A esa edad no hay caídas sin importancia, dijo el médico. Pero la señora Meme no se había roto la cadera, como todos los viejitos, sino la rodilla. Cayó con la pierna flexionada sobre la prótesis que reemplazaba su articulación artrósica. La rodilla golpeó contra el suelo con tanta fuerza que el vecino del departamento de abajo subió asustado. «Fue como una bomba», les decía a los hijos.
En la radiografía se veía con nitidez el fémur astillado. El traumatólogo explicó después que estaba roto en ocho trozos grandes y muchos fragmentos pequeños. La metáfora de la bomba era correcta: el hueso había estallado.
Lucía y Juan Pablo no se ponían de acuerdo acerca del momento en que había empezado la diarrea. Lucía decía que había sido antes de la operación, justo el día antes. La señora Meme estuvo internada cinco días esperando al traumatólogo, que estaba de viaje, participando en un congreso. Lucía pensaba que fue en esos días cuando se contagió el Clostridium difficile. Los médicos de la clínica decían que el Clostridium no siempre se contagia: es una bacteria que vive en el intestino de muchas personas. Los antibióticos tan fuertes que recibió la señora Meme para evitar infecciones en el hueso modificaron, sin duda, la flora intestinal y le dieron vía libre a la proliferación del Clostridium. Pero Juan Pablo, que estaba siempre pegado a la computadora, averiguó por internet que sólo el cinco por ciento de la población normal vive con el Clostridium puesto, y en cambio el 40 por ciento de la población hospitalaria lo tiene. De hecho, a partir del diagnóstico, todos los médicos, las enfermeras y los enfermeros se ponían guantes de goma antes de tocar a la señora Meme y se cubrían con un delantal blanco que colgaba de un gancho en la habitación.
Después de la operación, que salió muy bien, la diarrea se volvió pavorosa, constante, interminable. Con su color verde negruzco manchaba los camisones y las sábanas; dos veces hubo que cambiar el colchón. No había tiempo de llamar a la enfermera, Lucía iba y venía con la chata. Al principio perdía mucho tiempo fregándola en el baño. Podría habérsela dejado al personal de la clínica, pero le daba asco verla así. Las chatas eran de plástico y casi todas tenían una rajadura en el medio. Allí se amontonaba la suciedad y era difícil de sacar. Recién al otro día le dieron unas fundas de plástico descartables que hicieron el trabajo más sencillo.
El traumatólogo estaba contento. Explicó que había decidido dejar la prótesis en su lugar. Reconstruyó el hueso y lo sostuvo armado con una chapita y dos tornillos que se veían con mucha definición en las radiografías. El marido de Lucía había trotado por toda la ciudad para conseguir la maldita chapa, pero finalmente la proveyó el prepago. Al tercer día, contando desde la operación, la diarrea se detuvo y Juan Pablo se volvió a su casa en Columbia, Maryland.
Esa noche Lucía, que dormía al lado de su madre, se despertó con el trajín de enfermeras. «Vamos a tener que sacarle sangre», le dijo Soledad, la rubita de la noche. «No lo vamos a permitir», dijo Lucía con firmeza. «Es difícil encontrarle las venas, tiene los brazos llenos de derrames, está harta de que la pinchen. Su médico dijo que nos podemos negar. Hasta la gente de Hematología le aconsejó que se niegue». «Está perdiendo mucha sangre», dijo la enfermera. No tuvo que bajar la voz, porque la señora Meme dormía sin audífonos. «Son las hemorroides», porfió Lucía. «Le pasa muchas veces». Entonces la enfermera le mostró la chata y Lucía vio los enormes cuajarones negros de los coágulos asomando como islas en una laguna de sangre.
Un día después la hemorragia se había detenido pero el vientre de la enferma estaba hinchado y doloroso. El médico de cabecera convocó a un gran cirujano especializado en gastroenterología. El hombre llegó con su hijo, también médico, que trabajaba con él en la sala de operaciones. Cuando se acercó para palpar el abdomen, la señora Meme tendió los brazos hacia adelante, en un movimiento involuntario. «Casi no necesito tocarla», dijo el doctor Lerner dirigiéndose a todos los presentes en tono didáctico. «Ese reflejo defensivo es típico del abdomen agudo».
El colon estaba perforado. Peritonitis. Esa misma noche la operaron otra vez. A las tres de la madrugada el gran cirujano les dio una explicación muy complicada acerca de las modificaciones que había realizado en el tracto digestivo de la señora Meme. Lucía, que estaba con una de sus hijas y su marido, no entendía nada y pensó que la jerga ingenieril era la única manera que tenía el hombre de expresar su incertidumbre.
Al día siguiente, en Terapia Intensiva, por primera vez desde la caída, Lucía vio llorar a su madre, que se desesperaba porque el respirador no la dejaba hablar. Por suerte (o todo lo contrario, pensaba Lucía por momentos, pero enseguida se arrepentía), en la clínica las habitaciones de terapia intensiva eran individuales y dejaban quedarse a los parientes. En esos largos días de angustia empezaron los primeros síntomas. La señora Meme volvió de la anestesia muy desorientada y ya nunca recuperó del todo su control sobre la realidad, que por momentos se le deshacía en hilachas.
«Otra vez ella y yo, juntas y solas», pensaba Lucía, que cuando era adolescente se llevaba muy mal con su mamá: dos personas a las que el destino había decidido unir más de lo previsto, más de lo anunciado. Juan Pablo llamaba por teléfono desde Maryland dos veces por día y prometió venir para la siguiente operación. La señora Meme tenía ahora un ano contra natura y el gran cirujano le había asegurado que en un par de meses, en cuanto se recuperara un poco, le iba a reconectar el intestino. Hablar de la siguiente operación no era desalentador: en la salita de terapia intensiva sonaba como una garantía de supervivencia.
La señora Meme era una mujer orgullosa y tímida, que había vivido toda su vida bajo la sombra protectora de su marido, y la expresión estaba sin duda bien empleada: el papá de Lucía y Juan Pablo, con su personalidad extrovertida, fuerte y alegre, la protegía, pero también le hacía sombra. Lucía recordaba a su madre, incluso cuando era joven, siempre un poco excedida de peso, un poco descuidada en su forma de vestir, un poco indiferente, pero sobre todo un poco, demasiado poco. Lucía adoraba a su padre, y él era mucho. Su voz alta y desafinada llenaba la casa con canciones de moda en su juventud. Su madre, en cambio, mezquinaba hasta los besos, hasta la comida. Tenía un curioso sentido negativo de la vida, provocado, tal vez, por su infancia huérfana, desdichada. «Qué importancia tiene» era una de sus frases preferidas, tanto para lo bueno como para lo malo. Sin embargo, le daba importancia, mucha importancia, al dinero. «La plata sirve para estar tranquila», solía decir. Y con eso justificaba su resistencia, pasiva pero tozuda, a cualquier gasto que no fuera indispensable. Mientras su marido disfrutaba de todos los usos posibles del dinero, que incluían lucir, dar órdenes, ostentar, viajar, divertirse, y hasta derrochar, lo único que la señora Meme quería del dinero era saber que lo tenía.
Después de la muerte de su padre, Lucía se había resignado a ocupar el papel de protectora, un poco mamá de su propia madre, ya tan mayor. Había una sola persona en el mundo capaz de hacer reír a la señora Meme a carcajadas: era su hijo Juan Pablo. Más de una vez Lucía había visto la escena con una mezcla de culpa y de celos. Su madre echaba la cabeza hacia atrás y le brillaban los ojos, y ella, que tanto quería a su padre, no podía dejar de reconocer la existencia de esa otra mujer que se asomaba por un momento a los ojos opacos de la señora Meme. ¿Cómo hubiera sido su vida con un marido menos brillante, menos frondoso? Durante años la hija se había sentido culpable por el tono de malestar que tenían las relaciones con su madre, en comparación con la espontaneidad que traía Juan Pablo. Sólo cuando ella misma fue madre, sólo mirándose por dentro con más crueldad de lo que es capaz la mayoría, se perdonó un poquito, a costa de una acusación mucho más grave. Las madres, había descubierto con horror, no sienten igual con respecto a todos sus hijos, no los tratan de la misma manera. Ella y su hermano, creyó entender, quizás no habían tenido la misma madre.
La confusión de la señora Meme empezó con las fechas y al principio parecía lógico que con tanta internación no supiese en qué día estaba. Una tarde, cuando ya había salido de Terapia Intensiva pero seguía internada en una habitación de la clínica, Lucía le contó que su hija casada, la mayor de sus nietas, estaba embarazada. «¿Acaso hacía falta más gente en el mundo?», contestó la señora Meme. Para Lucía fue como una bofetada, pero después pensó que esa respuesta extrema había sido una de las señales de que la mente de su madre se perdía por caminos extraños.
Antes de salir de la clínica fue necesario reorganizar la vida de la anciana (una palabra terrible, tanto más condescendiente que vieja, pensaba Lucía, que ya había cumplido los sesenta). Ya no podría quedarse sola en su casa. De a poco iba recobrando el uso de su pierna rota. Los médicos estaban satisfechos, volvería a caminar. No se puede decir que la señora estuviera siempre fuera de la realidad. Tenía largos períodos de lucidez y sólo algunos momentos, no muchos todavía, en que se la veía como perdida en una niebla espesa de la que salían de pronto algunos recuerdos nítidos, pero fuera del lugar que les correspondía. En esos días podía confundir a Lucía con su propia madre, que había muerto siendo ella muy pequeña, y la abrazaba con una entrega infantil y confiada que a la hija le conmovía las entrañas. Otras veces estaba como siempre, pero se echaba de pronto a reír de una manera extemporánea, como respondiendo a algo muy divertido que nadie más podía ver o escuchar. Un día, a la hora de la merienda, charlando con Lucía, se sirvió el té en el platito sin darse cuenta de que no estaba la taza.
Lucía consultó con Juan Pablo y decidieron no sacarla de su casa. Dos mujeres se turnaban para cuidarla, una de lunes a jueves y la otra los fines de semana. Todos los días venía una enfermera que mandaba el prepago para ayudar a bañarla y a hacer los ejercicios que le había recomendado la kinesióloga de la clínica. Cambiar la bolsa que llevaba pegada al ano contra natura era una tarea desagradable que la señora Meme, siempre tan orgullosa, aprendió pronto a hacer por sí misma y no quería delegar. La esposa del portero ayudaba también cuando alguna de las dos mujeres tenía que salir: no se puede tener a la gente encerrada todo el tiempo. Fue en esa época, entre la segunda operación y la tercera, cuando la señora Meme empezó a hablar de Luis.
Al principio eran frases sueltas, distraídas. Parecía quedarse pensando por un momento, y después miraba a Lucía o alguna de sus nietas y hacía un comentario perfectamente normal pero que nadie entendía, como «Pobre Luis, siempre un pobre diablo». A veces decía cosas más personales y por lo tanto más perturbadoras: «Lo que más me gustaba de Luis eran los dientes». Una vez confundió al marido de Lucía y se alarmó: «Andate, Luis», le dijo muy seria, «vos no podés estar acá». «Mamá, no es ningún Luis», le explicó Lucía, «es mi marido». La señora Meme, que entraba y salía de su niebla, la miró con perfecta lucidez y le dijo: «Gracias, pero ya me di cuenta. Luis era más buen mozo».
Lucía no sabía si comentárselo a su hermano. Pero cuando Juan Pablo decidió que para la tercera operación se venía por un mes entero con toda su familia, supo que era mejor advertírselo antes de que llegara. A Juan Pablo le costaba aceptar lo que Lucía le contaba sobre la mente de su madre: cuando él llamaba por teléfono, siempre la encontraba bien. Tenían conversaciones largas y cómodas en que la señora Meme se quejaba de la excesiva preocupación de Lucía. «No soy un bebé», protestaba. «¿Y si te volvés a caer?», le retrucaba su hijo. Y la madre se callaba, vencida, culpable: la caída había sido un error terrible. «Por una vez que me caí me ponen presa», rezongaba. Pero sabía que los chicos tenían razón, que se lo merecía.
Hacía un año que no veía a los hijos de Juan Pablo. Cuando entraron todos en su casa, directamente del aeropuerto, se los quedó mirando asombrada. «Qué lindos chicos», dijo. «Qué parecidos entre ellos. ¿Son parientes?». Pero enseguida recordó sus nombres y los convidó con sus famosas galletitas de manteca. «Las que más le gustaban a papá», dijo Lucía. «Y también a Luis», dijo la señora Meme.
La llegada de Juan Pablo pareció despertar una catarata de recuerdos que perturbaban profundamente a sus hijos. Ya casi no había una visita en la que no lo mencionara. «El día en que estabas por nacer, me tomé un café con Luis. Yo me agarraba de la mesa cada vez que venía una contracción, él estaba asustadísimo», le dijo una tarde a Lucía. Pero fue muchísimo peor cuando se quedó mirando a Juan Pablo con desaforada ternura. «Sos tan parecido a tu papá», le dijo, por primera vez en su vida.
El neurólogo miró la resonancia magnética, pronunció el nombre de la enfermedad, que todavía era incipiente, recomendó una medicación que no la curaba pero hacía más lento su avance.
La tercera operación resultó menos cruenta de lo que habían pensado. Después de una semana de internación, muy débil pero caminando con bastón, la señora Meme pudo volver a su casa. A pesar de los efectos de
la antestesia, siempre peligrosa para la gente mayor, recuperar el uso
de su esfínter le hizo tan bien que hasta parecía estar mejor de la cabeza. Sin embargo, tenía sus episodios de ausencia. Sobre todo, seguía mencionando a Luis.
¿Quién era Luis? ¿Quién había sido? Con la excusa de buscar el certificado de defunción de su padre, Lucía y Juan Pablo dieron vuelta la casa y miraron papel por papel sin encontrar absolutamente nada. Ni una esquela, ni una foto, ni la servilleta de un bar, ni una flor prensada dentro de un libro. «Mamá nunca fue romántica», dijo Lucía. Y su hermano tuvo que aceptar, sin palabras, que había estado esperando encontrar lo mismo que ella. En cambio, en el fondo de un placard, había una caja con recuerdos de su padre, con montones de cartas, fotos, papeles, invitaciones, un diario íntimo en clave, que Juan Pablo descifró enseguida, y hasta los menúes de las fiestas en las que había estado.
Ahora, cuando la señora Meme mencionaba a Luis, empezaron a hacerle algunas preguntas. «¿Estabas mal con papá?», preguntó Lucía, previsible. «No era tu papá. Era yo, que venía fallada de fábrica», contestó la señora Meme. «¿Qué hacía Luis?», quiso saber Juan Pablo. «No tuvo suerte en la vida», contestó la señora Meme. Enseguida cambiaba de tema y no había manera de hacerla volver sobre la cuestión.
Antes de volverse a Maryland, como buen argentino, Juan Pablo quiso consultar a un psicoanalista muy conocido, muy caro, que trabajaba con gente de la tercera edad. «No tiene sentido que la vea», les dijo, después de escucharlos. «Tal vez un psiquiatra… pero incluso si el neurólogo la está llevando bien, déjenla así, no la molesten más». Como los vio tan angustiados, quiso hacerles una caricia de despedida. «¿Vieron que los chiquitos tienen a veces amigos imaginarios? A los viejos les puede pasar lo mismo. Amantes imaginarios. Es muy común. Deseos reprimidos durante toda la vida, fantasías quizás muy vívidas en su momento, que dejaron su huella. Fíjense el nombre que eligió: Luis. Es decir, Lu-is. Es decir, en inglés “es Lu”. Es decir, Lucía, la hija mayor. Ella tuvo la sensación de serle infiel a su marido cuando se produjo el desplazamiento de su libido hacia su primer bebé».
Un amante imaginario. Claro, tan evidente. La asociación de ciertas anécdotas con fechas de sucesos familiares, como el nacimiento de Lucía, lo confirmaba. Entre ellos, empezaron a llamarlo «el Amim» por «AMante-IMaginario». Usar el apodo era mucho menos perturbador que el nombre. Pero Juan Pablo, que desde lejos había negado la condición mental de su mamá, ya no podía seguir haciéndose el burro y se volvió a su casa con un nudo en la garganta. Hacía más de treinta años que se había ido del país y seguía doliendo.
Por teléfono, desde lejos, todo era más sencillo. Su mamá, como le contó a Lucía, jamás le mencionaba al Amim. En cambio Lucía, que antes había llegado, incluso, a ocultarle por un tiempo lo que pasaba, se divertía muchísimo contándole las historias del Amim que inventaba la señora Meme. Ahora se daba cuenta de que muchas eran imposibles, incluso contradictorias. Unos meses después la señora Meme desapareció.
Lucía ni siquiera podía echarle la culpa a las mujeres que la cuidaban. Estaba con ella, estaban tomando el té en la confitería Las Violetas, se levantó para ir al baño y cuando volvió a la mesa su madre ya no estaba. «¿Tenía plata en la cartera?», preguntó Juan Pablo. Lucía lo sintió como una acusación (la que ella se estaba haciendo a sí misma). «Por supuesto. Mamá no está tan mal. Plata, documentos, celular. Por las dudas un cartoncito con sus datos. Y los míos».
«Por desaparición de persona hay que esperar hasta que pasen las cuarenta y ocho horas», le dijeron en la comisaría. Pero cuando ella explicó, entre sollozos, que su madre estaba enferma (trató de exagerar su situación y recién en ese momento se dio cuenta de que no estaba exagerando) y se ofreció a traer certificado médico si fuera necesario, le aceptaron la denuncia. «¿Cómo se hace para que salga en los diarios, en la tele?», preguntó. «Vaya a llorarle a la secretaria del juzgado», le aconsejó amablemente una chica policía muy eficiente, peinada con cola de caballo.
Esa noche no tuvieron ninguna noticia de la señora Meme. Al día siguiente llamó una señora diciendo que había encontrado la cartera, los documentos y el celular. Lucía pensó que podía ser la misma persona que le había robado la cartera y ahora quería un extra por devolverla. Con miedo, pero también con esperanza (quizás sabía algo más sobre su madre), aceptó encontrarse con ella en un café. Juan Pablo le aconsejó que fuera con su marido. Era una mujer joven, una cartonera, que entraba todos los días a la ciudad para su triste trabajo. Aparentemente no sabía nada, le dio las cosas sin pedir un centavo pero aceptó muy contenta la recompensa. Junto con la cartera, la billetera vacía y los documentos, le entregó el cartoncito con los datos.
Desde lejos, Juan Pablo se desesperaba. A cada rato llamaba a su hermana para pedirle noticias, para darle ideas, órdenes o instrucciones. «¿Voy para allá?», preguntó. Y, como preguntó, Lucía se dio cuenta de que no podía, tantos viajes eran una locura, estaba arriesgando su trabajo. «No tiene sentido», le dijo, «no cambia nada».
Recién una semana después salió el aviso del juzgado en los diarios y empezaron a pasarlo por la tele, en los canales oficiales. Lucía revisaba todos los días la página de policiales y se turnaba con su familia para montar guardia al lado del teléfono. Si la señora Meme estaba en condiciones de recordar algo, sin duda no serían los números de celular.
Un mediodía la llamaron del Juzgado. Con mucha calma, una asistente de la secretaria le explicó que su madre no estaba secuestrada. Le habían robado la cartera, se había perdido y estaba en la casa de un señor que no sabía cómo hacer para encontrar a sus familiares hasta que vio el aviso.
«¿Y por qué no hizo la denuncia?», preguntó Lucía, desconfiada. «Si todo el mundo hiciera todas las denuncias…», le contestó la mujer. «El hombre dio el teléfono y la dirección. Para estar más tranquilos, que los acompañe un policía. Pasen por aquí que yo les hago un papel, van a la comisaría donde hicieron la denuncia, piden que notifiquen a la comisaría de la zona y ellos les destacan un agente».
A esta altura no importaba perder unas horas más en el procedimiento burocrático. Lucía y su marido preferían ir con un policía; desde Maryland, Juan Pablo estaba de acuerdo. Lucía llamó antes por teléfono, y aunque la voz masculina que la atendió no sonaba cascada, se dio cuenta de que se trataba de un hombre muy viejo cuando le dijo «Ah, usted debe ser la nena». Y enseguida tosió un poco y se corrigió. «Quiero decir, la hija».
Era un edificio arruinado, cerca de la estación Once. Un palomar: como diez departamentitos por piso. Construcción vieja y barata, baldosas en los paliers, paredes con ese antiguo revestimiento en relieve que alguna vez fue tan moderno y ahora era patéticamente viejo y sucio.
Les abrió la puerta un viejo de tez morena, todavía con mucho pelo blanco. Era un departamentito de dos ambientes, pobre y limpio, y lo primero que vio Lucía, antes todavía que a su madre, fue una foto de su madre joven, una foto que no conocía, en un marco, sobre una repisa. No era muy grande, había otras fotos de otras personas, pero la vio inmediatamente y no podía sacarle los ojos de encima, como si se hubieran quedado pegados a los ojos risueños de su madre, entrecerrados por el sol de frente. Su marido la tomó de la mano. El policía, un muchacho joven, que no veía razones para intervenir, se mantenía discretamente un paso atrás. En ese momento apareció la señora Meme. Tenía puestas unas sandalias blancas y un vestido nuevo, floreado. Usaba colorete, se había pintado los ojos y parecía más vieja que nunca y más feliz. Retrocedió al verlos, lanzó un pequeño grito, se tapó la cara con las manos como tratando de que no la reconocieran, y estuvo a punto de escapar hacia el dormitorio, pero el viejito consiguió atraparla en un abrazo cariñoso. Le puso el brazo sobre los hombros y la apretó contra él, acariciándola para calmarla, como se acaricia y se calma a un perrito asustado por las explosiones de los fuegos artificiales.
—Shhh. Ya está, linda, ya está. Tranquila, está todo bien, son los chicos…
Lucía miró la escena con lágrimas en los ojos. No podía hablar.
—Usted es Luis —dijo su marido.
Una sombra de tristeza dolorosa oscureció la cara del hombre, que los miró con una expresión de desesperanza, como si asomara a sus ojos el lento fracaso de toda una vida.
—No. No soy Luis. Yo soy Jorge —les dijo, con voz rota—. A mí nunca me quiso tanto.