En 1796, confundido o hastiado del rumbo que tomaba la Revolución Francesa, William Beckford, dilettante excéntrico y autor del Vathek, abandonó París y regresó a Inglaterra, donde hizo construir el edificio más sensacional del revival gótico, el castillo de Fonthill. Allí vivió, sin interrupciones, como un recluso, coleccionando curiosidades durante cincuenta años, hasta la fecha de su muerte en 1844.
Beckford no fue el único en soñar un castillo o en hacer de él un refugio. Un poco antes Sade y Walpole, y más tarde Breton y Jung, soñaron o acometieron gestas parecidas. De Horace Walpole, por ejemplo, se cuenta que en 1748 comenzó la construcción obsesiva de Strawberry Hill. Durante más de dieciséis años desplegó una actividad agotadora de collage, adosando nuevos cuerpos a su mansión, al tiempo que la amueblaba con la paciencia un poco despectiva del dandy, sin que nada lograra satisfacerlo. Un día, al borde de la fiebre, soñó otro castillo y el imperativo de hacerlo existir. Este segundo castillo es El castillo de Otranto (1764), libro que escribió de un tirón, atento sólo a lo que le susurraba la desmesura de su sueño. Construyó así no una casa suya, sino una casa para su deseo, encontrando al fin la forma imaginaria, es decir real, de su castillo.
El episodio es crucial. Con él se quiebra, por primera vez, el mito eficaz del Siglo de las Luces, se desmorona una confianza, lo solar se tiñe de noche. La intuición ha sido concisa: si lo real excede lo constatable, entonces la oscuridad es un don, en tanto conciencia de la opacidad del mundo. El desamparo que resulta es deslumbrante. Toda la estética gótica está cifrada allí. Para ella, como hubiera dicho un sabio medieval, las cosas que no son, son mejores que las cosas que son.
Se equivoca quien impute a esta estética un afán reaccionario. Es cierto, los castillos góticos son por definición lugares arcaicos. Pero también, sin duda por eso mismo, albergan, en su arquitectura de exceso, sueños suturados, osarios de sombras que iluminan las zonas más sordas de la experiencia humana, permitiendo el acceso a un saber alucinatorio. De ellos deriva una nueva mirada, un pathos que levanta lo inactual como estandarte y hace de la errancia imaginaria un baluarte contra la escena iluminada de la historia. Entre la ideología y el crimen, la gótica prefiere una epopeya de lo intenso que tiende a rehabilitar la locura como vía negativa, a la vez que postula lo improbable como antídoto a toda trascendencia. Frente al reino de las clasificaciones que precede siempre al de la policía, propone una solución lírica: no elegir sino avivar las tensiones; no obturar la locura, abrirle paso a su figura fantasmagórica, transformándola en espacio metafísico.
Hay que remontar la noche como un río tenebroso para intuir de qué están hechas estas fortalezas, qué se esconde tras esos barcos-fantasmas, la consternación de su estructura laberíntica, sus trampas, activadas por nadie o por espectros materiales. Acaso una maquinaria lírica soltera (Deleuze), es decir, una máquina de producir vacío, una estructura melancólica que interpone una falla en la coherencia arbitraria de toda representación y, en ese sentido, constituye un espacio de fuga a contrapelo de la realidad, tal como normalmente se la concibe. Así, entre la actividad riesgosa del exilio y la tentativa de edificar una casa humana entre la Nada y lo Absoluto, el castillo gótico cierra al mundo un centro de gravedad negro para abrirlo sólo a la noche interior y, en este sentido, se identifica con la poesía o mejor, es su devenir lírico transformado en interrogación. Su insumisión espectacular ante lo literal, lo lleva a desmantelar el orden de los principios (es decir, del sujeto y la voluntad) y a tramar un territorio de preguntas, encallado en la experiencia, los objetos y la sensibilidad, conquistando el vacío que funda y niega, al mismo tiempo, lo impensable. Contra lo noble o ejemplar del ser humano, la poesía —igual que el castillo gótico— opone la violencia de un movimiento que una y otra vez es fiel a sus tristezas.
Tras la empalizada gótica, en suma, no sólo hay antros, soledades horripilantes y jovencitas inocentes entre heraldos del mal. También hay, sobre todo, una fuerza centrífuga, un espacio móvil, contradictorio y frágil que, como en las carceri d’invenzione de Piranesi, encabalga el vacío e instaura un principio fantasmático que, al reafirmar su inacabado esencial, impide la plenitud petrificada y petrificante de todo discurso realista o totalitario.
La lírica nace y se derrocha allí, como en esos parajes inestables donde lo único infalible es el desvío. Allí el alma transforma sus tristezas en una metáfora infinita de lo extraño, es decir de la aterradora libertad.