Se sabe que Borges, en su célebre cuento, hizo descender al narrador a un sótano y allí le concedió la visión de un punto minúsculo que, paradójicamente, contenía la infinitud atemporal de todo.
Siempre me pareció que ese sótano —tan parecido a la muerte y, acaso, tan magnánimo e intolerable como ella— era una imagen de la literatura y que ese punto minúsculo, donde lo real se condensa y refracta a la vez, podía verse como una biblioteca donde, si fuéramos dioses, podríamos leer (y acaso descifrar) el enigma que somos.
Michon propone un viaje similar. Sus libros son descensos, propuestas intranquilizadoras, modos felices de la perplejidad. También son cajas de resonancia donde se escuchan voces fantasmales en torno a un festín visual. Se diría que su método de trabajo consiste en la sustracción, que el objetivo es dar con un perímetro exiguo —del tamaño de un sello de correos, diría Faulkner— para reunir allí las vidas menos «memorables» y después componer con eso grandes frescos humanos, todos ellos patéticos, aterradores, veraces.
Ya en Vidas minúsculas, el libro que lo consagró como autor, están presentes las marcas distintivas de su estética: la elección de una materia «menor», el uso de la voz ajena para narrar «vidas oblicuas», la pasión por la pintura, la desconfianza ante los dogmas ideológicos, y la propensión a atribuir los grandes logros (e infamias) de los individuos a los episodios traumáticos de su infancia.
No se me escapa que, al menos en lo que respecta al recurso de lo apócrifo y a la habilidad para encarnar la vida de otros (¿pero no ha sido siempre eso la literatura?), Michon no está solo. Hay afinidades evidentes entre sus Vidas minúsculas y las Vidas imaginarias de Schwob, las Vidas breves de John Aubrey, La sinagoga de los iconoclastas de J. R. Wilcock o incluso la Historia universal de la infamia, del propio Borges. Pero sería un error circunscribirlo a ese canon.
Como si dieran vuelta a un guante, sus ficciones posteriores —desde Rimbaud, el hijo hasta Los once, novela por la que recibió en 2009 el Gran Prix du Roman de la Academia Francesa— amplían el foco de lo observable, logrando traer a la superficie lo más arisco del arte, la política y la historia. Esta ampliación no resulta, sin embargo, de un incremento de las peripecias. «Prefiero las partituras», afirma Michon, «los gestos elípticos, las fulminaciones escuetas, la reticencia y las fugas donde la temperatura emocional del incipit coincide con la del final. Busco la fuerza necesaria para limitarme a lo irresoluble».
No hay, en Michon, otro deseo. Sus libros son bocetos de novelas, espacios para escuchar la prolongada resonancia de algún sonido efímero. Ningún asunto, ningún tema, parecieran imponerse en estos textos. Sólo la voluntad violenta de decir, de fabricar milagrosamente algo con nada. Y de ese modo, añadir opacidad al mundo, porque las obras mayores, se sabe, son siempre opacas. Se comprenderá por qué el lector a quien persigue esta obra es el contrario absoluto de la cantidad.
Este universo es, por lo demás, intrínseca y complejamente francés. De un lado, casi al inicio de su obra, como un faro, Rimbaud, el hijo. Tema imposible, si los hay: Arthur Rimbaud, el niño-huérfano de Charleville, heredero de Baudelaire y precursor de Mallarmé, que, apenas cumplidos los veintidós años, deja atrás la utopía de los versos para inmolarse en el vacío, pleno y absoluto, de Adén —acaso porque ha entendido que la literatura no lo compensará de la falta de realidad.
Del otro, muchos años después (aunque la ficción transcurra un siglo antes), Los once, novela sobre un pintor inventado (Corentin, también oriundo de la periferia) que recibe el encargo de retratar a los once integrantes del Comité del Terror de la Revolución francesa. ¿Qué importa que el cuadro, supuestamente hoy exhibido en el Louvre, nunca haya existido? ¿Que tampoco existiera Corentin? Yo soy una mentira que dice una verdad, sostuvo Cocteau. Y aquí la verdad es el malentendido sangriento del Comité de Salvación Púbica (con Robespierre a la cabeza), que Michon «pinta» como una Última Cena, una santa reunión de «apóstoles laicos», al tiempo que reflexiona, con lucidez filosa, sobre el rol del arte en la política, el de la política en el arte y el de la violencia en ambos. Detalle curiosísimo: todos ellos, antes del Terror, querían ser escritores. ¡Todos eran «viudos de la gloria literaria»!
Los once es un libro alucinante, vigente, organizado como una intriga en clave policial, cuyas escenas caleidoscópicas no dejan nunca de asediar los dilemas más urgentes (y más paradojales) de la utopía revolucionaria: cómo asumir la representación política de los desposeídos sin caer en la aberración totalitaria, cómo librarse de los mandamases del poder sin que un cetro lleve a otro cetro, cómo enfrentar la Historia cuando la Historia es Terror puro.
Las preguntas son difíciles, casi dolorosas. Y Michon las enfrenta con valentía, no para responderlas sino para complejizarlas, de la mano de una prosa ondulante, llena de subordinadas que se bifurcan por senderos sinuosos, al mejor estilo de Proust o de Flaubert. Como si la deriva le permitiera fijar la atención, sin concesiones, en lo conjetural, priorizando las blandas imágenes de lo posible y lo verosímil por sobre lo que es.
Ut pictura poiesis, escribió el poeta latino Horacio en el siglo I a.C., y Michon entiende el dictum. Con el color y la forma (que son también la música y el cuerpo de la escritura) trama una tela abigarrada como un bosque, donde es posible oír —si se presta atención— el pavor que desde siempre nos han infundido las bestias (sobre todo las humanas). El resto es la danza macabra de una literatura que no cesa de hilarse con la muerte.
Pierre Michon nació en Creuse, en 1947. Las luchas del 68, primero, y la práctica de la escritura después, le sirvieron como coartada para no integrarse a la «vida civil». Son sus palabras. Las he tomado del libro Pierre Michon. Llega el rey cuando quiere. Conversaciones sobre literatura, de la editorial española WunderKammer.