El tren en el que viajaba el pintor Rogelio de Egusquiza llegó a Venecia con bastante retraso, a una hora casi intempestiva, el día 12 de febrero de 1883. Por suerte, en el andén lo aguardaba todavía un mozo del Hôtel de l’Europe, al que pidió que se encargara de su equipaje y lo dejara en su habitación.
—Avisa de que llegaré tarde —añadió, mientras le alargaba una buena propina.
—Así lo haré, señor Egusquiza. ¿Quiere que me lleve también la cartera?
—No, de la cartera me encargo yo.
Después, tomó una góndola en el embarcadero que había junto a la estación. Era la única que quedaba; todo el mundo parecía haber desaparecido.
—Al Palacio Vendramin Calergi —le ordenó al gondolero —, en el Gran Canal.
A esa hora, en pleno invierno, la ciudad parecía más fantasmal que nunca, como si estuviera cubierta por una mortaja; de hecho, Rogelio de Egusquiza tenía la impresión de estar cruzando la laguna Estigia en la barca de Caronte. «Sería un sitio muy apropiado para morir», pensó sin poder evitarlo. Hacía varias semanas que había recibido una carta de su amigo Richard Wagner en la que le comunicaba que se sentía muy enfermo y cansado. «Tengo casi setenta años y sufro espasmos cardíacos con mucha frecuencia», le decía el venerado músico, «lo que hace que cada día me sienta más deprimido. No hago más que pensar en la muerte. No es que me cause especial temor, pero querría vivir al menos otros diez años para completar mi tarea. También me gustaría ver a mi hijo Siegfried convertido en un hombre; él es el único al que creo capaz de velar por la pervivencia y la pureza de mi obra. Los médicos, sin embargo, no se muestran tan optimistas. De modo que, en estas circunstancias, lo único que podría ayudarme es eso que usted y yo sabemos. ¿Ha logrado ya algo en este sentido?». La pregunta le había provocado a Egusquiza una gran inquietud. Era mucha la responsabilidad que su amigo había dejado caer sobre él, pero admiraba tanto a Wagner que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para ayudar a prolongar su vida.
Hacía algo más de tres años que se habían conocido en Bayreuth, en la Alta Franconia, donde el músico había fijado su residencia y donde estaba la sede de los famosos festivales; allí acudían en peregrinación muchos de sus partidarios, atraídos por los acordes de su música y su poderosa personalidad. El encuentro tuvo lugar en una especie de banquete al que asistieron algunos filósofos, pintores, escritores y músicos afines a su arte. Tan sólo intercambiaron algunas palabras en francés, pero Egusquiza quedó tan fascinado con Wagner que regresó a París convertido en uno de sus más fervientes propagandistas y admiradores. Sus amigos parisinos de entonces pensaron que se había contagiado de la fe wagneriana que se extendía por toda Europa. Pero lo suyo no tenía nada que ver con las modas imperantes; era algo mucho más profundo y espiritual.
Al año siguiente, el pintor y el músico volvieron a coincidir, precisamente en Venecia, en el Palacio Vendramin Calergi, donde estuvieron varias horas conversando en torno a Parsifal, la obra en la que Wagner llevaba ya algunos años trabajando, y acerca del posible significado del Santo Grial. Para Egusquiza, este cáliz sagrado era un símbolo, y lo de menos era su existencia real. Wagner, sin embargo, estaba convencido de que el Grial existía y tenía poderes sobrenaturales. Después hablaron de algunas de las leyendas que circulaban por el mundo sobre su paradero. El músico había oído contar, recientemente, a un sacerdote católico que el verdadero Grial se guardaba en la catedral de Valencia, y le preguntó a Egusquiza si sabía algo de ello.
—Se trata sólo de una leyenda, probablemente sin ningún fundamento. Son tantos los cálices que en el mundo aspiran a ostentar el título de Santo Grial que lo más probable es que ninguno sea el auténtico.
—Me parece una postura muy escéptica, querido amigo —lo reconvino Wagner.
—Yo no lo llamaría escepticismo —replicó Egusquiza—, sino sentido común.
—En cualquier caso, debo advertirle que, si es verdad que quiere ayudarme a difundir mi obra, debería usted tomarse más en serio estas cosas. ¿Por qué no investiga sobre el terreno lo que pueda haber de cierto en esa leyenda?
—Si es ése su deseo, prometo dedicarme por entero a la tarea.
—Le tomo la palabra —dijo Wagner, antes de que Egusquiza pudiera arrepentirse y echarse atrás.
De modo que a éste no le quedó más remedio que poner de inmediato manos a la obra. Al día siguiente, tomó un tren directo para París, desde donde pensaba trasladarse a España una vez que resolviera ciertos asuntos.
Los dos amigos habían quedado citados para el verano siguiente en Bayreuth, momento en el que Egusquiza esperaba tener algo concreto que ofrecerle a Wagner. Pero, al final, fue en Berlín donde volvieron a verse.
—Lo noto cansado, querido amigo. ¿Está usted bien? —le preguntó Egusquiza, tras los saludos de rigor.
—Es el Parsifal, que me tiene loco —respondió Wagner con gesto resignado—. Llevo años dedicándole todo mi talento y energía y no consigo acabarlo. A veces pienso que, si esto sigue así, va a ser esta dichosa obra la que acabe conmigo.
—Probablemente, está usted siendo demasiado exigente consigo mismo —señaló Egusquiza, con gesto preocupado—. Recuerde que la perfección completa no existe, al menos aquí en la tierra, y el mero hecho de aspirar a ella podría interpretarse como un acto de soberbia.
—Pero yo quiero que Parsifal sea la culminación de mi vida y de mi carrera, la obra que dé unidad y sentido a todo el conjunto. Un mínimo tropiezo a estas alturas arruinaría el futuro de toda mi trayectoria.
—Eso nunca va a ocurrir. Yo estoy seguro de que su Parsifal será un éxito, y su estreno, un gran día de gloria para usted, el comienzo de una nueva era.
—Lo que no sé es si podré disfrutarlo. Pero, dígame —continuó, cambiando de tono—, ¿ha visto usted el cáliz? ¿Cree que es el auténtico? ¿Cómo es?
—Lo he visto, sí. Como me habían asegurado, es un vaso de ágata de singular belleza. Tiene 7 cms. de altura y 9,5 de diámetro y está colocado sobre un pie de oro con asas que, sin duda, fue añadido posteriormente.
—¿Y ha averiguado usted cómo fue a parar allí?
—Según parece, en el siglo iii, el papa Sixto II lo entregó al diácono Lorenzo, encargado de administrar los bienes de la Iglesia, para que lo pusiera a salvo de las persecuciones del emperador Valeriano. El diácono lo envió a Huesca, su tierra natal, en el norte de España, junto a los Pirineos, acompañado de una carta notarial y una copia del inventario en el que aparece consignada la reliquia. Cuando llegaron los árabes a Aragón, el cáliz fue pasando por diferentes lugares, hasta encontrar refugio en el monasterio de San Juan de la Peña, donde permaneció oculto y olvidado durante varios siglos. En el año 1399, el cáliz le fue entregado a Martín el Humano, rey de Aragón, que lo guardó en el palacio real de la Aljafería de Zaragoza y luego en el de Barcelona; y de él lo heredaron sus sucesores. Uno de ellos, el rey Alfonso V el Magnánimo, con motivo de una larga estancia en Nápoles, lo entregó, con las demás reliquias de su palacio de Valencia, a la catedral de esta ciudad en 1437, según consta en el archivo de este templo.
—Así pues, hay bastantes posibilidades de que éste sea el auténtico Grial, ¿no es cierto? —preguntó Wagner, entusiasmado.
—En mi opinión, es muy pronto para decirlo —puntualizó Egusquiza—. Estoy a la espera de que me manden la trascripción de los documentos en los que se certifica, paso por paso, el recorrido del cáliz por tierras españolas antes de llegar a su destino definitivo en Valencia. Por el momento, es mejor abstenerse de hacer especulaciones.
Wagner, sin embargo, no podía evitar pensar en ello. Dadas las circunstancias, el descubrimiento del auténtico cáliz santo podía suponer un gran impulso para su Parsifal; de él recibiría no sólo la energía que necesitaba para concluir la obra de forma sublime, sino también la ayuda requerida para que fuera un éxito sin precedentes. ¿Quién osaría cuestionar su música si contaba con el apoyo del mismísimo Grial?
Pero las cosas no fueron por ese camino y el músico tuvo que arreglárselas solo, sin el concurso de tan maravilloso objeto. Por más que Wagner lo apremiara, Egusquiza no hacía más que darle largas al asunto. Los dos amigos volvieron a encontrarse en Bayreuth, hacía unos seis meses, con motivo del estreno de Parsifal. Una vez terminada la representación, Wagner lo mandó llamar.
—Amigo Rogelio —lo saludó, de manera efusiva—, usted y yo
tenemos mucho que hablar, pero antes dígame qué le ha parecido mi Parsifal.
—Su Parsifal me ha producido un gran impacto —comenzó a decir Egusquiza, con sinceridad—. Estoy verdaderamente conmovido; de hecho, acabo de tomar la determinación de darle un giro radical a mi existencia; a partir de hoy, abandonaré el lujo, la fama y la vida frívola que hasta el presente he llevado en París, para consagrar todo mi arte y mi esfuerzo a la representación pictórica de lo que usted ha intuido y expresado tan magistralmente en su Parsifal. Para mí, representa el triunfo del bien sobre el mal del mundo y, por lo tanto, un faro para la humanidad.
—Muchas gracias, mi querido amigo; es el mejor elogio que podía oír. Desde que nos conocimos supe que usted era uno de los pocos capacitados para captar el verdadero sentido de mi obra y la unidad que hay en ella. Por ello, me siento doblemente dichoso. Por desgracia —continuó, tras una breve pausa—, no hemos podido contar, para el estreno, con el auténtico Grial, como hubiera sido mi deseo. Pero yo no me rindo con facilidad. Estoy seguro de que con su ayuda y la de mi Parsifal acabaremos encontrándolo.
—Como ya le dije en su momento, no hay pruebas de que el cáliz de Valencia sea el verdadero Grial. Es de la misma época, eso seguro, pero fue fabricado en un taller de Antioquía. Por otra parte, los documentos que acreditan su procedencia son falsos o al menos han sido manipulados; en cuanto al pie de oro…
—Ahórrese las explicaciones —lo interrumpió Wagner, algo irritado—; lo único que quiero es que encuentre el auténtico de una vez. Y ahora, si me lo permite, debo atender a mis otros invitados.
Cuando el gondolero le anunció que habían llegado al palacio, Egusquiza le pidió que lo acercara a la escalinata de acceso al jardín. Éste comunicaba directamente con el entresuelo del edificio, donde estaban las quince habitaciones que ocupaban los Wagner, sus invitados y la servidumbre. El músico le había avisado, a través de un telegrama, que Georg, su criado de confianza, estaría pendiente de su llegada, fuera la hora que fuera, pues conocía por experiencia la impuntualidad de los trenes italianos. Tras pagar al gondolero, abrió con cuidado la verja y se adentró en el jardín del palacio renacentista, uno de los más bellos de Venecia, famoso por sus ventanales geminados.
—Herr Egusquiza, estoy aquí —susurró alguien entre los árboles, al otro lado de uno de los estanques de mármol.
Era Georg, que, linterna en mano, lo aguardaba no muy lejos de la puerta de entrada al palacio.
—Lamento mucho el retraso —se disculpó Egusquiza.
—Si tiene la bondad de acompañarme, lo conduciré a las habitaciones de Herr Wagner.
—¿Qué tal se encuentra? —se aventuró a preguntar.
—Me temo que no muy bien —respondió Georg—; de todas formas, se ha empeñado en recibiros esta misma noche sin falta.
El gabinete de trabajo de Wagner estaba situado en la parte más tranquila del palacio. Para llegar a él, había que atravesar un gran salón tapizado de rojo y amueblado en estilo Luis XVI. Las paredes del gabinete estaban cubiertas de paneles de cuero veneciano estampado en oro; a un lado había un rincón que servía de vestidor y un saledizo con un escritorio y un diván pegados a la pared; el sillón y la mesa de despacho se encontraban frente a uno de los ventanales geminados, que aparecía flanqueado por gruesas cortinas de terciopelo rojo; también había un piano y una pequeña biblioteca.
—Querido maestro, no sabe usted la alegría… —comenzó a decir Egusquiza.
—¿Lo ha traído? ¿Lo tiene usted ahí? —lo interrumpió Wagner, incapaz de disimular su ansiedad.
—Lo guardo en la cartera —respondió Egusquiza.
—¿Y a qué espera? Sáquelo, rápido —lo apremió.
Egusquiza abrió la cartera y extrajo de ella un envoltorio. Después de retirar con cuidado varias capas de papel de periódico, una toalla pequeña de algodón y un lienzo de lino, apareció el cáliz. El vaso era de calcedonia, un tipo de ágata muy traslúcida de color azulado, muy similar al de la catedral de Valencia. El pie era de oro labrado, con incrustaciones
de piedras preciosas, y, a diferencia del valenciano, no tenía asas.
—¿Es el Grial? ¿El auténtico? —preguntó Wagner, cuando lo tuvo en sus manos.
—Así es —confirmó Egusquiza—. Al parecer, nunca llegó a salir del monasterio de San Juan de la Peña, donde ha permanecido oculto, bajo la custodia de los monjes, durante muchos siglos, sin que nadie, fuera de allí, haya tenido noticia de ello.
—¡Dios mío, no puedo creerlo! —exclamó el músico—. Pero sí; sin duda es el auténtico. No he hecho más que tocarlo y ya siento una ligera mejoría, como si la sangre estancada en mis venas volviera ahora a fluir con fuerza por todo mi cuerpo. ¿Cómo podré pagarle este inmenso gesto, esta proeza?
—Con verle renacido ya me siento pagado —contestó Egusquiza.
—¿Y cómo ha logrado usted sacarlo de allí? ¿No irá a decirme que lo ha robado? —le preguntó Wagner de pronto, pero en su voz no se advertía ningún tono de censura o de reproche, sino más bien de admiración cómplice.
—Lo habría hecho si hubiera sido necesario —reconoció Egusquiza—, pero no hizo falta. Una vez que, tras arduas investigaciones, descubrí el paradero del Grial, solicité una entrevista con el abad y le expuse las cosas de manera abierta y sincera. Le dije que se trataba de un caso de vida o muerte; de una persona, además, que con su arte estaba prestando un gran servicio a la religión y a la humanidad; no quise darle más detalles. Naturalmente, se resistió, pero yo le amenacé con contar en los periódicos de todo el mundo que el auténtico Grial se ocultaba en el monasterio y que aquel que, en su día, habían entregado al rey era una falsificación. Así que no le quedó más remedio que aceptar. Sobre
una Biblia me hizo jurarle, eso sí, que tan sólo se lo mostraría a usted y que lo devolvería antes de una semana; insistió mucho en esto.
—No es mucho una semana —comenzó a decir Wagner, visiblemente contrariado—. Creo que voy a necesitar algo más de tiempo. No es sólo a causa de mi precaria salud… entiéndame. No he querido decírselo antes, para no alarmarlo —añadió en voz baja—, pero hace varios meses que Klingsor me persigue.
—¡¿Klingsor?! —exclamó Egusquiza al oír el nombre de uno de los personajes del Parsifal.
—Klingsor, sí, o, si lo prefiere, la Encarnación del Mal. La primera vez que se me apareció fue en Bayreuth, el día del estreno de Parsifal. Estaba sentado en uno de los palcos y no paraba de hacerme gestos de burla y amenaza.
—No obstante, el estreno fue un éxito. Yo fui testigo de ello, como recordará.
—Un éxito, sí, que me ha costado muchos sacrificios. Desde que comencé a componer mi Parsifal, todo han sido problemas y dificultades, lo que ha terminado por quebrantar enormemente mi salud. Y ahora Klingsor quiere acabar conmigo como sea.
—No le entiendo.
—¿Sabe usted que, en septiembre, cuando venía a Venecia con mi familia, nos sorprendió una terrible tormenta? El tren estuvo a punto de descarrilar varias veces y algunos puentes de ferrocarril, en Ala y Verona, se derrumbaron poco después de que nosotros pasáramos. Es totalmente cierto; puede verlo, si no me cree, en los periódicos de aquellos días. Nunca se había visto en Italia una cosa igual. Corrían rumores, además, de que en Venecia las inundaciones iban a causar fiebres perniciosas. Yo estoy seguro, querido amigo, de que todo eso fue obra de Klingsor. Necesito el Grial para protegerme y enfrentarme a él.
—¿Quiere decir que… está aquí, en Venecia?
—Por supuesto. Volví a verlo hace unos días, justo el Martes de Carnaval, en la plaza de San Marcos. Iba enmascarado, como todos en ese momento, por otra parte, pero yo lo reconocí. Ironías de la vida: él iba disfrazado de monje y yo de demonio. No dejaba de seguirme y amenazarme. Parecía empeñado en arrastrarme con él al infierno.
—¿Y usted cree que el Grial…?
—Con el Grial a mi lado, Klingsor no podrá hacerme ningún daño. Recuerde las palabras de mi Parsifal: «El mal será proscrito si se contesta con el bien».
—Pero ¿y si no funciona?
—¡Hombre de poca fe! —gritó Wagner, con gesto desdeñoso—. No puede no funcionar. Como usted insinuó, el estreno de mi Parsifal ha desatado una lucha contra el mal. De ahí que Klingsor quiera acabar conmigo y con mi obra. Ante eso, el Grial, que representa el Espíritu del Bien, no puede permanecer indiferente.
Mientras decía estas últimas palabras, Wagner colocó el cáliz sobre su mesa de trabajo; lo hizo de forma ritual, como si fuera un sacerdote delante del altar. Egusquiza, por su parte, no sabía muy bien qué pensar de todo aquello; estaba aturdido, cansado y lleno de remordimientos por lo que había hecho.
—Mire —dijo Wagner de repente, señalando hacia la mesa—, ¿ve usted lo mismo que yo?
—¿A qué se refiere?
—Al Grial, ¿no lo ve? Los ángeles han venido a rescatarlo para impedir que Klingsor lo robe. Sobre el cáliz desciende ahora la paloma del Espíritu Santo con las alas desplegadas; entre ambos forman la imagen de una cruz resplandeciente. La luz es cegadora —añadió Wagner poniéndose de rodillas y haciendo visera con una mano sobre los ojos.
—Yo no acierto a ver nada —le informó Egusquiza con timidez, como si se disculpara por ser incapaz de verlo.
—Pero eso no es posible —insistió su amigo—. Yo lo estoy viendo todo como lo veo a usted. ¡Es algo prodigioso! Por encima del Grial y del Espíritu Santo hay dos ángeles, portadores de la bienaventuranza eterna, y, abajo, agazapadas entre las sombras, dos criaturas malignas; la de la derecha —explicó — es un dragón, eterno enemigo de la paloma, y la de la izquierda, ¡sí!, es el mismísimo Klingsor; tiene la cabeza cubierta con una capucha de monje y lleva en sus manos la lanza sagrada que le arrebató a Amfortas. Un momento —dijo de pronto, sorprendido—, alguien se acerca desde la ventana. Gracias a Dios, es Titurel, el piadoso héroe, que también ha acudido en mi ayuda. Los ángeles acaban de entregarle el Santo Grial y la sagrada lanza, y el Espíritu Santo derrama sobre él la bendición eterna, mientras su espada victoriosa yace en el suelo en señal de respeto. ¡Tiene usted que verlo —le gritó a Egusquiza, poniéndose en pie—, es algo maravilloso! Titurel va vestido con su túnica y su manto blanco de caballero del Grial y tiene la cabeza coronada de laurel. ¡Klingsor ha sido derrotado por los siglos de los siglos!
En ese momento, Wagner se dejó caer sobre un sillón. Se le veía agotado; tenía el rostro cubierto de sudor y la mirada febril y arrebatada, como si hubiera sido él el que había librado la batalla contra Klingsor, su mortal enemigo.
—Parece usted exhausto —le dijo Egusquiza—, debería descansar.
—Sí, tiene razón. Llamaré a Georg para que lo acompañe hasta la puerta. Luigi, mi gondolero favorito, lo llevará a usted al hotel. Nos veremos mañana, después de la comida.
Al día siguiente, cuando Egusquiza llegó al Palacio Vendramin Calergi, le comunicaron que Wagner acababa de morir. La noticia lo dejó sin palabras, totalmente anonadado. Al ver que no reaccionaba, Georg lo cogió del brazo y lo acompañó a la habitación. Caminaba despacio, como un sonámbulo, y le costaba mucho respirar. Sólo después de ver a su amigo tendido sobre la cama, con las manos cruzadas sobre el pecho, comenzó a tomar conciencia del lugar donde estaba y de lo que había sucedido. Cósima permanecía aún abrazada al cadáver de su esposo. Egusquiza se acercó a darle el pésame. Mientras lo hacía, intentó escrutar el rostro de Wagner para ver si descubría algún signo revelador. Se fijó en las comisuras de la boca y le pareció que tenía los labios ligeramente contraídos, pero no fue capaz de discernir si se trataba de una sonrisa beatífica o de una mueca de dolor.
En ese momento, se acordó del Grial. Le sorprendió mucho no encontrarlo cerca del lecho mortuorio. Luego, lo buscó con disimulo por todos los rincones del gabinete de trabajo. Al no encontrarlo, le preguntó a Georg, pero éste no sabía nada. El cáliz, pues, había desaparecido. No obstante, este detalle no le preocupó. Al fin y al cabo, tampoco era el verdadero, ni siquiera pertenecía a la misma época; era del siglo xviii y se lo había comprado a un anticuario de París. Todo había sido una pura invención, una enorme mentira piadosa con la que había intentado complacer a su amigo. «¿Lo había conseguido?», se preguntó, mientras observaba su cadáver. «A juzgar por las visiones de anoche, podría suponer que sí», se contestó. «Y éstas», volvió a inquirir, «¿fueron reales o fingidas? Ni lo uno ni lo otro», pensó. «Lo más seguro es que todo fuera una simple alucinación, causada por su estado y por la impresión que le había producido el Santo Grial. Se trataba de un símbolo y, para los efectos, daba igual que fuera el auténtico o no, si es que alguno lo era. Lo importante, en todo caso, es que Wagner creía haber derrotado a su enemigo con la oportuna ayuda del Grial, que, a su vez, había sido rescatado por los ángeles y entregado a Titurel, para su custodia. De todas formas, es probable», concluyó, «que todo esto haya propiciado su muerte, en lugar de prolongar su vida, como había sido mi intención».
—¿Cómo fueron sus últimas horas? —le preguntó más tarde a Georg.
—El señor se levantó muy tarde esta mañana. «Hoy he de andar con cuidado», me dijo, sin darme más explicaciones. Después, se fue a desayunar con su esposa, con la que tuvo una violenta discusión. Luego, se encerró en su estudio para trabajar. A la hora de la comida, pidió que lo excusaran, pues no se encontraba bien. Serían las tres, cuando Betty, una de las doncellas, lo oyó gemir. Alarmada, entró en el estudio y lo encontró en su escritorio luchando con la muerte. «Mi mujer… el doctor…», le dijo a la doncella. Yo llegué muy poco después. Mientras Betty iba a avisar a la señora y al doctor Keppler, yo conduje al señor al vestidor y lo liberé de algunas prendas de ropa. Enseguida, llegó su esposa, y lo tendimos en el sofá. Se le veía consumido y con el rostro desencajado a causa del dolor. Frau Wagner se desplomó a su lado y abrazó con fuerza sus rodillas. Cuando por fin apareció el médico, el señor acababa de morir.
—¿Sabes si dijo algo antes de fallecer? —preguntó Egusquiza, conmovido por el relato de Georg.
—Ni una sola palabra volvió a brotar de sus labios desde que lo encontró Betty.
—Y el médico, ¿qué comentó?
—Que había muerto de un ataque al corazón. También dijo —añadió, tras una pausa— que alguna excitación psíquica podía haber precipitado su final.
—¿No precisó qué tipo de excitación?
—No, señor. Eso fue todo lo que dijo.
Tras salir del palacio, Egusquiza estuvo deambulando por las calles y canales de Venecia, como un fantasma en medio de una ciudad fantasma, huyendo de no sabía dónde y a la búsqueda de no sabía qué. Al día siguiente, triste y desconsolado, tomó el primer tren que encontró para París. Mientras abandonaba Venecia, echó un último vistazo por la ventanilla y se juró no volver nunca a esa maldita ciudad.
Durante algunos años, intentó con firmeza olvidarlo todo, pero seguía obsesionado con lo que había ocurrido aquella noche en el gabinete de trabajo de Richard Wagner. Pasado un tiempo, sin embargo, los recuerdos dejaron de ser dolorosos y comenzaron a adquirir otra tonalidad, hasta que las visiones de su amigo se convirtieron, para él, en una especie de testamento espiritual. Es más, Egusquiza llegó a tener la impresión de que él también había contemplado aquello con sus propios ojos. Le parecía, incluso, que lo seguía viendo ante sí. Probablemente se tratara de una alucinación inducida por el recuerdo de su amigo. Aunque también cabía la posibilidad de que fuera una prueba de que aquello realmente había ocurrido, pero él había estado tan ciego que no había sido capaz de verlo hasta ahora. El caso es que la visión se fue haciendo cada día más nítida, más intensa, y una mañana se levantó con la determinación de compartirla con otros.
Con este fin, estuvo haciendo apuntes y dibujos del momento en el que el Espíritu Santo se posa sobre el Santo Grial y de aquel en el que Titurel recibe el cáliz y la lanza de manos de los ángeles, dos escenas que, en rigor, son anteriores al comienzo de la ópera que había compuesto su amigo. Cuando ya las tuvo bien perfiladas, se dispuso a realizar los aguafuertes. Para ello, empleó una técnica de minucioso preciosismo en la que destacan la riqueza de los trazos y la sutil gradación de las transiciones. Después, completó la serie con tres grabados más: el de Amfortas, el hijo de Titurel; Kundry, la seductora; y Parsifal, en el momento en el que rechaza la tentación. En esos tres personajes y situaciones, una por cada acto de la obra, se resume o condensa todo el drama musical.
Egusquiza estaba tan obsesionado con estos motivos que siguió realizando nuevas pruebas de aguafuerte para las mismas escenas, y hasta llegó a pintar al óleo varias de ellas pocos años antes de su muerte, que le sobrevino, por cierto, a la misma edad y en el mismo mes que a su amigo. Pero es en aquellos dos primeros aguafuertes, que ahora pueden contemplarse en el Museo de Bellas Artes de Santander, donde mejor logró captar la verdad y el sentido profundo de las visiones de Wagner y la esencia misma de su Parsifal. Puedo dar fe de ello, pues me llamo Titurel y el Santo Grial no me dejará mentir.