«Islandia, te he soñado largamente / desde aquella mañana en que mi padre / le dio al niño que he sido y que no ha muerto / una versión de la Völsunga Saga» .
En efecto: Borges soñó a Islandia largamente. La volvió geografía, sintaxis del agua y crónica del vacío. Como si la distancia le hubiera cedido un emblema. O mejor, una astucia, un viaje a una palabra abrupta, como una espada: el lugar de fundación de una escritura.
La materia escandinava, digamos, le permite encarnar la figura del escritor des-territorializado (que fraguara en «El escritor argentino y la tradición») mucho antes de que la academia norteamericana inventara ese término. Absuelta de toda memoria personal o local, la «última Thule» deviene tamaño de la esperanza borgeana: encontrarle la metafísica y la música y el temblor a la fatalidad de ser argentinos bien puede ahora avenirse con algo que no es (ni quiere ser) fatalmente reconocible.
Todos los temas y figuras de Islandia pueden verse, en suma, como variaciones de una fuga musical imaginaria donde los componentes desmienten cualquier adscripción a un referente cercano. Al postularse como «invención», Islandia se transforma a la vez en cifra, en oposición a los discursos biempensantes y en manifiesto estético. De hecho, proyectado contra las tempestades de esa isla, el mundo incrementa su activo de noche, escapa de las políticas de la «identidad» que ignoran siempre lo conjetural y son, por ende, carcelarias. Estamos en presencia de una ética del desequilibrio, cuyo fin es hallar un registro que trabaje a favor de los alzamientos, lo fantasmático y el vértigo.
El impulso épico descubre, de ese modo, lo que suele velar: que en la urgencia de entregarse a una obsesión hay siempre un deseo de alcanzar lo más actual por lo más arcaico, lo más elusivo por la perduración del sueño, lo que no se cumplió por la tristeza que no se abandonará.
Es, una vez más, invierno. La noche es una intensidad de estrellas y posibles analogías. La soledad es un lujo. Pero ellos no lo notan. Se preguntan en qué antro se habrá metido el océano, qué ataduras de hielo lo habrán flechado. Hasta cuándo va a durar la necesidad de sufrir. Hasta cuándo reemplazarán la patria con palabras rojas. Son los escaldas. Es Islandia que canta, con seriedad de niña guerrera, afligida por una sola ambición, lo inexplicable.