Hay que imaginarse una fila de chicas idénticas, vestidas y peinadas igual que, enlazadas entre sí por la cintura, se mueven al compás de un cancán, alzando sus piernas al unísono en agraciadas pataletas.
Mezcla de miniatura y cajita musical, estas chicas fueron concebidas por el británico John Tiller en 1890, poco después de la Primera Gran Exposición Mundial del Palacio de Cristal de Londres.
Eran épocas difíciles: el fordismo acorralaba a las masas en el anonimato y el caos parecía arrasar con todas las reglas conocidas de producción y consumo. Tiller fue el primero en intuir —con la certeza de un maníaco— el efecto tranquilizador que tal exactitud, con su ethos de optimismo y eficiencia, produciría en el espectador. El éxito fue inmediato y no pasó mucho tiempo hasta que, mimado por las grandes capitales europeas, abriera su propia escuela de baile en la calle 72 del Upper West Side de Manhattan.
Esto no explica, sin embargo, la fascinación que aún hoy despiertan sus bailarinas: al moverse como autómatas, como muñecas de engranaje perfecto, se vuelven objetos de fantasía. Yo diría que una suerte de encarnación de las niñas o de todas las novias del mundo se materializa en ellas y que el chorus line, con sus líneas disciplinadas y sus misterios de pantomima. Abre, entre la maravilla infantil del circo y la opacidad del deseo, una línea de puntos suspensivos que funciona como ensoñadero para adultos.
Hemos visto fotos y películas de estas chicas bailando en el Folies Bergère de París. También actuaron en el Radio City Musical Hall de Nueva York, y los turistas —incluida la clase media de Nueva Jersey— siguen sometiéndose hoy a larguísimas colas para ver a sus herederas, las famosas Rockettes, a quienes consideran un landmark de la ciudad, casi tan imprescindible como el Empire State Building o la Estatua de la Libertad.
Conocidas sucesivamente como Tiller Girls, Palace Girls, Lollipops o Sunshine Girls —todos nombres encantados— estas chicas inspiraron a la videoartista Natalie Bookchin un trabajo que tituló, en obvia referencia a Kracauer, Mass Ornament: The Twenty-First Century Tiller Girls. La obra vale la pena: Bookchin levantó de YouTube un caudal impresionante de clips con chicas bailando solas en sus cuartos, y luego las digitalizó, coreografiándolas al estilo Tiller. Si entiendo bien, la obra se propone sugerir que, en la era de los hypermedia, el consumo narcisista de la propia imagen es, a la vez, enfermedad y remedio adictivo. También —pero de esto no tengo pruebas— que, ante la mecanización creciente de los cuerpos, bailar puede ser un brindis, una manera de celebrar esos sepulcros animados que han sido, desde siempre, las imágenes.