen o yuxtaponen con asociaciones imagistes, todo embutido en un aquelarre gráfico, donde no hay una progresión pero sí un estilo, una esgrima verbal meditativa y febril para enfrentar ese ejercicio sin modelo que es la escritura.
     Publicados parcialmente en francés en 2003 por Éditions Zoé, bajo el título Le territoire du crayon (El territorio del lápiz), estos textos espasmódicos no sólo despertaron curiosidad. También suscitaron un debate sobre su pertenencia a la literatura. Sin duda, la polémica tenía antecedentes. Ya en 1945, Jean Dubuffet había acuñado la denominación art brut para aludir al arte de los enfermos mentales y, en este caso, las prolongadas internaciones de Walser en los nosocomios de Waldau y Hérisau, parecían justificar su inclusión. También era posible, claro, optar por considerarlos como «obra de arte de la caligrafía» o intentar agremiarlo con otros artistas, igualmente atentos a la visualidad de sus textos. (Esto último es lo que hizo el Drawing Center de Nueva York, en su exposición Dickinson / Walser: Pencil Sketches, forzando, a mi entender, una afinidad entre la poeta de Amherst y el narrador suizo sobre la precaria base de su propensión a escribir en papelitos).
     Como fuere, una vez descifrados, los microgramas revelaron algo más que una mera gestualidad gráfica. Ninguno de los grandes pequeños temas de Walser está ausente en ellos. Se diría que, antes o después de empezar su periplo por las instituciones psiquiátricas, Walser nunca dejó de anotar el mundo como quien registra una tierra baldía donde se yerguen presencias sin porvenir, ni dejó de verse él mismo en la periferia de la pesadilla burguesa, afuera de los grupos, los viajes, las invitaciones, el éxito. La Naturaleza no viaja, decía. Se hubiera dicho un vanguardista solitario que combinaba lo profético y lo arcaico, lo provinciano y el exilio, la profundidad reflexiva y una suerte de picaresca negra. En 1905, había servido las mesas en un castillo de la Alta Silesia (también fue mayordomo, acompañante, doméstico), y no es improbable que, como lo confesó a un psiquiatra, nunca hubiera tenido relaciones sexuales.
     Escribí profusamente sobre su obra maestra —Jakob von Gunten— en otro lado. Me detuve entonces en su Instituto Benjamenta, esa «institución escolar» que bien podría ser una morgue, donde los alumnos se entrenan, como robots, para ser perros falderos y así acceder al éxtasis gozoso de la obediencia absoluta, a los placeres inconmensurables de la restricción y el sometimiento.
     Una serie resbaladiza de la letra hache tiene lugar aquí: entre humanidad, humildad y humillación, un deslizamiento sutil conduce, paradójicamente a la «casa celestial de la felicidad», donde la voluptuosidad emerge, en todo su esplendor, como una insatisfacción gozosa.
     Nada mejor que un enigma insoluble, podrían decir, de ser interrogados, sus alumnos perdidos en el castillo del desencanto, siempre sedientos de figuras paternas, omnipotentes y a la vez patéticas que los ayuden a transformarse en seres legítimos, monótonos, monosilábicos y sin ambigüedades. Walser mismo buscaba «transformarse en un cero esférico, un misterio para sí mismo».
     Esa ironía, que cancela de antemano toda posible salida espiritual y oculta mal un caudal de sensualidad y deseo, constituye sin duda el telón de fondo sobre el que se explaya la escritura de Walser, como una danza horrenda y bella a la vez, embebida de maldad abstracta. Allí, contra esa oscuridad, se aprecia más el puntillismo de la escritura, siempre alerta a lo más incidental, lo más interesante.
     Elias Canetti dijo que el asilo psiquiátrico era el «monasterio de la modernidad». También leyó el entusiasmo frío de las ficciones de Walser como estrategia para silenciar el miedo y salvarse, anticipándola con saña, de la inesperada crueldad del mundo. En la lectura de Canetti, el loquero deviene explicable: aparece como el único ámbito en el que ya no hay lucha.
     No otra cosa emerge en los microgramas: la misma angustia, el mismo horror a todo. Con esta salvedad: la aparente soltura y el escondite son allí formas de la perseverancia, descarríos que vuelven una y otra vez, con algo de «ladrón, de vagabundo y de genio» (la expresión es de Benjamin) a lo de siempre: a una conciencia de la escritura que nunca desaparece.
     Veamos si puedo ser más clara: los microgramas, en tanto orgías de empequeñecimiento, delatan una preferencia de Walser por las marionetas. Son su apuesta más nítida a la desgracia, lo negativo, el fracaso. Y a su vez, su convicción de que sólo pronunciando un demoníaco ilegible, un contratono irrecuperable, podría, acaso, serle posible sustraerse a la domesticación de la institución literaria, único amo al que no quiso servir.
     Cuentan que uno de sus visitantes en el asilo de Waldau quiso saber si estaba escribiendo. Walser lo miró sorprendido: «No estoy aquí para escribir, sino para estar loco».
     La frase es de una sagacidad extraordinaria. Hace de la locura un derecho, un antídoto contra el horrible deber de escribir. En ese gesto paradojal se alumbra, también, uno de los escritores más irrepetibles del siglo xx.

 

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