En Argentina no se la conoce. Sus libros, todos publicados por Siruela, apenas han llegado al país, y eso a cuentagotas y sólo para alguna feria del libro.
En mi caso, tuve la suerte de descubrirla en México y ya no dejé de seguirla. Como Fleur Jaeggy, Pierre Michon, o Agotha Kristof, Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957) pertenece a esa estirpe de escritores que, sin figurar en las mesas más visibles de las librerías, hacen de la inteligencia verbal un escalpelo a favor del misterio.
Sus textos son díscolos. De una obsesión perfecta y patológica. En ellos, la anécdota no importa, no hay personajes sin fallas, ni encadenamientos temporales y lógicos que podrían apuntar a un final para colmar el sentido y tranquilizar al lector. Estos textos hacen otra cosa: ponen en marcha estructuras abiertas involucradas en decir la herida vital, esa que sólo se hace visible cuando la letra consigue rasgar la lápida de la representación. O bien, lo que es igual, suspende las reglas de la retórica y la composición para que las frases caigan, sin obstáculos, directo a lo negro, lo agujereado.
En su novela El faro por dentro, por ejemplo, hay un faro, un perro (presumiblemente mudo, presumiblemente perro) y un ser sólo esbozado: un hombre que tal vez sufrió un accidente, del que nada sabemos, y que ahora, guiado por su propia oscuridad, intenta pegar los fragmentos de una figura rota para siempre.
¿De dónde sale este álbum de pesadillas? ¿Por qué el narrador emite un discurso técnico especializado, propio de una ficción científica? ¿Por qué redacta protocolos de avería como quien diluye tinta en el vaso de la cabeza? ¿El laconismo lo protege de la tristeza? ¿Hace cuánto que registra su existencia con la precisión de un loco?
No se sabe. Todo lo que recibe el lector es un monólogo nervioso, que cada tanto logra, con total prescindencia de adjetivos, horadar la complejidad de lo humano y del mundo.
«Sólo los jeroglíficos no mienten», escribe Menchu Gutiérrez. «Ésa es mi tesis».
Quizá debiera aclararlo. No es que no haya, en un sentido estricto, relato; es que el relato se escabulle todo el tiempo y permanece ajeno para nosotros e incluso, me atrevería a decir, para el propio narrador. Es más: a veces, lo cubre todo una sombra, la densidad de una niebla, una noche de tormenta. Entonces todo lo que queda es el faro: ese espacio de intimidad que, como en la novela de Virginia Woolf, es a la vez encierro, antesala del deseo e inaudita promesa.
Atraídos fatalmente por lo que no ven, también los adolescentes de la nouvelle Viaje de estudios se dirigen de orfanato en orfanato, de monasterio en monasterio, de estación de tren en estación de tren, al cero absoluto del enigma que son.
Cercados como están por el blanco de la nieve, y amenazados por siniestros —e insondables— círculos negros, los jóvenes avanzan por una anatomía fría y prodigiosa, como agrimensores del vacío: sin meta, sin razón y sin sentido, un poco al estilo de los moradores del cilindro de El despoblador.
No exagero: Viaje de estudios podría haber sido escrita por Beckett. La densidad alegórica, el lirismo parco, los decorados como islotes significantes y la sospecha de que el presente puro de la narración sólo puede ejercerlo la muerte, son comunes a ambos escritores.
También lo es la exigencia de que el lector se avenga a lo conjetural, que acepte las trabas, las turbulencias, la falta de linealidad, que vislumbre ese aquí que siempre apunta a un más allá.
Lo bello es una categoría de lo raro, escribió Mujica Láinez.
En este caso, la rareza no se reduce, al menos no tan sólo, a la sintaxis o la tensión lingüística. Lo que aquí prevalece es, más bien, cierta lentitud, una gestualidad meditativa que, apurada por aportar a la prosa algo de la fuerza de la poesía, no deja de entreverarse de silencio.
A esa modestia aséptica y laboriosa le debe el lector su felicidad, el goce de perderse como paseante del relato, de circular por los pasillos de lo diferido y lo inhóspito a ver si así consigue adueñarse de una moneda de inquietud. El énfasis, en todo caso, reside en la promesa de una anhelada hecatombe: el resultado es una estética intranquila que interrumpe por momentos la gravedad y hace del secreto, esa luz sólo visible por dentro, una virtud descomunal.