Farai un vers de dreyt nien, escribió hace más de diez siglos Guillaume d’Aquitaine. Ésa ha sido siempre la ambición del poema. Hablar de nada. Es decir, ser la acústica del alma para oír, tal vez, eso que llama en el llamado sin palabras. Una vox sola. Un vértigo o vocación que regresa de sí a sí, como una flecha suspendida en un país donde acaso nunca estuvo y al cual está volviendo siempre, en su quietud emocionada de viajar.
Más. Perdida, de algún modo, entre la infancia y la historia, la poesía es una suerte de inversión temporal. En ella, podría decirse, el duelo se antepone a la muerte, que, en un sentido, nunca llega porque no ha dejado de ocurrir, como tampoco han dejado de ocurrir los ríos, los pájaros o el lento amanecer. De ahí esa rigidez un poco onírica, esa levísima capa sepulcral que su discurso exhibe, como si quisiera poner en evidencia no lo que dice, sino lo que permanece sin decir.
En cuanto a las palabras mismas, viajan siempre de lo que no saben a lo que no saben, como pequeños animales cuya única ambición fuera perderse, mejorar la calidad de su ignorancia. Aquí radica, tal vez, uno de sus rasgos más paradojales: su obstinada relación con la pasión del pensamiento.
No hay, que yo sepa, poesía sin ideas. O quizá habría que decir: poesía sin búsqueda de ideas, del mismo modo que no hay pensamiento que no intente captar lo que «se» dice en el lenguaje. Macedonio hizo de esa tozudez una aporía. Según nos cuenta Piglia en su libro Formas breves, el maestro de Borges aseguraba que una obra literaria puede expresar pensamientos tan difíciles y abstractos como una obra filosófica, pero sólo a condición de no haberlos pensado todavía.
En ese cruce o quiasmo invertido entre un lenguaje que, emocionado de sí mismo, habla sin comprender del todo los sonidos que produce, y un intelecto que comprende sin poder expresar aquello que ha entendido (porque las palabras lo rehúyen), el italiano Giorgio Agamben ubicó, siguiendo a Dante, la «doble inefabilidad» de la poesía: «en toda enunciación poética genuina», escribió, «el lenguaje vuelve a encontrarse, al final, conducido de nuevo al lenguaje, y la comprensión a la comprensión, ratificando, sin embargo, en ese decisivo intercambio, la innata vocación pensante del poema y el impulso poetizador del pensamiento». Algo parecido intuyó, sin duda, Edmond Jabès cuando acuñó la imagen de un cuerpo gemelo con dos cabezas separadas.
¿Qué se dice y qué se piensa en ese verso de Paul Éluard «el cuervo sabio renacerá más rojo que nunca»? Aunque quisiera, no podría decirlo, porque la glosa, se sabe, no existe en los poemas. (A lo sumo, tendría que repetir el verso). Y sin embargo, en esa conciencia desgarrada que se abre entre saber que la expresión verbal no suplanta la experiencia y sospechar que no existe nada anterior al lenguaje, una ráfaga irrumpe y nos pone en contacto con nosotros mismos, dejándonos por suerte a la intemperie. A esto lo llamamos escuchar el silencio, adentrarse en su regazo escurridizo, irremplazable.