Descubrí a Charles Simic hace muchos años, cuando encontré (y traduje) su pequeño libro dedicado a Joseph Cornell. Desde entonces, no he dejado de leerlo. El sesgo disolvente de su imaginación, la irreverencia absoluta de su voz, su expresión escurridiza hacen de él una voz única dentro de la poesía norteamericana actual.
Es cierto: Simic nació en Belgrado, donde pasó su infancia, en condiciones sórdidas. Pero eso no lo transforma en un poeta europeo: él no admitiría la adscripción. Sus referencias provienen todas, sin excepción, de la cultura norteamericana a la que emigró junto a sus padres después de la Segunda Guerra Mundial. Basta medir el lugar que ocupa en su imaginario la ciudad de Nueva York. Contra ese telón de fondo, desatinado y copioso, proyectará después sus recuerdos de infancia, los teatros mágicos y siniestros del amor, las desgracias de la historia y el tiempo, registrando cada detalle, como si fuera un coleccionista de detritus (y otros fragmentos de lenguaje), un ladrón tenaz de lo que ofrece la casa urbana.
No hay, quiero decir, otro cuerpo en Simic que ese festival de imágenes para seres desahuciados que se alza en el gabinete fantástico de Manhattan. No hay más gesto que esa suerte de extraña decepción feliz que se festeja sin estridencias. Como si hubiera encontrado, en una estrategia hecha de jirones, miniaturas, tonalidades callejeras y cierta mirada piadosa frente a los absurdos de la sociedad contemporánea, un modo paradójico de protegerse del orden y su crueldad, y también de rebatirlo.
Lo ha dicho él mismo en una entrevista publicada en la revista The Paris Review a fines de 2005: «Las ciudades europeas son como grandes escenarios de ópera. Nueva York, en cambio, siempre me pareció una suma de tinglados de feria donde, en cualquier momento y a la vuelta de cualquier esquina, podían aparecérseme la mujer barbuda, el tragacuchillos o cualquier otro personaje circense».
Más afín a James Tate, Hart Crane, Mark Strand, W. S. Merwin o James Wright (y otros integrantes del grupo Deep Image Poets) que a los poetas de la New York School of Poetry, Simic despliega una codicia material y espiritual, a la vez adictiva y propensa al extrañamiento, que todo lo trastoca. Un velatorio, una sex-shop o un cuarto de pensión (lo mismo da) pueden servirle de escenario para albergar las apariciones más insólitas: una esfinge que habla, un maniquí eléctrico que ilumina el deseo, una mosca neurótica que se posa en la sopa.
No se trata sólo de una combinación rara; se trata de una simbiosis paradojal entre una imaginería inaudita y un estilo narrativo terso, aunque elíptico, donde nunca falta el humor. ¿Cómo podría faltar? El humor es indispensable en esta ecuación que busca, por medio del descaro, e incluso de la blasfemia, molestar al poder.
Ninguna intención didáctica, ningún deseo de alabar «la belleza» o de contarle al lector cuánto se sufre. Cualquier cosa, menos la solemnidad. Porque la solemnidad está asociada a las religiones, las ideologías y demás ortodoxias del pensamiento, es decir a todo aquello que quiere reeducar al individuo, encorsetarlo, coartar su imaginación y por ende, su libertad. Simic es más explícito aún: «Una verdad separada y purgada de los placeres de la vida, en mi opinión, no vale un rábano. Hay que poner a prueba las grandes teorías y los nobles sentimientos, primero en la cocina —y después, por supuesto, en la cama». El objetivo es escribir un poema que «hasta un perro pueda entender».
No confundir. Hay aquí, es cierto, una valoración de la frescura, la torpeza y la ineptitud que pueden contagiar veracidad al poema, pero hay también una dicción sofisticada y una preferencia por lo anómalo que favorecen la desorientación y vuelven todo más conjetural. Yo hablaría de una falsa sencillez, un poco desopilante, que funciona precisamente porque nunca se pierde de vista la irrealidad, que, como bien sabía Hládik, el personaje de Borges, es condición misma del arte.
Como fuere, Simic propone un juego impar: ir a lo profundo de la verdad del alma, sin abandonar jamás los desvíos, la perturbación, la flânerie intuitiva. Atraído él también, como Stevenson, por «el encanto de lo circunstancial», registra lo que ve su desobediencia, sin énfasis ni derroches, sin más finalidad que interrumpir la manía concatenatoria de la lógica, y reemplazar la clausura epistemológica por un banquete celebratorio de revelaciones (aparentemente) sin importancia.
Para decirlo quizá con más claridad: no hay fijezas en estos poemas de errancia. Ninguna epifanía que no aparezca calculadamente prostituida por la parodia ni insistencia que no acabe desarticulada.
De alguien que afirma «No existe preparación para la poesía: cuatro años de cavar tumbas con un buen libro de filosofía en el bolsillo pueden servir tanto o más que cualquier universidad» puede esperarse mucho. Al menos, no encontraremos sufrimientos viscosos ni retóricas chatas o anémicas o estériles; no habrá indigencias verbales ni optimismos higiénicos y deportivos.
¿Qué más se puede pedir?
Simic tiene, sin embargo, sus detractores. A pesar de haber recibido numerosos premios (fue, entre otras cosas, Pulitzer en poesía en 1990, y poeta laureado en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos en 2007), se lo acusa de flirtear con el surrealismo y de ser antiintelectual, dos críticas, a mi entender, incompatibles. Por lo demás, a Simic no le cabe bien ningún rótulo. Su afinidad con el surrealismo —evidente en su embeleso con la ciudad y el cine negro, y en su percepción perspicaz de los vínculos entre sexualidad, crueldad e infancia— no lo afilia por fuerza a los severos manifiestos de Breton. Mucho más cerca de Tristan Tzara, de Alfred Jarry o de Apollinaire, esta poesía inaugura su propio Cabaret Voltaire del otro lado del océano.
Como las cajas de Cornell que tanto le gustaban, sus poemas son espacios donde desplegar una experiencia estética que es también una manera de entender el mundo. Después de todo, ¿no es acaso el poema una teoría de la poesía y esta última una teoría de la realidad?
El arte —pareciera decirnos Simic— lee siempre un libro interior que habla de la ciudad del alma. Pero, en ciertas conjunciones o geografías temporales, ese libro y esa ciudad pueden coincidir y proyectar una suerte de museo no figurativo, lleno de juguetes verbales y enigmas sensuales, y un carozo de sombra también, porque no ver es hermoso. Lo que sigue es una fiesta de perspectivas más que humanas.