Muy temprano, mucho antes de intentar escribir, cuando todavía el placer de la lectura lo colmaba todo, me llamó la atención que casi todos los libros fundacionales de la literatura occidental y oriental repetían un mismo esquema narrativo: en ellos, un héroe, indefectiblemente masculino, se embarcaba en un viaje saturado de riesgos, enfrentaba aventuras y pruebas, y al fin desembocaba en un conocimiento difícil. A la Muerte, es decir al Tiempo que había sido su Maestro, le correspondía un papel fundamental en estas epopeyas, pero, en cambio, era todo suyo el mérito de haberse expuesto a la intemperie, sin medir las posibles consecuencias: el atrevimiento, en suma, de arriesgarlo todo, de entregarlo todo, de perderlo todo.
A esto lo llamamos épica. Sin duda, porque el viaje se identifica, tarde o temprano, con el agon, ese enfrentamiento con las circunstancias que, sabemos, son siempre adversas. No necesito agregar que fui lectora voraz de esos textos y que encontré en su carga de duelo y desarraigo el camino hacia las preguntas que importan.
El tópico del viaje era, sin duda, astuto. Incluía, por añadidura, el exilio y también el silencio que reclamaría más tarde la conocida fórmula de Joyce. No hay, por lo demás, mejor metáfora para la vida o la escritura. Tanto en una como en la otra, lo que importa es el presente continuo del verbo, el estar yendo, no la meta. «Que el camino sea largo», pidió Kavafis. «Ithaca te habrá dado el viaje».
Fue recién a fines de los ochenta, mientras hacía un doctorado en Nueva York —y tenía a mi disposición la biblioteca entera de la Universidad de Columbia (aún no había internet)—, que empecé a preguntarme si existían épicas protagonizadas y escritas por mujeres.
La pesquisa no dio resultados memorables.
En realidad, lo único que por entonces encontré fue un libro de la norteamericana Hilda Doolittle que hilvanaba, en un collar de poemas-islas, algunos episodios de la Ilíada, desde la perspectiva de la troyana Helena. La existencia de ese libro, titulado Helena en Egipto (pero que H. D. llamaba sus Cantos, en obvia competencia con Pound, que había sido su primer novio), me entusiasmó de tal modo que lo traduje enseguida para una editorial venezolana.
Años más tarde, tuve yo misma el descaro de incursionar en esos territorios con mi libro Islandia.
Se sabe que Islandia, como espacio de insumisión y caldero de sagas y poetas, pertenece hoy, de algún modo, a la tradición argentina, gracias a la literatura de Borges. También que todo empezó cuando un puñado de noruegos prefirió lanzarse al mar, a la intemperie y al cansancio, con tal de no someterse a Harald, el de la Cabellera Hermosa, que pretendía unificar el reino.
En ese universo huérfano, o Última Thule, instalé una ambigüedad, una suerte de enfrentamiento en sordina entre dos voces bien diferenciadas: una grave, trágica y distante —que reescribe, en prosa, el gesto indócil de esos hombres—, y otra
—escrita en verso— plagada de arcaísmos, plagios e insolencias, perpetraban una suerte de glosa irónica y desentonada, por donde se cuela la voz ácida de un sujeto femenino contemporáneo. No necesito aclarar que ese dúo tonal era también un duelo por la tenencia del lenguaje y una pregunta sobre la pertinencia, la posibilidad y los riesgos que conlleva, para lo femenino, dejar atrás la intimidad para exponerse a las tarimas del poder, la historia y la violencia.
Salí de la escritura de ese libro felizmente confundida. Es cierto, había logrado plasmar en un tapiz de grandes dimensiones una suerte de debate lingüístico y político (al estilo de los debates medievales) pero, en cambio, tengo que decirlo: la pericia insegura de esos hombres, sus constantes incursiones en la muerte, me habían seducido por completo. Es cierto que los gestos del saqueo y la ironía de la voz femenina servían de contrapunto, iluminaban aspectos ocultos, volvían posible la crítica, pero en cambio, no alcanzaban, no todavía, para dar con esa música mayor que llega cuando nos dimos por vencidos y no esperamos nada. Había que empezar por otro lado.
Pasó mucho tiempo antes de que descubriera en Venecia una tela de Vittore Carpaccio, titulada Sogno di Orsola, donde una joven dormida recibía la visita de un Ángel que le traía una pluma para escribir en la mano. La escena me pareció una Anunciación de la Escritura y empecé a averiguar quién era la agraciada.
La historia de Úrsula, descubrí muy pronto, forma parte de la Legenda Áurea, un verdadero best–seller medieval, lleno de parábolas, milagros y etimologías fantásticas que compiló hacia 1250 el genovés Jacobus da Voragine. Allí Úrsula —hija primogénita y heredera del rey de Cornwallis— recibe de improviso una indeseada propuesta de matrimonio. El padre vacila (Ætherius, el pretendiente, es poderoso). Úrsula protesta, ruega, se enfurece. Un ángel se le aparece en un sueño y le sugiere una estrategia para postergar (y, acaso, evitar) los esponsales: que pida al pretendiente barcos, once mil vírgenes y tres años para hacer una peregrinación a Roma. El pretendiente acepta. Úrsula junta naves, provisiones, y una vez que tiene con ella a las mujeres, pone en marcha el cortejo de barcos, remonta el Rhin, hace escala en Colonia, Bingen, Basel, cruza los Alpes con las vírgenes a pie, se hace bautizar en Roma, y emprende el viaje de regreso. Al entrar por segunda vez en Colonia, la interceptan las huestes del bárbaro Atila. Ese día, la masacre se adueña del paisaje: mueren todas.
No lo pensé demasiado. Úrsula no era, en la Leyenda Dorada, la única mujer. Pero sí la única viajera. Contaba, a mi favor, con varios ciclos pictóricos (el de Carpaccio y el de Memling, entre otros), con numerosas versiones, todas contradictorias, anacrónicas e inverosímiles (¿a quién se le podía ocurrir un viaje emprendido por mujeres solas en épocas en que la noche era regida por lobos, no sólo humanos?), y, sobre todo, con la dicha de que ese viaje, atónito y maravilloso, inspiraría, siglos más tarde, a la gran mística y compositora Hildegard de Bingen.
¿Me tomé demasiadas libertades? Puede ser. En mi relato, las mujeres que acompañan a Úrsula no son vírgenes. Tampoco son once mil, apenas once. Cada una trae su pequeño cargamento de horror y de culpa, de afrenta pasada y temor futuro, de ambición y decepción estética, amorosa y política, y se lo entrega a Úrsula para que ella teja con eso algo parecido a un signo. Quién sabe: si logran persistir en el desorden y tolerar su propia noche, tal vez puedan poseer (no padecer) la orfandad que las consume.
Como si armaran un friso, esas mujeres dicen su parlamento: Cordula, alegre y frívola. Ottilia, con su belleza ajada. Isegault, que goza del rechazo. Senia y su secreto. Saturnia, atada al odio y la derrota. Saulæ, envidiosa y competititva. Sambiatia, que escribe poemas como catedrales. Marion, la traidora. Brictola, tan lúcida que duele. La suave Marthen. Y Pinnosa —cuyo nombre alude a Spinoza—en su nave redonda, en busca de la Cifra.
Entonces dice Úrsula: No hago más que hacer planes para mi demencia. ¿Por qué la ausencia es voluptuosa? Y después calla o delira, o tal vez baja a las criptas de algún monasterio y reza como quien dice: Dios es esta desaparición.
Cosas así.
Úrsula, digamos, realiza su propia catábasis. La navegación es su descenso. No es Ætherius de quien huye, al menos no tan sólo. Ætherius es un signo: ha llegado para enfrentarla a un enigma, el más difícil, el que cifra su propia vida. Durante el viaje, no ha dejado de escribirle cartas. Confía en mí, le dice. No es un suntuoso maritagium lo que yo quiero darte sino aquello que no tengo… O bien: Úrsula, estás en mí y no estás en mí. Me ausento y el deseo me persigue. Me acerco y no me curo. La noche larga me impacienta tanto como la breve. Estoy cansado de no ser. Por eso navego al revés. Me guían tus pasos asustados. No temas, juntos aprenderemos a vivir. Ojalá me tuvieras encerrado.
Son cartas excesivas: amorosas. Y, en ese vaivén que el viaje instala, en esa conversación callada entre distancia y deseo, Úrsula vacila. Empieza a buscar a Ætherius por el río, a buscar eso, humano y más que humano, que podría rescatarla.
«El amor», escribió María Zambrano, «es el agente de destrucción más poderoso que existe, porque al descubrir la inadecuación y a veces la inanidad de su objeto, deja libre un vacío, una nada aterradora. Y al destruir de ese modo, como fuego que depura, da nacimiento a la conciencia, y exige, en realidad, hacer del propio ser una ofrenda, eso que es tan difícil de nombrar hoy: un sacrificio, el sacrificio único y verdadero, que anticipa la muerte, pues el que de veras ama, muere ya en vida».
Privilegio paradójico el amor: todo lo da, todo lo quiere. Por eso Úrsula, también ella hija absoluta y novia imposible como Antígona o Ifigenia, se dirige como una sombra diáfana (tan diáfana que carece de imagen) al centro del ser, donde la espera una suerte de reconocimiento o anagnórisis.
Más cerca del «quedéme y olvidéme» de San Juan de la Cruz, la épica femenina tiene, si se quiere, un atributo único, la desnudez. Con él, abre un tiempo y un espacio de germinación que, a partir de un silencio hermético, encuentra su palabra muda. Y con esa palabra, que gira hacia el adentro (e incluso más adentro del adentro), inaugura una disposición de escucha donde tal vez sea posible formular la pregunta por el sufrimiento y su sentido, por la inasibilidad de lo real, y en última instancia, por nuestra condición efímera.
Como dice Pinnosa: Completamente ida, Úrsula, completamente ida, completamente abierta… Amada en el Amado, Anima Mundi. Que luego esa impronta alcance para derribar los muros de la razón, los archivos del poder, las mayúsculas del día y sus violencias, es secundario. Está en juego algo mucho más grande: la posibilidad de abrirse a una mínima promesa de vida verdadera.
Una última observación. También la poesía, de más está decirlo, se para ante el mundo así. También postula el asombro y la perplejidad como caminos y se opone, por definición, a cualquier variante del autoritarismo, empezando por el lenguaje mismo. Escribir, podría decirse, equivale a suprimirse. En el sentido más desesperado. Saber que el poema no sirve para nada pero, aparte de eso, es una casa o un aula o un cofre que, como una clavis universalis, incluye la dialéctica, la eterna imagen del Amado, la posibilidad de perder la propia vida, los Remedia Amoris de Ovidio y cualquier otro enigma memorable.
Desde la publicación de Islandia (1994) y El sueño de Úrsula (1998) hasta hoy pasaron más o menos veinte años. En ese lapso viví, escribí muchos libros, dejé de lado la pregunta por la épica femenina, o acaso, más bien, comprendí que las sagas «masculinas» me seducían porque los héroes, incluso proyectados contra los grandes telones del prestigio, el coraje y la argucia, eran vulnerables y también fracasaban y ese fracaso era hermoso y traía en las manos un don. A eso le llamaba yo la música mayor. A ese enfrentamiento que no ocurría en las batallas sino en la más ardua soledad, cuando la pregunta por la existencia y el sentido nos acucia y nos sume en el pavor y el desconcierto.
Podría, incluso, complejizar aún más la discusión proponiendo una hipótesis del todo imprudente: que la literatura y el arte, en general, son intrínsecamente femeninos. ¿No nacen, acaso, de intimar con la noche, el cuerpo, la muerte, el deseo, el sueño o la locura, todos elementos que han sido desde siempre identificados con el principio de la femenino? Pero no lo haré. Esa discusión me distraería de defender la soledad, y sus secretos alimentos. O bien, me demoraría para llegar a ese lugar que todavía no conozco, donde se nace del todo y el corazón puede ponerse entero porque ahora morir es su casa.