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Atrás ha quedado ya el reinado de la audacia y de la curiosidad, la era de ese arrastrar de cadenas y de los jóvenes en alta mar, morenos y greñudos, midiendo la velocidad de la historia, dando cátedra de instinto y desafiando la risa petrificada de cierto Príncipe anciano y grotesco que decretó desde su escritorio el arrasamiento de entrañas y zapatos perdidos en la Plaza de las Tres Culturas. Atrás han quedado los días de delgadísimas esperanzas, el esplendor de la tribu que se lanza al abismo sin teoría pero con el viejo método de conquistar las plazas de próceres ya asimilados por la costumbre del no pasa nada. Atrás ha quedado la fiesta de las piedras, gritos que se ahogaron en busca de más gritos. La caída del Dinosaurio ya no podía ser más el rostro de la esperanza. Lo de hoy es otra cosa, es una herencia triste de vía láctea, un viento nocturno que trae los olores del espanto. Sin embargo, no hay que desesperar, queda mucho pasto para globalizarse, mil formas silenciosas de cabalgar la retirada y hacerse el sueco. Es hora de mecer el espíritu en las posibilidades de la lluvia y confiar en que ninguno de esos relámpagos vendrá por nosotros. Canciones alegres o taciturnas para nuestra redención cotidiana, goles entrañables que nos ablandarán el alma. Es hora de escapar de los cuadros dantescos que conspiran desde los diarios y revistas contra el espejismo de nuestras lejanías; o de cerrar la llave de las anécdotas lastimosas, de los rumores que llegan en la boca colectiva de aquellos que han sido acariciados por las tinieblas del ahora. En fin, negar absolutamente que estos días son similares al fin del mundo. Imaginar que no es nuestra esa sonrisa desdentada que ríe y calla sin descanso, adormecida por los tambores de guerra. Es mejor no mirar a los ojos a la bestia negra del presente. Los domingos son el agua tibia del olvido
Podrían ser las milongas, las canciones de origen campesino cantadas con esa tristeza definitiva, con esa voz de caverna dominada por el arsenal de recuerdos infantiles en campaña. Alfredo Zitarrosa: naciste en el año 37 de un siglo xx aún inexplicable. Uruguay todavía era el sueño suizo de América. La rambla de Montevideo ardía en veranos de democracia casi perfecta. Las velas rojas de la Macumba cuidaban la poca fe de una sociedad de alegrías huérfanas de dioses. O acaso eran los signos en los que nadie podría profetizar los años milicos que estaban por venir. Los generales en guerra contra los tupamaros y las tatuzeras y la fuga de Punta Carretas y los que se iban para siempre, casi como tú que te exiliaste en Buenos Aires, antes de que también le cayera a ese otro puerto su lluvia de plomo y esa intervención quirúrgica sin anestesia llamada dictadura.
Podría ser también el ir y venir entre familia adoptiva y madre biológica, con el padrastro que te regaló el apellido para que lo reprodujeras en cada canción, en cada referencia familiar hacia tu figura. Ese niño de campo no podría adivinar que en el éxtasis de su arte de ráfagas de viento le llamarían el «Gardel de guitarra negra». O simplemente bastaría con evocar las leyendas bohemias que en tu garganta hacían lloviznar el whisky que te haría emprender el éxodo definitivo hacia la peritonitis que acabaría contigo en 1989, únicamente para hacer de ti otro latinoamericano de tumba errante.
De tu figura prefiero ese susurro crepuscular envuelto en guitarras titulado «Stefanie». La historia de la prostituta que corre por los pasillos del hotel, sus «palabras de amor en portugués». Y la frase que heredas a los siglos sin ti, el legado que se filtra contra las bucólicas armonías de cualquier felicidad incapaz de reconocer la lección trágica de estar vivo: «No hay dolor más atroz que ser feliz».
III
Hasta parece que nunca volverán de su viaje de piedra, de su obscena inmovilidad marmórea, de la frialdad invernal de esas plazas en las que lentamente forjaron la indiferencia de sus miradas públicas. Héroes y más héroes de hierro fundido, de aceros invencibles; demografía de jardines, camellones, avenidas, carreteras, complejos departamentales, explanadas y paseos. Héroes con su promesa de pasados épicos que habitan los rincones de esta nación de añejas cicatrices y de cenizas nuevas. Hidalgos de temple antiguo, Sacerdotes de Carácuaro identificables por el simple pañuelo en la cabeza, a veces casi indígenas, a veces de falsa majestuosidad criolla. Aldamas, Allendes y Guerreros sin mantenimiento y con pájaros iletrados que descansan sobre sus cabezas; ironía de un destino en el que se mezclan los caprichos arquitectónicos de gobernantes pueriles y un torrente de historia resignada ante la derrota invisible de la materia.
Héroes que ondean desde las alturas su orfandad de patria incomprensible, estacas de memoria incompleta que libran la eterna batalla del pasado en plazas donde los niños juegan a olvidarse de esa tumba perpetua que es la nación. Héroes de ojos atónitos ante el espectáculo de una vida desfigurada, los días públicos de los que vinieron después, los herederos de su ruina, las hijas de su caída. Todos sabemos que la invocación solemne no logrará sacarlos de su tumba erguida, por más que los aniversarios se colmen del estruendo de tambores escolares acostumbrados a la rutina bucólica de la patria.
Cuando yo era niño les temía. Gigantes de miradas cansadas y huérfanos ya de razones para comprender su versión sacrificial de la patria. Imaginaba que se activarían justo cuando yo pasara cerca de ellos y que su mano de hierro o sus piernas de eternidad maciza aplastarían mi anónima infancia. Mientras esto no ocurría, yo pensaba también en la infinita tristeza de estar crucificado en esa ceniza de mármol.
Los he visto dar la vuelta inesperada y nocturna en esquinas que llevan a ningún lado, convencidos de su balanceo rítmico a cuatro patas, cuando la noche cumple su profecía de soledad y ruina. De ellos me asombra el convencimiento con el que recorren las calles de la ciudad, como si en verdad tuvieran un destino y no se pudieran dar el lujo de extraviarse en los reinos de la adversidad humana.
Los he visto pateados, humillados y echados de todos lados cuando se acercan a olfatear un poco de esa comida sobrante que es también el emblema de todas las miserias de este mundo: la carcajada de la abundancia desperdiciada, la desigualdad absoluta entre la bazofia repudiada por los insaciables y el estómago perruno y hambriento que se pega a las costillas. He visto las dos escenas del último de sus infiernos: un policía en Ciudad Juárez atravesó a una perra de un balazo y ésta se fue a refugiar debajo de un camión, con una dignidad de esfinge perruna, que sólo pueden expresar los que en verdad ya no tienen regreso; un par de militares colgaron de un asta bandera, entre carcajadas, a otro perro.
Los he visto flacos y correosos, en manadas temibles cuando obligan a sus presas urbanas a conservar el frágil equilibrio entre el miedo contenido y el movimiento que desata las mandíbulas de la persecución. Los he visto destrozados en fotos que intentan conmovernos para denunciar su maltrato. Me he dado cuenta de que no necesito de ellas para documentar crueldades.
Me gusta verlos en añejas caricaturas donde toman el mando de este mundo para colmarlo de satírica armonía perruna. Los he visto humanizarse hasta grados casi inverosímiles, como espejos que arrojan su propia certeza sobre la condición humana: de alguna manera, todos hemos sido o seremos, a los ojos de algún ajeno, ese perro nocturno y solitario. Quizás son ellos los que nos han hecho a su semejanza: animalizados, espléndidos y crueles, guardamos ya el reflejo de actuar como si tuviéramos un destino.
Por este río de tinieblas veo pasar el cadáver gigantesco del presente. Es la creciente por la que bajan los primeros frutos de algún pasado, manzanas podridas de un paraíso anacrónico heredado por soñadores de toda estirpe.
He sentido su rumor de agua sucia y un fluir de gatos moribundos que aúllan sin parar su propia expulsión de las promesas. He tenido alucinaciones y fiebres nada heroicas, madrugadas en las que se confunden en mí las huellas de una fuga masiva hacia el norte en medio del granizo y el eco de los que murieron de repente, sin pausa, sin grito, sin tiempo para el gesto de horror como defensa última contra lo incomprensible. Estoy hablando de la expresión desfigurada de los que fueron borrados por la bota temible de estas guerras inexplicables, como han de ser todas; de los que se repiten como uno solo en las portadas de los diarios, de los que se va llevando este río de tinieblas del que nunca más les volveré a hablar. Veo también cómo las alucinaciones de las primeras noches urbanas produjeron esas manchas grises en las que se arracimaron miles de casas al borde de precipicios rurales que fueron habitados sin iluminaciones épicas. Veo tantas otras cosas que dejan escapar su vapor amargo y en las que es posible advertir el trabajo silencioso de la noche definitiva.
Es un río tan huérfano de ese comercio de vida, de esa astucia de sobrevivencia en la que los idiomas se cruzaban bajo el resplandor de las miradas insumisas de los comerciantes. Un río sin cantos de sirenas que reclamen sus propios Ulises, sin la cordura que dejaban los atardeceres en los que la supervivencia no solamente era un azar de metralla.
Este río que ahora nos habita como un pequeño monstruo no tiene nombre, ni ensueños ya que lo guíen hacia otros espantos, ni un cantar de pájaros que lo acompañe en su fluir de muerte. Nuestro río ha cambiado su atmósfera salobre por pesadillas con olor a venenos irascibles. Su antiguo espejo líquido de transparencia asombrosa ya es ahora la misma noche de miedos pedestres que arrulla todas nuestras especulaciones.