a Erri de Luca
Dicen que Goethe concibió la frase en su Italienische Reise (Viaje italiano, 1816), aunque algunos prefieren atribuírsela a Conrad, que la incluyó en su cuento «Il Conde» (1908) como advertencia del encanto fatal de la ciudad.
Nápoles, se sabe, fue escala obligatoria en el Grand Tour, durante los siglos xviii y xix. Aquí estaba la puerta de acceso al mundo clásico. Los griegos habían surcado el Tirreno con sus velas y le otorgaron su nombre femenino de Nea Polis (ciudad nueva) antes de que Virgilio, siglos después, la eligiera como puerta de entrada al Averno, y lo hiciera descender a Eneas, vivo, al reino de los muertos.
Muchos fueron, por entonces, los viaggiatori di talento. Se sabe que Oscar Wilde fue habitué del famoso café Gambrinus, que Melville recaló en su puerto, que Verdi y Rossini dirigieron la famosa Ópera de San Carlo, que Stendhal fue otra de sus víctimas felices. Todos se llevaron de ella retazos de asombro que luego coserían en sus obras con mayor o menor disimulo.
Ese desfile ilustrado no mermó a principios del siglo xx. Adorno, Kracauer, Bloch y, sobre todo, Benjamin, tuvieron allí algunas intuiciones que serían cruciales para su pensamiento. Se me ocurre, por ejemplo, que Nápoles precedió a París en la percepción benjaminiana de la ciudad moderna. Dotada de extraordinarias galerías y pasajes, como la majestuosa Galería Umberto I, de ferias y mercados, y sobre todo de gentíos dispuestos al placer interminable de mirar, Nápoles debe de haberle sugerido la idea de una inmensa maquinaria teatral, propensa al espectáculo, como la que más tarde encontraría en la fantasmagoría de París.
Todavía hoy, cuando cunde por doquier la homogeneización global de un mundo regido por el consumo y la informática, Nápoles sigue como un signo descarriado. Se diría que una insubordinación esencial la enaltece, la corroe y la protege; que, aferrada a algo inactual, escribe con faltas de ortografía todo un dialecto de gestos, de apasionadas interacciones humanas, rimando físicamente con los cuerpos que la habitan en medio de una tromba de vida intempestiva. La fluidez, digamos, es su firma, su modo de exhibir heridas con orgullo.
Es cierto, hay un lungomare y una bahía blanquísima, repleta de barcas, cruceros y enormes barcos que acarrean petróleo. Pero la ciudad no está ahí, en su puerto, bajo el sol reverberante. La ciudad está atrás, empotrada en la montaña que asciende, sin dilación, y desemboca en espirales sin comienzo ni fin, donde hasta el viento se pierde. Eso es «la vera Napoli»: un todo con la roca y un laberinto nervioso. Me explico: no hay forma de vivir en Nápoles sin pertenecer a un caos donde las categorías de interior y exterior no rigen. No es sólo que el exterior está adentro, es que la casa está afuera, con su ropa tendida sobre la calle, donde también se cena, se juega a las cartas, se venden cosas, los chicos hacen deberes o juegan a la pelota, y los peatones caminan entre los autos y las motonetas, sorteando todo tipo de obstáculos.
¿Tengo que agregar que Nápoles es pobre de pobreza absoluta? ¿Que aún hoy los políticos prometen pasta e scarpe (pasta y calzado) a cambio de votos? Y, sin embargo, todo el repertorio de la fiebre está en ella, como están las vueltas de la tarantela, el desparpajo y la aceptación del azar y sus riesgos. Quizá por eso no puedo alejarme del radio que va desde la imponente Piazza del Plebiscito hasta el Duomo. En vano, subo las colinas del Vomero para visitar el castillo Sant’Elmo o el convento de La Certosa, o bien desciendo hasta la Mergellina para respirar el aire del mar frente al Vesubio. Termino siempre donde empecé, como imantada, en medio del hacinamiento. Estoy aquí, me digo, para percibir qué espesor tienen las varias crisis que pueden adivinarse (pero no verse) en los empedrados, para sentir cómo es estar en la ciudad más densamente poblada de Europa, la más vapuleada por los terremotos, las pestes, las epidemias, la camorra, las invasiones y los burdeles, que contagiaron al mundo el famoso «mal napolitano» (la sífilis).
¿Qué duda cabe? Nápoles es una ciudad sucia, ruidosa, caótica, deslumbrante. Entre el panorama y la miniatura, nada falta, ni siquiera la muerte. Se diría que está presente con saña y, acaso también, con algo de animismo tropical. En cada cuadra, excavadas en el muro, cuento hasta el cansancio las capillas improvisadas como teatritos de vidrio, que cada barrio alza, restaura y conserva con la foto de sus difuntos. Veo también los afiches caseros con que los deudos anuncian la pérdida de sus seres queridos o bien, los recuerdan en el aniversario de su deceso, sin la distancia fría del aviso fúnebre. Será, me digo, que Nápoles sabe morir. O bien, que en su sangre persiste el impulso barroco que llevó al príncipe Raimondo di Sangro (1710-1777) a edificarse, en la Capilla Sansevero, un mausoleo que es, a la vez, templo masónico, casa filosofal, fábrica alquímica y sala de máquinas anatómicas.
Me quedo, por un momento, quieta. Atenta a una música rota, un paisaje que no es un paisaje. Miro a mi alrededor como para hacerme visible a mí misma. Acabo de comprarme un ejemplar de los Epigramas de Marcial, en latín. Es obvio que estoy aquí, en mi propio Grand Tour incumplido, a la espera de que algo elusivo, deseante, menesteroso, me conceda una gracia, el roce de algo inadvertido. Entonces, dejo de pensar. Entro en un estado de infancia, me someto al doble fondo de lo que no veo, y me dejo fascinar por los minúsculos pesebres que los artesanos construyen ahí mismo, a la vista de todos, como si quisieran sumar su propio catálogo de ensueño a la realidad infinita.
Se apagan por un momento las luces. Se apagan las voces, los ecos, el afán de los seres de tatuarse el terror, la repulsión, el fastidio y por qué no, también, la felicidad. Algo indócil me toca, algo que mira al Sur y al Oriente, con todas las ventajas de lo imperfecto y lo vivo.