Anónima, hecha de miles de pequeños bloques interconectados, como la Gran Muralla China o el juego Mis ladrillos, la enciclopedia no es exactamente un libro. Se diría que, más acá o más allá de él, constituye algo así como un «lugar de la cultura para los que no tienen cultura», una summa de conocimientos de divulgación, de informaciones de segunda mano cuya matriz, modesta y aristocrática a la vez, oculta mal su función compensatoria: si no se pueden poseer los bienes culturales, al menos puede disponerse de su representación, de sus famélicos íconos, de sus avatares clasificados y ordenados, bajo una apariencia de totalidad. Alguna vez, entrevistado por Antonio Carrizo, Borges ironizó: «Creo que las enciclopedias son la mejor lectura. Sobre todo para un hombre, digamos, semi instruido como yo».
Lo cierto es que el autor de Ficciones vio (y utilizó) antes que nadie —muchísimo antes de que existiera internet— la infinita potencialidad de la enciclopedia. En ella, no sólo pudo encontrar bibliografías exóticas, surfear culturas, multiplicar las fuentes de un problema y las posibles citas que lo ilustran, sino que dio con un ardid para ejercer, con disimulo, la autoridad, e incluso la ostentación o la pedantería. En ese espacio, que reproduce a escala, en un formato relativamente portátil, la lógica que gobierna una biblioteca, encontró su modelo por excelencia para leer y escribir, y también para desenmascarar la radical inestabilidad que atañe a toda relación de propiedad con el saber.
Con este agregado: de la biblioteca y la enciclopedia, no sólo le interesó la idea de tesoro o archivo, sino también —sobre todo— su propensión al delirio, cuando la propia razón omnívora que la sostiene empuja el orden al desorden, lo familiar a lo extraño, la regularidad a la excepción. En otras palabras, cuando esas dos instituciones, bajo su aparente fachada de amparo y asepsia, se ponen a «maquinar», dando lugar a una inteligencia oblicua que trama relaciones impías y transforma al mundo en espacio de aberraciones y maravillas. No otra cosa son los famosos laberintos de Borges. No otra cosa guardan esas regiones encuadernadas de incertidumbre, con sus fábricas de sentido insomne y voraz.